La conversión de san Agustín



1. Conversión del «Tolle lege». - La Orden de San Agustín celebra el 24 de abril la conversión de su Padre y Fundador. Agustín de Hipona, en efecto, forma parte del ejército de convertidos que encabeza san Pablo. Santos de grandes semejanzas, espíritus ardientes uno y otro, genios incomparables los dos, estamos ante vidas iluminadas por una conversión insólita. Si el diapasón de la música paulina es Damasco, el de la agustiniana es Milán. Hasta en su encuentro con la Gracia se parecen. En el Discípulo de Gamaliel resuena «Saulo, Saulo» (Hch 22, 3-16). En el Neoplatónico de Tagaste, «Tolle lege, tolle lege» (Conf 8, 12,29). De un perseguidor de Cristo, nace en Damasco el Apóstol de los Gentiles. De un contestador de la Iglesia, sale en Milán su más grande Padre y Doctor.

La del Obispo de Hipona fue conversión singular, pues «no se trató de una conquista de la fe católica, sino de una reconquista. La había perdido, convencido, al perderla, de que no abandonaba a Cristo, sino más bien a la Iglesia» (San Juan Pablo II, Augustinum Hipponensem.I. La conversión), fenómeno inexistente en san Pablo. Conversión la suya intelectual primero y cordial después. Como la del beato Newman, por ejemplo, quien verá en la de san Agustín «un acontecimiento único en su género, dejada aparte la conversión de san Pablo».

Para esta hora de permanente propaganda y manipulación del lenguaje importa destacar el decisivo papel que la lectura jugó en dicha «mudanza». Y hablando de lectura, no sobrará que incorporemos hoy ese complejo mundo de la informática, los medios, las redes sociales. Con el brillante prosista y mediocre filósofo Cicerón, Agustín se abrió camino hacia la búsqueda. Las cosas al principio no rodaron bien por falta de asesoramiento. Más tarde, sin embargo, los neoplatónicos harían con él muchos kilómetros de gozoso retorno a Dios.

Genial san Pablo abriendo las alas de su discípulo de Hipona en aquel vuelo hacia la cumbre ascética del «Tolle lege». Porque la dramática escena del jardín no debe plantearse –¡¡y yerran tantos!!-, entre ser pagano o ser cristiano –que en ese momento ya lo era-, sino entre ser cristiano dentro del matrimonio, o serlo consagrado a Dios en la vida religiosa. Repetidas veces, además, afirma que debe la conversión a las oraciones y lágrimas de su madre. Mónica, en efecto, viuda rediviva de Naín, había llorado la muerte espiritual del hijo. Seguido por tierra y por mar, había creído como caída del cielo la consoladora frase de un sabio prelado –«no es posible que se pierda el hijo de tantas lágrimas» (Conf. 3, 12,21)-, y su oración, además de escuchada, obtuvo cien veces más de lo que pedía (Conf. 8, 12,30).

2. Conversión intelectual, eclesial, monástica. - La conversión de san Agustín se inscribe entre las que presentan dos fases: una, de alejamiento hasta el abismo del error; y otra, de retorno hasta el feliz encuentro con la verdad. De ahí sus facetas intelectual, eclesial y monástica, esta última la meta adonde el convertido y bautizado de Casiciaco-Milán llega. Pero la eclesial había determinado antes el punto culminante de retorno a la Verdad, algo que, de no existir, haría impensable la monástica. Y en cuanto a la intelectual, es la primera: esa que, llevada a efecto, da paso a la eclesial y a la monástica.

Desde el punto de vista religioso-intelectual: su problema, según él mismo precisa, desaparece una vez conocida la Patria, Dios, y el Camino hacia ella, Cristo. Lo que a partir de entonces le preocupa no es, en definitiva, estar más seguro de Dios, sino más estable en Dios. Más que cosa de ideas, será conversión de esas ideas en vida. El suyo, por eso, es problema de voluntad. De ahí que el problema religioso, en cambio, dicho lo dicho, todavía persista, teniendo en cuenta que ha descubierto el Camino, sí, pero no acaba de animarse a caminar. Se lo impiden las tres apetencias residuales en su vida: no se siente ya tan esclavo del dinero ni de los honores, no; pero sí de la carne.

3. Conversión y conversiones. - San Agustín tampoco es que se convierta a Cristo, de quien nunca llegó a desentenderse, sino a la Iglesia católica. Ni siquiera sería correcto afirmar que la del «Tolle lege» fue conversión al catolicismo –adonde, por cierto, ya había llegado y en donde, de hecho, siguió trabajando sin darse un punto de sosiego-, sino más bien a la vida monástica dentro de la Iglesia católica. De ahí la jubilosa reacción de santa Mónica su madre al comprobar que sus oraciones le habían reportado «un gozo mucho más pleno de lo que ella había deseado» (Conf. 8, 12,30).

Cuando Agustín escriba las Confesiones y rememore, ya obispo maduro él, estos hechos remotos en el tiempo, sabrá de sobra que el bautismo es sacramento que regenera al hombre, le hace partícipe de la divina naturaleza, transforma radicalmente su persona toda. Recuerda sin duda que, recibidas las aguas bautismales, pudo por fin abrirse de lleno a Dios; y la divina gracia en él, por su parte, hacerle ansiar en plenitud lo que hasta entonces había querido (o podido querer) solo de modo parcial e incompleto.

4. Convertido, aprendió y enseñó a seguir convirtiéndose. - La gran lección del convertido Neoplatónico de Tagaste y luego genial Obispo de Hipona es que quien busca a Dios, aunque por el camino tropiece, acaba encontrando a Dios. Lo medular de su teología y de su mística se reduce a puro dinamismo y a proceso de conversión sin tregua, pues «Aquel a quien hay que encontrar está oculto para que le sigamos buscando» (Sobre el Evangelio de San Juan, tr. 63,1). Preciosa consigna, esta de la conversión permanente, que el hijo de santa Mónica, Santo del corazón inquieto, transmite al hombre a menudo estresado de nuestros días. Fue y permaneció siempre gran convertido. Grande por los admirables efectos que la conversión obró en su vida, grande por la actitud constante de humilde adhesión a Dios, grande por la fe ilimitada en la gracia divina. Desde sus Confesiones, pues, sigue gritándole al hombre de hoy: «Tolle lege». Se lo dice con la Dei Verbum del Vaticano II: «Toma y lee» (la divina Palabra).

La fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y comunica en cuanto experiencia de gracia y gozo. Nos hace fecundos, sí, porque ensancha el corazón en la esperanza y permite dar un testimonio fructuoso: en efecto, abre el corazón y la mente de los que escuchan para acoger la invitación del Señor a aceptar su Palabra y ser sus discípulos. Lo afirma de modo incontestable Agustín de Hipona cuando afirma que los creyentes «se fortalecen creyendo» (Utilidad de la fe, 1,2).

Esta exigencia constituye una invitación permanente, inscrita de manera indeleble en el corazón humano, a ponerse en camino para encontrar a Aquel que no buscaríamos si Él no hubiera ya venido. La fe nos invita y abre por entero a este encuentro. El hombre, por eso mismo, incluso el desentendido y frío, el increyente cabría decir también, está abocado a, más pronto o más tarde, un encuentro con esta exigencia, en la cual, por lo demás, el protagonismo principal, insisto, es de Dios. «Me convertiste a ti», dirá bien asido al Salmo 50,15 (Conf. 8, 30).

Otra maravillosa lección de la conversión agustiniana para el hombre posmoderno estriba en lo que podríamos denominar oculta presencia divina, o presencia escondida de Dios: «Tú estabas dentro de mí –confiesa en una de sus frases inmortales- y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no lo estaba contigo» (Conf. 10, 27,38). He ahí la desdicha del que creyendo tenerlo todo, en el fondo del corazón, por el contrario, está vacío. Es el peligro que acecha de modo constante hasta meter el hocico entre los tobillos del hombre insatisfecho, extrovertido y proteico de nuestros días.

5. Buscar convirtiéndose y convertirse buscando. - San Agustín, de cuyo magisterio nunca me canso de aprender, planteó su vida como búsqueda. Y no una cualquiera, no, sino la enderezada a la conversión creciente y en todo momento sublime y fructífera de puro inacabada. Sin esta clave maestra, serían inútiles las ansias de entender a fondo su conversión. Por eso es el santo de la perfección perfectible: el que, una vez convertido, siguió convirtiéndose. Por eso también es el santo entrañable que hoy tanto enseña y tanto dice a esta sociedad posmoderna, como si con ello pretendiese que también nosotros, llevados del indecible gusto que en la fascinante asignatura de la interioridad podemos sentir, avancemos en un diario proceso de catarsis ininterrumpida. De ahí que, como el mismo papa Francisco dijo al Capítulo general de los Agustinos (28.8.2013), sea, en resumen, el santo de la triple inquietud, a saber: inquietud de la búsqueda espiritual, inquietud del encuentro con Dios e inquietud del amor.



En el año 2001 tuvo lugar en Argelia, a iniciativa precisamente de, entre otros, su presidente musulmán Abdelaziz Bouteflika, un coloquio internacional sobre africanidad y universalidad de san Agustín. A un agustinólogo como el que esto firma, le consuela saber que algunos círculos religiosos altamente cualificados de dicha cumbre, Argelia sobre todo, país con el 98% de confesión musulmana, supieron reconocer en el Hiponense al más célebre representante de la Iglesia católica y de la literatura religiosa de lengua latina (Augustinus Afer, Saint Augustin: africanité et universalité. Éd. Universitaires Fribourg 2003, vol. 1, p. 15), al arquitecto d’un parthénon littéraire (p. 10); al hoy ciudadano del mundo entero y, en resumen, a le plus grand maître après les Apôtres de l’Église catholique (p. 11). Por eso, cada vez que uno se adentra en el profundo sentido de su conversión y en ella se ve, de alguna manera, reflejado, no puede por menos de exclamar con la entera civilización occidental, por no decir del mundo cristiano todo: «Augustinus, semper noster!».
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