El don de fortaleza



Mucho nos hace falta en esta Iglesia del siglo XXI el don de fortaleza. No parece sino que el mundo turbio y hostil que nos acosa hubiera desatado su escuadrón de insidias para socavar los cimientos del cristianismo, perseguido por los cuadrantes todos del orbe, una veces más, otras menos, con persecución satánica por medio en ocasiones, de forma sutil y sibilina, aunque igualmente devastadora, en otros momentos. Es la de tantos cristianos, sobre todo en el Oriente Medio, una sangre sin fin que se derrama. Sangre que, precisamente gracias al Espíritu Santo y su don de fortaleza, por Cristo es derramada, cumpliéndose así el requisito que san Agustín exige para que un final violento sea martirio. Christi martyrem non facit poena, sed causa («Al mártir no lo hace la pena, sino la causa»: C.Cr. 3, 47,51; In Ps. 34, II, 13; Langa, P., n.18: San Agustín y su concepto del martirio frente a los donatistas: BAC 498 [Madrid 1988] 871-873).

El Decretum Damasi pone en cuarto lugar el «Espíritu de fortaleza: Fuerza de Dios y sabiduría de Dios (1 Co 1,24)» (Denz. 83). Es el don de fortaleza, por tanto, un hábito sobrenatural como los otros dones, pero cuya específica finalidad no contempla sino robustecer al alma para que practique, por instinto del Espíritu Santo, toda clase de virtudes heroicas, y lo haga, además, con interior ardimiento e invencible confianza en superar las mayores dificultades que puedan surgir.

El don de fortaleza es absolutamente necesario para la perfección de las virtudes infusas, particularmente la homónima, y a veces, incluso, para la simple permanencia en el estado de gracia. Cosa clara y sabida es que la virtud de la fortaleza se extiende a los mismos objetos que el don. Ocurre, sin embargo, que, pese a todo, deja en el alma cierta flaqueza, o flojedad, de suerte que para vencer los obstáculos, desafiar los peligros, soportar la adversidad, la susodicha virtud se funda, en parte, sobre recursos humanos y, en parte también, sobre los sobrenaturales y divinos.

Acontece asimismo, por otra parte, que, siendo meramente virtud, no posee nunca del todo estos últimos y obra siempre de modo humano. Y bien, esta impotencia de la virtud de fortaleza es la que viene a suplir el don, quitando al hombre aquella duda instintiva o flojedad. Para este fin, el don se vale de la fortaleza de Dios, como si fuera la suya. O, más bien: el Espíritu Santo, debido a su moción interior, es quien nos reviste de su poder y nos ayuda con su divina energía al logro de nuestro fin.

No pocos especialistas sostienen que el profeta Isaías enumera juntamente los dones de consejo y de fortaleza, el primero para iluminar el espíritu, y el otro para fortalecer el corazón. Entre sus admirables efectos cabe señalar, como especialmente significativos, proporcionar al alma una energía inquebrantable en la práctica de la virtud. Es al respecto ya clásico el fragmento de la doctora santa Teresa de Jesús en Camino de perfección: «Digo que importa mucho, y el todo, una grande y muy determinada determinación de no parar hasta llegar a ella (la perfección), venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, trabájese lo que se trabajare, murmure quien murmurare, siquiera llegue allá, siquiera se muera en el camino o no tenga corazón para los trabajos que hay en él, siquiera se hunda el mundo» (21,2).

Merecen asimismo relieve, entre sus notables efectos, los que siguen: destruir por completo la tibieza en el servicio de Dios, así como hacer al alma intrépida y valiente ante toda clase de peligros o enemigos. ¿Cómo entender, si no, el cambio espectacular de los Apóstoles el mismo día de Pentecostés? Resulta que un Pedro, que le había negado tres veces, y un montón de discípulos dispersos y erráticos a consecuencia del escándalo de la Cruz, en la clara mañana de Pentecostés se presentan al pueblo con entereza y valentía sobrehumanas, sin el menor atisbo de timidez o la más mínima dosis de encogimiento. ¿Cómo explicarse todo esto de no ser por el don de fortaleza?

Los Hechos ensalzan el ardor y valentía de los discípulos. A los jefes de la Sinagoga que pretendían prohibirles predicar en nombre de Jesús, replican: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (5,29). Apaleados y ultrajados, ellos, no obstante, salen de la presencia del Sanedrín «contentos por haber sido considerados dignos de sufrir ultrajes por el Nombre» (5,29), o sea Cristo, es decir, «el Nombre que está sobre todo nombre»: el nombre de «Señor», hasta entonces reservado a Dios (cf. Flp 2,9-11).

Al don de fortaleza se opone de todos modos, según san Gregorio Magno, el temor desordenado o timidez, acompañado muchas veces de cierta flojedad natural, que proviene del amor a la propia comodidad, y que nos impide emprender grandes cosas por la gloria de Dios y nos impulsa a huir de la abyección y del dolor (cf. Mor. 49).

Claro es que, a semejanza de los otros dones, también este cuenta con medios apropiados para su estímulo, como: acostumbrarnos al cumplimiento exacto del deber pese a todas las repugnancias; no pedir a Dios que nos quite la cruz, no; sólo que nos dé fuerza para sobrellevarla santamente, teniendo bien sabido que Dios nunca se deja vencer en generosidad. Asimismo, practicar con valentía -o quién sabe si debilidad- mortificaciones voluntarias: el que se abraza voluntariamente con el dolor termina por hacerse fuerte, y más pronto que tarde acaba por no temblarle el pulso ni doblegarse jamás a él cuando se presenta. ¿Y qué decir de la Eucaristía? Suele afirmarse que es el pan de los ángeles, y es verdad, pero muy bien pudiéramos añadir que es también el pan de los fuertes. Los textos bíblicos al respecto son innumerables.

La Secuencia de Pentecostés suena elocuente y animadora: Veni, Sancte Spiritus! («Ven, Espíritu Santo »; «reparte tus siete dones según la fe de tus siervos»). Entre tales dones sobresale el de fortaleza. En nuestro tiempo muchos exaltan la fuerza física, llegando incluso a aprobar las manifestaciones extremas de la violencia. En realidad, el hombre experimenta cada día la propia debilidad, especialmente en el campo espiritual y moral, cediendo a los impulsos de las pasiones internas y a las presiones que sobre él ejerce el entorno.

Y bien, para resistir a estas instigaciones y cavernas del sentido necesaria es la virtud de la fortaleza, una de las cuatro cardinales que sustentan el edificio de la vida moral: la fortaleza es la virtud de quien no se aviene a componendas en el cumplimiento del deber. Desdichadamente tal virtud encuentra poco espacio en una sociedad como la nuestra, en la que está difundida la práctica tanto del ceder y del acomodarse como la del atropello y de la dureza en las relaciones económicas, sociales y políticas. La timidez y la agresividad son dos formas de falta de fortaleza que, a menudo, se encuentran en el comportamiento humano, con la consiguiente repetición del lamentable espectáculo que ofrece quien es débil y vil con los poderosos, pero petulante y prepotente con los indefensos.

De ahí que nunca como hoy la virtud moral de la fortaleza tenga necesidad de ser sostenida por el homónimo don del Espíritu Santo. El don de la fortaleza es un impulso sobrenatural, que da vigor al alma no sólo en momentos dramáticos como el del martirio, sino también en las habituales condiciones de dificultad: en la lucha por permanecer coherentes con los propios principios; en el soportar ofensas y ataques injustos; en la perseverancia valiente, incluso entre incomprensiones y hostilidades, en el camino de la verdad y de la honradez.




Cuando experimentamos, como Jesús en Getsemaní, «la debilidad de la carne" (cf. Mt 26, 41; Mc 14, 38), es decir, de la naturaleza humana sometida a las enfermedades físicas y psíquicas, tenemos que invocar del Espíritu Santo el don de la fortaleza para permanecer firmes y decididos en el camino del bien. Entonces podremos repetir con san Pablo: «Me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas por Cristo; pues, cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte» (2 Co 12, 10). Clara disposición, en fin, al martirio; ferviente amor a Cristo; actuación inequívoca del don de fortaleza.
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