Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo



«Cuando se acercaba ya el momento de su pasión y estaba celebrando la pascua con sus discípulos, él bendijo el pan que tenía en sus manos y dijo: Esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros (1Co 11,24). Igualmente, les dio el cáliz bendecido, diciendo: Esta es mi sangre del Nuevo Testamento, que será derramada por muchos para el perdón de los pecados (Mt 26,28). Estas cosas las leíais en el evangelio o las escuchabais, pero ignorabais que esta eucaristía era el Hijo; ahora, en cambio, rociado vuestro corazón con la conciencia limpia y lavado vuestro cuerpo con el agua pura, acercaos a él, y seréis iluminados y vuestros rostros no se avergonzarán (Sal 33,6) Si recibís santamente este sacramento que pertenece al Nuevo Testamento y os da motivo para esperar la herencia eterna, si guardáis el mandamiento nuevo de amaros unos a otros, tendréis vida en vosotros […] Teniendo, pues, vida en él, seréis una carne con él» (San Agustín, Sermón 228 B, 3-4). (Mc 14, 12-16.22.26: 22: cf. Mt 26, 26).

Excelente coyuntura la de esta solemnidad para descender al culto de la Eucaristía y su sacralidad. Se trata de dos aspectos acerca del Misterio eucarístico relacionados entre sí, de los que una breve meditación nos reportará señalado provecho. Los comentó con su habitual agudeza Benedicto XVI en la solemnidad del Corpus Christi de 2012, para, entre otros objetivos «preservarlos de visiones incompletas del Misterio mismo, como las que se han dado en el pasado reciente».

Y es que una interpretación unilateral del concilio Vaticano II contribuyó a restringir en la práctica la Eucaristía al momento celebrativo. En efecto, ha sido muy importante reconocer la centralidad de la celebración, en la que el Señor convoca a su pueblo, lo reúne en torno a la doble mesa de la Palabra y del Pan de vida, lo alimenta y lo une a sí en la ofrenda del Sacrificio. Esta valorización de la asamblea litúrgica, en la que el Señor actúa y realiza su misterio de comunión, obviamente sigue siendo válida, pero situada en el justo medio. De hecho —como sucede a menudo— para subrayar un aspecto se acaba por sacrificar otro. En este caso, la justa acentuación puesta sobre la celebración de la Eucaristía ha ido en detrimento de la adoración, como acto de fe dirigido al Señor Jesús, realmente presente en el Sacramento del altar.

Este desequilibrio ha tenido repercusiones también sobre la vida espiritual de los fieles. En efecto, concentrando toda la relación con Jesús Eucaristía en el momento de la santa misa, se corre el riesgo de vaciar de su presencia el resto del tiempo y del espacio existenciales. Y así se percibe menos el sentido de la presencia constante de Jesús en medio de nosotros y con nosotros, una presencia concreta, cercana, entre nuestras casas, como «Corazón palpitante» de la ciudad, del país, del territorio con sus diversas expresiones y actividades.

Grave error el contraponer la celebración y la adoración, como si estuvieran en competición una contra otra, cuando es lo contrario: el culto del Santísimo Sacramento es como el «ambiente» espiritual dentro del cual la comunidad puede celebrar bien y en verdad la Eucaristía. La acción litúrgica sólo puede expresar su pleno significado y valor si va precedida, acompañada y seguida de esta actitud interior de fe y de adoración. El encuentro con Jesús en la santa misa se realiza verdadera y plenamente cuando la comunidad es capaz de reconocer que él, en el Sacramento, nos invita a su mesa, y luego, tras disolverse la asamblea, permanece con nosotros, con su presencia discreta y silenciosa, y nos acompaña con su intercesión ante el Padre.

En el momento de la adoración todos estamos al mismo nivel, de rodillas ante el Sacramento del amor. El sacerdocio común y el ministerial se encuentran unidos en el culto eucarístico. Es una experiencia muy bella y significativa, que prepara la celebración de la santa misa, preparan los corazones al encuentro, de manera que este resulta incluso más fructuoso. Estar todos en silencio prolongado ante el Señor presente en su Sacramento es una de las experiencias más auténticas de nuestro ser Iglesia, que va acompañado de modo complementario con la de celebrar la Eucaristía, escuchando la Palabra de Dios, cantando, acercándose juntos a la mesa del Pan de vida. Comunión y contemplación no se pueden separar, van juntas. Para comulgar verdaderamente con otra persona debo conocerla, saber estar en silencio cerca de ella, escucharla, mirarla con amor.

El verdadero amor y la verdadera amistad viven siempre de esta reciprocidad de miradas, de silencios intensos, elocuentes, llenos de respeto y veneración, de manera que el encuentro se viva profundamente, de modo personal y no superficial. Y lamentablemente, si falta esta dimensión, incluso la Comunión sacramental puede llegar a ser, por nuestra parte, un gesto superficial. En cambio, en la verdadera comunión, preparada por el coloquio de la oración y de la vida, podemos decir al Señor palabras de confianza, como las que han resonado hace poco en el Salmo responsorial: «Señor, yo soy tu siervo, siervo tuyo, hijo de tu esclava: rompiste mis cadenas. Te ofreceré un sacrificio de alabanza invocando el nombre del Señor» (Sal 115, 16-17).



También sobre sacralidad eucarística, en el pasado reciente, de alguna manera se ha malentendido el mensaje auténtico de la Sagrada Escritura. La novedad cristiana respecto al culto ha sufrido la influencia de cierta mentalidad laicista de los años sesenta y setenta del siglo pasado. Es verdad, y sigue siendo siempre válido, que el centro del culto ya no está en los ritos y en los sacrificios antiguos, sino en Cristo mismo, en su persona, en su vida, en su misterio pascual. Y, sin embargo, de esta novedad fundamental no se debe concluir que lo sagrado ya no exista, sino que ha encontrado su cumplimiento en Jesucristo, Amor divino encarnado.

La Carta a los Hebreos, por ejemplo, nos habla precisamente de la novedad del sacerdocio de Cristo, «sumo sacerdote de los bienes definitivos» (Hb 9, 11), pero no dice que el sacerdocio se haya acabado. Cristo «es mediador de una alianza nueva» (Hb 9, 15), establecida en su sangre, que purifica «nuestra conciencia de las obras muertas» (Hb 9, 14). Él no ha abolido lo sagrado, sino que lo ha llevado a cumplimiento, inaugurando un nuevo culto, que sí es plenamente espiritual pero que, sin embargo, mientras estamos en camino en el tiempo, se sirve todavía de signos y ritos, que sólo desaparecerán al final, en la Jerusalén celestial, donde ya no habrá ningún templo (cf. Ap 21, 22). Gracias a Cristo, la sacralidad es más verdadera, más intensa, y, como sucede con los mandamientos, también más exigente. No basta la observancia ritual, sino que se requiere la purificación del corazón y la implicación de la vida.

Lo sagrado tiene también, qué duda cabe, una función educativa, y su desaparición empobrece inevitablemente la cultura, en especial la formación de las nuevas generaciones. Si, por ejemplo, en nombre de una fe secularizada y no necesitada ya de signos sacros, se acabase por abolir la procesión del Corpus Christi, nuestra conciencia personal y comunitaria quedaría debilitada. O pensemos en una madre y un padre que, en nombre de una fe desacralizada, privaran a sus hijos de toda ritualidad religiosa: en realidad acabarían por dejar campo libre a los numerosos sucedáneos presentes en la sociedad de consumo, a otros ritos y otros signos, que más fácilmente podrían convertirse en ídolos.

Dios, nuestro Padre, no obró así con la humanidad: envió a su Hijo al mundo no para abolir, sino para dar cumplimiento también a lo sagrado. En el culmen de esta misión, en la última Cena, Jesús instituyó el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre, el Memorial de su Sacrificio pascual. Actuando de este modo se puso a sí mismo en el lugar de los sacrificios antiguos, pero lo hizo dentro de un rito, que mandó a los Apóstoles perpetuar, como signo supremo de lo Sagrado verdadero, que es él mismo. Con esta fe celebramos hoy, y cada día, el Misterio eucarístico y lo adoramos como centro de nuestra vida y corazón del mundo.

La Eucaristía viene hoy entendida en las lecturas de la Misa como Alianza, Sacrificio y Banquete. En la primera lectura, en efecto, tomada del Éxodo (24,3-8), aparece Moisés, figura de Cristo, rociando al pueblo y diciendo: «Esta es la sangre de la Alianza que hace el Señor con vosotros» (v. 8). Dios, pues, hizo una Alianza en el monte Sinaí con su pueblo y este prometió cumplir su voluntad. Sangre, pues, de la antigua Alianza, figura de la realidad con Cristo.
El salmista, como rito de acción de gracias, conservado, por cierto, en la liturgia judía y cristiana, habla de alzar la copa de la salvación e invocar el nombre del Señor (cf. Sal 116, 114-115: 13). Esta plegaria del salmista preludia lo que va a ser nuestra adoración al Santísimo Sacramento, ya en el Jueves santo, ya en el Corpus, ya cada vez que asistimos a la Santa Misa.



El autor de la Carta a los Hebreos (9,11-15) afirma en la segunda lectura que la sangre de Cristo podrá purificar nuestra conciencia, y entiende la Eucaristía como el sacrificio de Cristo que borra los pecados y nos lleva al culto verdadero. El Evangelio de Marcos (14,12-16.22-26) recoge el momento de la consagración del pan y del vino (Esto es mi cuerpo - Esta es mi sangre). Jesús en la Cena pascual instituyó la Eucaristía como banquete y como nueva y eterna alianza (cf. la consagración del cáliz).

Durante la procesión del Corpus, Cristo pasea desde la custodia por las calles engalanadas de ciudades y aldeas cual remedio de inmortalidad y como prenda de la Resurrección. Imagen visible, cabría decir, de la realidad invisible. Y en cuanto memorial de la Alianza, del Sacrificio y del Banquete de Dios con su pueblo, éste se arrodilla a su paso y adora en silencio o cantando, invoca a Dios desde el fondo de su corazón eucarístico mientras respira el perfume de incienso y rosas al paso del Señor. Ojalá esta solemne procesión eucarística del Corpus por las calles y plazas de ciudades y pueblo refleje, aunque sólo sea una pálida imagen, la interior de tantos y tantos corazones que lo adoran por las avenidas del alma. Y sería todavía más sublime si la comunión eucarística nos convirtiera a nosotros mismos en custodia viviente y portadora de ese Cristo sacramentado, hasta hacerlo presente en los diversos quehaceres de nuestro diario afán.

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