Te hago luz de las naciones




Las recientes fiestas de Navidad discurrieron envueltas en luz y amor. Desde la Noche Buena hasta la Epifanía del Señor, pasando por los misterios de la Sagrada Familia y la maternidad divina de María, comprendida la misma Jornada mundial de la Paz, todo, a la postre, resultó incesante canto a la luz, desposorio con el divino resplandor del Cielo, un encaminar los pasos hacia el Portal de Belén, ya con los pastores, ya con los Magos, dirigidos siempre lo mismo unos que otros, bien por una estrella, bien por la señal de los ángeles, bien, en fin, por la luz interior de las Sagradas Escrituras, donde se nos recuerda una y otra vez el cumplimiento de los oráculos de los profetas.

Acaso ningún ciclo litúrgico como el de la Navidad para cantar que Cristo es Luz de las naciones (Lumen gentium). El Concilio Vaticano II no puede ser más elocuente abriendo su Constitución sobre la Iglesia: «Cristo es la luz de los pueblos. Por ello este sacrosanto Sínodo, reunido en el Espíritu Santo, desea ardientemente iluminar a todos los hombres, anunciando el Evangelio a toda criatura (cf. Marcos 16,15), con la claridad de Cristo, que resplandece sobre la faz de la Iglesia» (Lumen gentium, 1). Son los navideños, en fin, días especialmente indicados para probar con san Basilio que «el resplandor de la belleza divina es algo absolutamente inefable e inenarrable» (De la Regla monástica mayor, Respuesta 2).



Cristo es la luz de las naciones que ha venido a rescatarnos de la oscuridad de nuestros pecados (cf. Isaías 49, 3. 5-6). Y lo va a hacer desde la obediencia a la voluntad de Dios en todo, hasta la ofrenda de su vida en la cruz: «Aquí estoy, Señor para hacer tu voluntad» (Salmo 39). Ese ha de ser nuestro propósito –repárese bien en ello- cuando pedimos en el Padrenuestro: «Hágase tu voluntad». Él es el Cordero que quita el pecado del mundo a quien invocamos en el rito de la comunión pidiéndole que tenga piedad de nosotros y nos dé su paz. Él es el Hijo de Dios que nos ha bautizado con el Espíritu Santo. Aquel a quien Juan Bautista el Precursor apunta delante de sus discípulos: «He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Juan 1, 29-34: v. 29).

Pero « ¿quién es éste, cordero y león a la vez? –se pregunta con su habitual agudeza en el manejo retórico de la antítesis san Agustín, para responder acto seguido-: En cuanto cordero, sufrió la muerte, y en cuanto león, la aniquiló. ¿Quién es éste, cordero y león a la vez? Manso y fuerte, amable y terrible, inocente y poderoso, silencioso al ser juzgado y rugiente al juzgar. ¿Quién es éste, cordero y león a la vez? Cordero en la pasión, león en la resurrección. ¿O fue cordero y león a la vez tanto en la pasión como en la resurrección? […] ¿Por qué es cordero en la pasión? Porque recibió la muerte sin iniquidad ninguna. ¿Por qué es león en la pasión? Porque, muerto, dio muerte a la muerte. ¿Por qué es cordero en la resurrección? Porque su inocencia es eterna. ¿Por qué es león en la resurrección? Porque es eterno su poder […] Este es el cordero que quita los pecados del mundo; éste es el león que vence a los reinos del mundo» (Sermón 375 A, 1-2).

De Jerusalén y de todas las partes de Judea a la redonda la gente acudía para escuchar a Juan Bautista y para hacerse bautizar por él en el río, confesando sus pecados (cf. Marcos 1,5). La fama del profeta que bautizaba –autoproclamado «la voz que clama en el desierto» (Juan 1,23)- creció hasta el extremo de que muchos se preguntaban si él era el Mesías. Pero él —subraya el evangelista— lo negó decididamente: «Yo no soy el Cristo» (Juan 1,20).

En cualquier caso, es el primer «testigo» de Jesús, habiendo recibido del cielo la indicación: «Aquel sobre quien veas que baja el Espíritu y se queda sobre él, ese es el que bautiza con Espíritu Santo» (Juan 1,33). Esto aconteció precisamente cuando Jesús, después de recibir el bautismo, salió del agua: Juan vio bajar sobre él al Espíritu como una paloma. Fue entonces cuando «conoció» la plena realidad de Jesús de Nazaret, y comenzó a «manifestarlo a Israel» (Juan 1,31), señalándolo como Hijo de Dios y redentor del hombre: «Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Juan 1,29).

Como auténtico profeta, Juan dio testimonio de la verdad sin componendas ni medias tintas, ni términos medios. Denunció las transgresiones de los mandamientos de Dios, incluso cuando los protagonistas eran los poderosos, que suelen ser los más torcidos y peligrosos. Así, cuando acusó de adulterio a Herodes y Herodías, pagó con su vida, coronando con el martirio su servicio a Cristo, que es la verdad en persona.

La vida de san Juan Bautista estuvo totalmente orientada a Cristo, como la de su madre, María. San Juan Bautista fue el precursor, la «voz» enviada a anunciar al Verbo encarnado. Conmemorar su nacimiento, pues, significa en realidad celebrar a Cristo, cumplimiento de las promesas de todos los profetas, entre los cuales el mayor fue el Bautista, llamado a «preparar el camino» delante del Mesías (cf. Mateo 11, 9-10).

En definitiva, la única razón de la comunidad cristiana es dar testimonio de Jesucristo. Estaría por eso fuera de lugar, además de ser una imprudencia, omitir de forma deliberada que no todo lo que vivimos y hacemos los creyentes testimonia a nuestro favor. La Iglesia puede atraer hacia Dios, pero también puede alejar. Si no somos testigos de Dios, tampoco manifestaremos su amor salvador.

Este es el gran problema de nuestro mundo: la falta de testigos vivos de Dios. Urge reconocer en tal sentido que no es bueno el hombre que solo es bueno, como tampoco es santo el hombre bueno que se contenta con no tener pecados. La virtud exige más que todo eso. Echemos hoy mano, por ejemplo, del problema al que ahora mismo la sociedad de esta hora convulsa y globalizada se enfrenta: los emigrantes.




Bien estará recordar, en efecto, que hoy es, también, la Jornada mundial de las migraciones; esa jornada del emigrante y del refugiado que cada año nos invita a reflexionar sobre la experiencia de tantos hombres y mujeres, y de tantas familias, que tienen que abandonar su propio país en busca de mejores condiciones de vida. Esta migración a veces es voluntaria, claro; otras veces, desdichadamente, es forzada por las guerras o las persecuciones, y con frecuencia, como sabemos, se realiza en circunstancias dramáticas.

Por esto, se instituyó el 14 de diciembre de 1950 el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, cuyo 11º Alto Comisionado, Filippo Grandi, tomó posesión del cargo el 1 de enero de 2016, una vez elegido por la Asamblea General de la ONU, por un periodo de cinco años, hasta diciembre de 2020.



Como Alto Comisionado dirige una de las organizaciones humanitarias más grandes a nivel mundial, organización que ha recibido en dos oportunidades el Premio Nobel de la Paz. Sus cerca de 9.700 funcionarios trabajan en 126 países brindando protección y asistencia a más de 60 millones de personas refugiadas, retornadas, desplazadas internas y apátridas. Cerca del 88 por ciento del personal de ACNUR trabaja en el terreno, con frecuencia en lugares alejados y peligrosos. Con base en el ejercicio anual de evaluación de las necesidades de la agencia, el presupuesto requerido para cubrir las operaciones del ACNUR para el 2016 fue de US$ 6,5 billones.

En la fiesta de la Sagrada Familia, inmediatamente después de Navidad, hechos todavía cercanos en la sagrada Liturgia, recordamos que también los padres de Jesús tuvieron que huir de su tierra y refugiarse en Egipto para salvar la vida de su niño: el Mesías, el Hijo de Dios fue un refugiado. La Iglesia, desde siempre, vive en su interior la experiencia de la migración. A veces, lamentablemente, los cristianos se ven obligados a abandonar su tierra, con sufrimiento, empobreciendo así a los países en los que han vivido sus antepasados, y saliendo a la aventura, a echarle un pulso al valor y al riesgo de la vida, expuestos a consecuencias imprevisibles.

Por otro lado, los desplazamientos voluntarios de los cristianos, por diferentes motivos, de una ciudad a otra, de un país a otro, de un continente a otro, son una ocasión para incrementar el dinamismo misionero de la Palabra de Dios y permiten que el testimonio de la fe circule más en el Cuerpo místico de Cristo, atravesando los pueblos y las culturas, y alcanzando nuevas fronteras, nuevos ambientes.

La meta del gran viaje de la humanidad a través de los siglos es formar una sola familia, naturalmente con todas las diferencias que la enriquecen, pero sin barreras interpuestas, reconociéndonos todos lo que somos, a saber: hermanos. El concilio Vaticano II afirma: «Todos los pueblos forman una única comunidad y tienen un mismo origen, puesto que Dios hizo habitar a todo el género humano sobre la entera faz de la tierra» (Nostra aetate, 1).

La Iglesia —insiste de nuevo el Concilio— «es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Lumen gentium, 1). Por esto, es fundamental que los cristianos, aunque esparcidos por el mundo todo y, a consecuencia precisamente de eso mismo, con diferentes culturas y tradiciones, sean, no obstante, uno, como quiere el Señor.

Que María, la Madre de Dios [la Theotokos, según la venerábamos en la celebración del 1 de enero], y Madre de la Iglesia, nos obtenga, además, avanzar en el camino recto hacia la plena comunión de todos los discípulos de Cristo. Es cuanto la «Semana de oración por la unidad de los cristianos» nos propone del 18 al 25 de enero. Este año se inspira en san Pablo: «Reconciliación. El amor de Cristo nos apremia (2 Corintios 5, 14)».

El Apóstol, en uno de sus saludos a los Corintios, les desea nada menos que esto: «A vosotros, gracia y paz de parte de Dios, Padre nuestro, y del Señor Jesucristo» (1 Corintios 1, 3). Ese Jesucristo a quien hoy celebramos como divina Luz, y el Vaticano II recordó en cuanto Lumen gentium en el mismo pórtico de la primera de sus Constituciones. Lo dijo Él mismo para siempre: «Yo soy la luz del mundo: el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida» (Juan 8, 12).

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