Viento y fuego de Pentecostés

Pentecostés consolida los vínculos fraternales, aleja el escándalo de Babel, sutura la división eclesial, acaba con la frialdad en las obras y con la cobardía frente al empuje de la fe.

Al esforzarnos con ahínco por actuar juntos en el servicio y la misión, el evento del primer Pentecostés nos anima a abrirnos de nuevo a la experiencia del Espíritu manifestada ese día.

Que tu Espíritu, Señor, fortalezca nuestra función profética; sea, cuando lo necesitemos, suave brisa de consuelo y seguridad, y cuando estemos demasiado cómodos y debamos hablar con firmeza, fuerte viento de valor y gran coraje de juventud.

El Espíritu, no obstante, viene para reanimar a la entera creación, «sosteniendo el cosmos creado así como a sus habitantes». El epílogo de esta remembranza, por eso, debe llegar desde la Secuencia de Pentecostés: “Veni Sancte Spiritus & Alleluia”.

Pentecostés

Se cierra una era y se abre otra. Empieza la del Espíritu. Dios se vuelve de nuevo invisible al ojo humano haciéndose presencia de amor y confidente y delicada voz dentro del que lo busca.

Resulta Pentecostés así la cumplida promesa de quien se apareció resucitado, entre saludos de paz y haces luz, a sus discípulos. Viento y fuego para la Iglesia que nace; horizonte espacioso y energía evangelizadora del Jesús pascual que no cesa en el envío a través de sus misterios; Dios de nuevo con nosotros. La caridad, en él se enciende; la alegría, por él se recupera; la duda, con él se despeja; y gracias a él, en suma, las pruebas se vencen.

Es, por otra parte, Pentecostés célico impulso que ayuda a vivir como Jesús; viento recio que alerta de nuestra filiación divina; el Dedo de  Dios que baja en lenguas de fuego, que invita a la unidad, dispone a la gratitud y se hace dulce y divino don para la Iglesia, santa ella por asentada en su santidad, frágil y pecadora como sus hombres y mujeres de carne y hueso.

Adornados con sus dones y carismas al servicio de la comunión, Pentecostés consolida los vínculos fraternales, aleja el escándalo de Babel, sutura la división eclesial, acaba con la frialdad en las obras y con la cobardía frente al empuje de la fe.

Agradecemos a Dios en Pentecostés la diversidad de lenguas y culturas, porque sigue siendo en medio de la multiplicidad de pueblos el todo que nos hace a todos uno, que nos llama a la comunión entre hermanos; a ser generosos y desprendidos con los menesterosos,  conscientes de ser ricos no por lo que tenemos, sino por lo que somos capaces de compartir.

Sirve Pentecostés así para que afinemos el oído incluso dentro del mundanal ruido y nadie ni nada nos impida buscar el silencio interior y escuchar los gemidos de una tierra que se debate entre la luz y la oscuridad, entre la paz y la violencia, entre la riqueza y la pobreza, entre la fe y la increencia. Dios escucha los gemidos del mundo y a la vez nos pone sobre aviso de que no hay peor sordo que aquel que no quiere oír.

El Espíritu Santo transformó en la Pascua de Pentecostés a un grupo nada homogéneo de personas, muchas de ellas provenientes de lejanas tierras (Hch 2:5-11). Al tomar conciencia de la necesidad de mejorar nuestras relaciones, al empeñarnos en vivir un ecumenismo creíble, al esforzarnos con ahínco por actuar juntos en el servicio y la misión, el evento del primer Pentecostés nos anima a abrirnos de nuevo a la experiencia del Espíritu manifestada ese día, cuando los presentes cayeron en la cuenta de la nueva comunidad a la que desde entonces eran llamados.

Su fecunda experiencia se manifestó en un entusiasmo compartido gracias al Espíritu. Y lo expresaron con arreglo a sus respectivas culturas.

Fue también en este contexto pentecostal donde la palabra koinonía (comunión) se dejó sentir, según afirma el libro de los Hechos de los Apóstoles: «Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión (koinonía), a la fracción del pan y a las oraciones» (2:42).

Esta es la nueva vida de comunión que llega también hoy a nosotros como viento transformador de conductas con el mundo. Que Pentecostés anime este año a nuevos comienzos de renovado empeño con Dios. «No es difícil -asegura con acierto san Cirilo de Alejandría comentando el evangelio de san Juan-  percibir cómo transforma el Espíritu la imagen de aquellos en los que habita: del amor a las cosas terrenas, el Espíritu nos conduce a la esperanza de las cosas del cielo; y de la cobardía y la timidez, a la valentía y generosa intrepidez de espíritu.

Sin duda es así como encontramos a los discípulos, animados y fortalecidos por el Espíritu, de tal modo que no se dejaron vencer en absoluto por los ataques de los perseguidores, sino que se adhirieron con todas sus fuerzas al amor de Cristo» (Libro 10, 16, 6-7).

El Paráclito, nuestro Abogado y Defensor

La promesa y el desafío siguen vigentes: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra» (Hch 1:8).

Pentecostés refleja un sugestivo cuadro de las dos fuerzas propulsoras del movimiento cristiano: el Espíritu y la Palabra: ese llegar a los creyentes como regalo del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (Hch 2:33). La venida del Paráclito sobre la comunidad de fieles afianza el mensaje de salvación y acrecienta el poder emergente de la Gracia. Ya lo había anunciado el Espíritu Santo por los Profetas: «Vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán, y vuestros ancianos soñarán sueños, y vuestros jóvenes verán visiones» (Jl 3:1).

Hay motivo, pues, para el regocijo ante la presencia renovadora del Consolador, regalo de Dios para la Iglesia. Y sobrada razón de testimoniar a Cristo hasta los confines del orbe. Sea por ello nuestra oración:

Dios de Gracia, ven a nosotros y camina a nuestro lado para permanecer contigo reclinando el corazón en tu regazo de paz. Llénanos de esperanza y haz que logremos romper las barreras que se interponen y nos deprimen. Inspíranos durante el viaje la humildad del encuentro y el gozo del diálogo. Que tu Espíritu, Señor, fortalezca nuestra función profética; sea, cuando lo necesitemos, suave brisa de consuelo y seguridad, y cuando estemos demasiado cómodos y debamos hablar con firmeza, fuerte viento de valor y gran coraje de juventud.

Que tu paz vivificadora llegue a personas, iglesias, líderes políticos, religiones, naciones y estados. Que tu poder gobernando el mundo nos impulse a unir nuestras manos y a declarar la libertad que viene de tu amor. Derrama tus bendiciones anunciando la buena nueva de la justicia, el servicio y la aceptación. Amén.

«Se llenaron todos de Espíritu Santo» (Hch 2,4). Derramado sobre el mundo en Pentecostés para permanecer en él, le ha otorgado al mundo la virtud de la transfiguración y la fuerza de la resurrección: con su viento «impetuoso», la Iglesia experimenta el soplo divino del Espíritu Septiforme, que precede y acompaña a los evangelizadores y penetra en el alma de quienes lo escuchan. Con él y en él, la Iglesia llega hasta los confines de la tierra por siglos sin fin de la historia.

La Iglesia deviene en Pentecostés misionera porque nace del Padre, que envió a Cristo al mundo; del Hijo que, muerto y resucitado, envió a los Apóstoles a las naciones todas; y del Espíritu Santo, que infunde la luz y la fuerza necesarias para cumplir esa misión.

Y en su faceta misionera la Iglesia es también imagen de la santísima Trinidad: refleja en la historia la sobreabundante fecundidad propia de Dios, manantial subsistente de amor que engendra vida y comunión. Con su presencia y su acción en el mundo, propaga entre los hombres este misterioso dinamismo, difundiendo el reino de Dios, que es «justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo» (Rm 14, 17). 

Animados de firme esperanza, digamos con san Juan XXIII: «Oh, Espíritu Santo Paráclito, [...] haz fuerte y continua la oración que elevamos en nombre del mundo entero; apresura para cada uno de nosotros el tiempo de una profunda vida interior; impulsa nuestro apostolado, que quiere llegar a todos los hombres y a todos los pueblos [...] Mortifica nuestra presunción natural, y llévanos a las regiones de la santa humildad, del verdadero temor de Dios y de la generosa valentía.

Que ningún vínculo terreno nos impida cumplir nuestra vocación; que ningún interés, por nuestra indolencia, disminuya las exigencias de la justicia; y que ningún cálculo reduzca los inmensos espacios de la caridad en las estrecheces de los pequeños egoísmos.

Que en nosotros todo sea grande:  la búsqueda y el culto de la verdad; la disposición al sacrificio hasta la cruz y la muerte; y, por último, que todo corresponda a la extrema oración del Hijo al Padre celestial; y a la efusión que de ti, oh Espíritu Santo de amor, el Padre y el Hijo quisieron hacer sobre la Iglesia y sobre sus instituciones, sobre cada alma y sobre los pueblos» (Discursos, mensajes y coloquios, IV, p. 350).

Aunque la Iglesia primitiva era una comunidad multicultural y plurilingüe, los cristianos llegaron a entender en Pentecostés que «estamos llamados a hablar con una sola voz, a amar con un solo corazón y a actuar en la unidad». La orientación del Espíritu es más necesaria hoy que nunca: en todos los tiempos, y cada vez más al correr de los siglos, nuestra especie ha intentado manipular las fuerzas del universo.

Con tal ansia de poder, corremos el riesgo de provocar el caos y la catástrofe. Este estado de cosas, en efecto, se manifiesta en un mundo donde un país y sus pocos aliados han perpetrado la invasión ilegítima de Ucrania, asestando con premeditado propósito y alevosía un duro golpe a los instrumentos reconocidos del orden internacional, a la paz y a la justicia.

El Espíritu, no obstante, viene para reanimar a la entera creación, «sosteniendo el cosmos creado así como a sus habitantes». El epílogo de esta remembranza, por eso, debe llegar desde la Secuencia de Pentecostés: Veni Sancte Spiritus & Alleluia.

Pentecostés

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