Solemnidad de la Santísima Trinidad

La Santísima Trinidad, fuente comunidad

La celebración de la Santísima Trinidad subraya la insondable realidad de Dios uno y trino. Contemplamos dicho Misterio tal como nos lo dio a conocer Jesús, quien nos reveló que Dios es amor «no en la unidad de una sola persona, sino en la trinidad de una sola sustancia» (Prefacio): es Tres Personas, pero, a la vez, un solo Dios, porque el Padre es amor, el Hijo es amor y el Espíritu es amor. Dios es todo amor y sólo amor, amor purísimo, amor infinito y eterno. No vive en una espléndida y lejana soledad, sino que constituye, más bien, la fuente inagotable de vida que se entrega y comunica incesantemente.

En todo lo que existe está grabado, de alguna manera, el «nombre» de la Santísima Trinidad, ya que todo el ser, hasta sus últimas partículas, es ser en relación, y así se trasluce el Dios-relación, se trasluce en última instancia el Amor creador. De ahí que el salmista exclame incansable: «¡Señor, Dios nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra!» (Sal 8, 2).

Hablando del «nombre», la Biblia indica a Dios mismo, su identidad más verdadera, identidad que resplandece en toda la creación, donde cada ser, por el mismo hecho de existir y por el «tejido» del que está hecho, hace referencia a un Principio trascendente, a la Vida eterna e infinita que se entrega; en una palabra, al Amor. «En él —dijo san Pablo en el Areópago de Atenas— vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17, 28). La prueba más sencilla y fehaciente de que hemos sido creados a imagen de la Trinidad es esta: sólo el amor nos hace felices, porque vivimos en relación, y vivimos para amar y ser amados.

La Virgen María, con su dócil y tierna humildad, se convirtió en esclava del Amor divino: aceptó la voluntad del Padre y concibió al Hijo por obra del Espíritu Santo. En ella el Omnipotente se construyó un templo digno de él, e hizo de ella el modelo sublime y la imagen de la Iglesia, misterio y casa de comunión para los hombres todos. Que María, espejo de la Santísima Trinidad y primera criatura plenamente habitada por la Santísima Trinidad, nos ayude, pues, a crecer en la fe del misterio trinitario.

La solemnidad de hoy, domingo de la Santísima Trinidad, recapitula en cierto sentido la revelación de Dios acontecida en los misterios pascuales, a saber: muerte y resurrección de Cristo, su ascensión a la derecha del Padre y efusión del Espíritu Santo. La mente y el lenguaje humanos son inadecuados para explicar la relación que existe entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y, sin embargo, los Padres de la Iglesia trataron de ilustrar el misterio de Dios uno y trino a base de vivirlo y contemplarlo en su propia existencia con profunda fe. Admirable y laudable estímulo éste para quienes aspiramos a pisar diariamente caminos rectos en la vivencia inefable de la fe trinitaria.

La Trinidad divina, en efecto, pone su morada en nosotros el día del Bautismo: «Yo te bautizo —dice el ministro— en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». El nombre de Dios, siendo así, en el cual fuimos bautizados, lo recordamos cada vez que nos santiguamos. El teólogo Romano Guardini, a propósito del signo de la cruz, afirma: «Lo hacemos antes de la oración, para que… nos ponga espiritualmente en orden; concentre en Dios pensamientos, corazón y voluntad; después de la oración, para que permanezca en nosotros lo que Dios nos ha dado … Esto abraza todo el ser, cuerpo y alma, … y todo se convierte en consagrado en el nombre del Dios uno y trino» (Lo spirito della liturgiaI santi segni, Brescia 2000, pp. 125-126).

Hagamos nuestra la oración de san Hilario de Poitiers: «Mantén incontaminada esta fe recta que hay en mí y, hasta mi último aliento, dame también esta voz de mi conciencia, a fin de que me mantenga siempre fiel a lo que profesé en mi regeneración, cuando fui bautizado en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo» (De Trinitate, XII, 57).

Cuando se piensa en la Trinidad, viene por lo común a la mente el aspecto del misterio: son tres y son uno, un solo Dios en tres Personas. En realidad, Dios en su grandeza no puede menos de ser un misterio para nosotros y, sin embargo, él se ha revelado: podemos conocerlo en su Hijo, y así también conocer al Padre y al Espíritu Santo.

La liturgia de hoy, en cambio, llama nuestra atención no tanto hacia el misterio, cuanto hacia la realidad de amor contenida en este primer y supremo misterio de nuestra fe. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son uno, porque Dios es amor, y el amor es la fuerza vivificante absoluta. La unidad creada por el amor es más unidad que una unidad meramente física. El Padre da todo al Hijo; el Hijo recibe todo del Padre con agradecimiento; y el Espíritu Santo es como el fruto de este amor recíproco del Padre y del Hijo. Los textos de la santa misa de hoy hablan de Dios y por eso hablan de amor; no se detienen tanto sobre el misterio de las tres Personas, cuanto sobre el amor que constituye su esencia, y la unidad y trinidad al mismo tiempo.

Jesús es el Hijo de Dios que nació por nosotros, que vivió por nosotros, que curó a los enfermos, que perdonó los pecados y acogió a todos. Respondiendo al amor que viene del Padre, el Hijo dio su propia vida por nosotros: el amor misericordioso de Dios alcanza en la cruz el culmen. Y en la cruz es también donde el Hijo de Dios nos obtiene la participación en la vida eterna, que se nos comunica con el don del Espíritu Santo.

San Agustín y el Niño de la concha

Así pues, en el misterio de la cruz están presentes las tres Personas adorables: el Padre, que dona a su Hijo unigénito para la salvación del mundo; el Hijo, que cumple hasta el fondo el designio del Padre; y el Espíritu Santo —derramado por Jesús en el momento de la muerte— que viene a hacernos partícipes de la vida divina, a transformar nuestra existencia, para que esté animada por el divino amor.

De hecho, aquí, como en otros lugares, tampoco faltan inconvenientes y obstáculos, achacables sobre todo a modelos hedonísticos que ofuscan la mente y amenazan con anular toda moralidad. Se ha insinuado la tentación de considerar que la riqueza del hombre no es la fe, sino su poder personal y social, su inteligencia, su cultura y su capacidad de manipulación científica, tecnológica y social de la realidad. ¡Pobre hombre!

De un tiempo a esta parte se ha comenzado también a sustituir la fe y los valores cristianos con presuntas riquezas, que se revelan a la larga más que a la corta, pero sobre todo al final, inconsistentes e incapaces de sostener la gran promesa de lo verdadero, de lo bueno, de lo bello y de lo justo que durante siglos nuestros ancestros identificaron con la experiencia de la fe.

Temerario sería, además de inoportuno, olvidar la crisis de no pocas familias - ¡y tantas son! -, agravada por la frecuente fragilidad psicológica y espiritual de los cónyuges, así como por la dificultad que experimentan no pocos educadores para obtener continuidad formativa en los jóvenes, condicionados por múltiples precariedades, la primera de las cuales ciertamente, o al menos entre las primeras, el papel social y la posibilidad de encontrar un trabajo, lo que nos lleva a un futuro de incertidumbre.

También cunde hoy por doquier, aunque en ciertos países lo haga con mayor intensidad que en otros, la urgencia de una recuperación en las vocaciones sacerdotales y de una especial consagración a los valores del espíritu que faciliten la apertura del alma a una pronta respuesta a la llamada del Señor. ¡Nunca nos arrepentiremos de ser generosos con Dios! Se dice que vivimos hoy la hora de los laicos. Cuesta poco decirlo, sin duda, porque la frase tiene su encanto.

Más difícil resulta comprometerse de lleno a través de las peculiares obligaciones cívicas, políticas, sociales y culturales de cada cual. Sobre todo dejando que el protagonismo del misterio trinitario juegue su papel a base de hallar tiempo bastante y suficientes ganas para la vida de fe, para la vida pastoral y para una entrega generosa e incondicional. El saludo paulino entonces se hace más necesario que nunca, y más saludable también el encomendarnos «a la gracia de nuestro Señor Jesucristo, al amor de Dios y a la comunión del Espíritu Santo» (2 Co 13,13).

En el signo de la cruz y en el nombre del Dios vivo se contiene el anuncio que genera la fe e inspira la oración. Y, al igual que en el Evangelio Jesús promete a los Apóstoles que «cuando venga Él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa» (Jn 16,13), así sucede en la liturgia dominical, cuando los sacerdotes dispensan, cada semana, el pan de la Palabra y de la Eucaristía.  

Entre las consideraciones que san Agustín antepone a su famosa obra De Trinitate, para bien leer y mejor entender su contenido, figura el marchar por las sendas de la caridad en busca de aquel de quien está escrito: Buscad siempre su rostro (Sal 104,4). «Esta es -dice el santo de Hipona- la piadosa y segura regla que brindo, en presencia del Señor, nuestro Dios, a quienes lean mis escritos, especialmente este tratado, donde se defiende la unidad en la Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, pues no existe materia donde con mayor peligro se desbarre ni se investigue con más fatiga, o se encuentre con mayor fruto» (De Trin. I,3,5).

Santa Isabel de la Trinidad

Y la conclusión de esta obra inmortal viene igualmente oportuna y provechosa a quienes celebramos con gozo las delicias de esta solemnidad: «Hablando el Sabio de vos (Señor) en su libro, hoy conocido con el nombre de Eclesiástico, dice: Muchas cosas diríamos sin acabar nunca; sea la conclusión de nuestro discurso: Él lo es todo (Si 43,29).

Cuando arribemos a tu presencia, cesarán estas muchas palabras que ahora hablamos sin entenderlas, y tú permanecerás todo en todos, y entonces modularemos un cántico eterno, loándote a un tiempo unidos todos en ti. Señor, Dios uno y Dios Trinidad, cuanto con tu auxilio queda dicho en estos mis libros conózcanlo los tuyos; si algo hay en ellos de mi cosecha, perdóname tú, Señor, y perdónenme los tuyos. Así sea» (De Trin. XV,28,51). Mientras tanto, pues, cantemos, alabemos, vivamos y adoremos siempre a la luz del Misterio.

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