«Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único»



Redonda frase la que hoy proclama en el Evangelio este IV Domingo de Cuaresma Ciclo B (Jn 3,16). Propia de las fuentes mismas de la Revelación, del Nuevo Testamento en concreto. Resume, sintetiza y compendia la vida entera de Jesús. Pocas habrá que se le puedan comparar en densidad conceptual, fuerza definitoria, alcance neumático y verdad mística.

Porque gracias al Espíritu Santo, que nos ayuda a comprender las palabras de Jesús y nos guía a la verdad completa (cf. Jn 14, 26; 16, 13), los creyentes podemos conocer, digámoslo así, la intimidad misma de Dios, descubriendo que él no es soledad infinita, sino, al contrario, comunión de luz y de amor, vida dada y recibida en un diálogo eterno entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo, a la vez, según san Agustín, Amante, Amado y Amor.

Nadie en este mundo puede ver a Dios. Él mismo, sin embargo, se dio a conocer de suerte que podemos con el apóstol san Juan afirmar: «Dios es amor» (1 Jn 4, 8. 16), «hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él» (Deus caritas est, 1; cf. 1 Jn 4, 16). Quien se encuentra con Cristo y entra en relación de amistad con Él, acoge en su alma la misma comunión trinitaria, según la promesa de Jesús a los discípulos: «Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos morada en él» (Jn 14, 23). Simplifica esto a las mil maravillas la expresión teológica que solemos denominar In-habitación de la Santísima Trinidad.

Para quien tiene fe, el universo todo habla de Dios uno y trino. Desde los espacios interestelares hasta las partículas microscópicas, cuanto existe remite a un Ser que se comunica en la multiplicidad y variedad de los elementos, como en una inmensa sinfonía. Esto lo bordó en su antropología san Ireneo de Lyon con el argumento de la recapitulación. Y lo hizo paradigma de la suya el inmortal Fray Luis de León cuando escribió con inimitable elegancia lírica que Jesucristo es lo armonía del mundo y la consonancia de todas las cosas.

Los seres todos, en efecto, están ordenados según el dinamismo armonioso, que podemos llamar, analógicamente por supuesto, «amor». Pero sólo en la persona humana, libre y racional, llega este dinamismo a ser espiritual, amor responsable, como respuesta a Dios y al prójimo en sincera entrega de sí. En este amor, por lo demás, el ser humano encuentra su verdad y su felicidad, su delicia y su querencia. A Benedicto XVI le place destacar, entre las diversas analogías del misterio inefable de Dios uno y trino, la de la familia, llamada a ser comunidad de amor y de vida, en que la diversidad debe contribuir a formar una «parábola de comunión».



Dentro de la Iglesia de Jerusalén, Juan, hijo de Zebedeo, ocupó un puesto importante en la dirección del primer grupo de cristianos. Según la tradición, es «el discípulo predilecto», que se recuesta sobre el pecho del Maestro durante la última Cena (cf. Jn 13, 25), quien supo estar al pie de la cruz junto a la Madre de Jesús (cf. Jn 19, 25); el testigo, en fin, tanto de la tumba vacía como de la presencia del Resucitado (cf. Jn 20, 2; 21, 7).

Desea el Señor que cada uno de nosotros llegue a ser un discípulo que viva una amistad personal con Él. Para lograrlo, no basta seguirlo y escucharlo exteriormente; hay también que vivir con Él y como Él. Esto, claro está, sólo es posible en el marco de una relación de gran familiaridad, impregnada del calor de una confianza suma. Es cabalmente lo que sucede entre amigos: por esto, Jesús dijo un día: «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos. (...) No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15, 13. 15). Pero sigamos al hilo de Juan.

En la iconografía bizantina se representa a san Juan muy anciano y en intensa contemplación, con la actitud de quien invita al silencio. Sin adecuado recogimiento, en efecto, no es posible acercarse al misterio supremo de Dios y a su revelación. Quizás esto explique la confidencia del Patriarca ecuménico de Constantinopla, Atenágoras, al teólogo ortodoxo Olivier Clément: «Juan se halla en el origen de nuestra más elevada espiritualidad. Como él, los «silenciosos» conocen ese misterioso intercambio de corazones, invocan la presencia de Juan y su corazón se enciende» (Dialoghi con Atenagora, Turín 1972, p. 159). La de san Juan, por eso, es verdadera escuela de amor, donde aprendemos a sentirnos amados por Cristo «hasta el extremo» (Jn 13,1).

El Evangelio completa esta revelación de amor, particularmente con la expresión de Jesús que Juan aporta: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (3, 16). En el mundo reina el mal, el egoísmo, la maldad, y Dios podría venir para juzgar a este mundo, para destruir el mal, para castigar a aquellos que obran en las tinieblas. En cambio, muestra que ama al mundo, que ama al hombre, no obstante su pecado, y envía lo más valioso que tiene: su Hijo unigénito. Y no sólo lo envía, sino que lo dona al mundo. Jesús es el Hijo de Dios que nació por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación; que vivió por nosotros; que curó a los enfermos, perdonó los pecados y acogió a todos.

Respondiendo al amor del Padre, el Hijo dio su propia vida por nosotros: en la cruz el amor misericordioso de Dios alcanza el culmen. Y es en la cruz donde el Hijo de Dios nos obtiene la participación en la vida eterna, que se nos comunica con el don del Espíritu Santo. Así, en el misterio de la cruz están presentes las tres Personas adorables: el Padre, que dona a su Hijo unigénito para la salvación del mundo; el Hijo, que cumple hasta el fondo el designio del Padre; y el Espíritu Santo —derramado por Jesús en el momento de la muerte— que viene a hacernos partícipes de la vida divina, a transformar nuestra existencia, para que esté animada por el amor divino.

De haber sido por nuestros méritos, es harto probable que nunca Dios nos hubiera rescatado ni salvado. No envió Dios a Cristo, su Hijo, pues, por mérito nuestro alguno, sino básicamente por su amor, su bondad, su misericordia. A bote pronto cuesta entenderlo así, es cierto, debido sobremanera a que muchas veces tratamos de pensar en Dios como si lo hiciéramos en cualquier ser humano, como si Dios se comportara como nosotros, siendo así que nosotros, normalmente, amamos tan sólo a quienes nos aman.

De ahí el inmenso esfuerzo por entender que el amor de Dios es gratuito, totalmente liberal, que no espera méritos previos para entregarse, sino que, al contrario, incluso parece que se entregara con mayor generosidad cuando el pecado es grande, cuando ha hecho que el ser humano caiga en lo más bajo. La caridad, nótese bien esto, jamás se deja ganar en generosidad y amor.

De ahí también que esta frase del Evangelio de Juan pueda resumir perfectamente cualquier evangelio, como si fuese su esencia: tanto ha amado Dios al mundo que nos ha entregado a su propio Hijo. Y esta entrega del Hijo ha sido para nosotros reconciliadora, liberadora, renovadora, sanadora y salvadora. En Cristo hemos recibido un mundo nuevo, nos ha ganado el don de la luz, de la gracia, de la fuerza de Dios. Y en virtud de este don, también nosotros podemos andar un camino nuevo, vivir una vida nueva, cantar el cántico nuevo y hacernos herederos de la misma gloria del Hijo. San Juan, sin embargo, puntualiza que viniendo la luz al mundo, los hombres prefirieron la tiniebla porque sus obras eran malas.

Semejante aserto implica que la única posibilidad de convertirnos al amor de Dios es aceptarlo, dejar que nos ame, entender que por nosotros mismos nunca seremos capaces de sacar nuestra vida adelante. Hemos, por tanto, de ponernos en las manos de Dios que nos ama, lo cual significa seguir a Cristo, aceptar a Cristo y su Evangelio y conformar nuestra vida a la suya.



Tenemos delante, bien claro está, una de las frases más bellas y consoladoras de la Biblia: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna». Dicho de otra manera: para hablarnos de su amor, Dios se ha servido de las experiencias de amor que el hombre tiene en el ámbito natural.

Y así, Dios nos habla, en la Biblia, de su amor a través de la imagen del amor paterno, hecho de estímulo, de impulso, de suprema entrega. El padre quiere hacer crecer al hijo, empujándole a dar lo mejor de sí. De ahí que a un padre se le haga difícil alabar incondicionalmente al hijo en su presencia. Teme que se crea cumplido y no se esfuerce más. Rasgo del amor paterno es también la corrección. Pero un verdadero padre es asimismo aquel que da libertad, seguridad al hijo, que le hace sentirse protegido en la vida. He aquí por qué Dios se presenta al hombre, a lo largo de toda la revelación, como su «roca y baluarte», «fortaleza siempre cerca en las angustias».

Otras veces Dios nos habla con la imagen del amor materno: « ¿Acaso olvida una mujer a su niño, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ésas llegasen a olvidar, yo no te olvido» (Is 49,15). El amor de la madre está hecho de acogida, compasión, ternura, regazo: lo podríamos definir entero con este solo vocablo: «entrañable». Las madres son siempre un poco cómplices de los hijos y a menudo deben defenderles e interceder por ellos ante el padre. Se habla del poder de Dios y de su fuerza; pero la Biblia nos habla también de una debilidad de Dios, de una impotencia suya. Es la «debilidad» materna.

El hombre conoce por experiencia otro tipo de amor, el amor esponsal, del que se dice que es «fuerte como la muerte» y cuyas llamas «son flechas de fuego» (Ct 8, 6). Y también a este tipo de amor ha recurrido Dios para convencernos de su apasionado amor por nosotros. La Biblia emplea todos los términos típicos del amor entre hombre y mujer, incluido el de «seducción», para describir el amor de Dios por el hombre. Una delicia, la de este lenguaje.

Y bien, resulta que Jesús llevó a cumplimiento todas estas formas de amor, paterno, materno, esponsal (¡cuántas veces se ha comparado a un esposo!); pero les añadió otra más: el amor de amistad. Decía a sus discípulos: «No os llamo ya siervos... a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15, 15).

¿Qué es entonces la amistad? La puede constituir un vínculo más fuerte que el parentesco mismo. El parentesco consiste en tener la misma sangre. La amistad, en cambio, en tener los mismos gustos, ideales, intereses. Nace de la confidencia, esto es, del hecho de que confío a otro lo más íntimo y personal de mis pensamientos y experiencias.

« Tanto amó Dios al género humano que entregó a su hijo unigénito por la vida del mundo (cf. Jn 3,16). Si el Padre no nos hubiese entregado la vida, no tendríamos vida. Si la vida no hubiese muerto, no se hubiese dado muerte a la muerte. El mismo Cristo el Señor es la vida de la que dice el evangelista Juan: «Y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en la tinieblas, y las tinieblas no la vencieron» (Jn 1,4-5).

No es otro el fin de la catequesis cuaresmal que avanzar en la inteligencia del misterio de Cristo y vivirlo en su plenitud. El primero de Cuaresma fue definido el domingo de las tentaciones pero también cabría decir de las consolaciones. El segundo, La Transfiguración, con sus tres fines según san León Magno: Alejar el escándalo de la cruz; Fundamentar la esperanza de la Santa Iglesia; y Revelar a Cristo como Palabra de Dios, teniendo en cuenta que Jesús es esa Palabra: Este es mi Hijo…escuchadlo. También nos habla Cristo en la catequesis cuaresmal del tercer domingo –Jesús y el templo– de adorar a Dios en espíritu y en verdad. Este cuarto domingo, en fin, es, de alguna manera, la síntesis y corona de los anteriores al versar del amor: la liberación del pueblo de Dios por la Cruz.



Es tan grande el amor de Dios al hombre, que lo ha librado gratuitamente, o sea sin mérito alguno del hombre, sólo por pura gracia divina, porque «Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo» (Ef 2,4). San Agustín lo resume admirablemente con una de sus frases maestras: «La vida murió, la vida permaneció, la vida resucitó, y dando muerte a la muerte, con su muerte nos aportó la vida» (Sermón 265, 4-5).

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