La hora de Jesús



Se le derramaba el corazón a raudales aquella tarde del Jueves Santo. El mundo de todos los siglos estaba agolpado allí, entre absorto y estremecido, a la espera del Paschale Sacramentum. Había llegado «su hora de pasar de este mundo al Padre» (Jn 13,1). Decretada con infinito amor por el Padre en el seno de la Trinidad adorable, era la suya, hora de la verdad, la del «pan vivo, bajado del cielo» (Jn 6,51), la de minutos eternos y angustia contenida, paradigma desde entonces de la que los humanos todos, más pronto o más tarde, tendremos que afrontar.

Si a cada santo le llega su hora, cuánto más al Santo de los santos que es Jesús. El sabio refranero asegura, y no para, que a la hora de la quema se verá el humo; y que a hora mala, perros no ladran; y que de doce a una corre la mala fortuna. Ya puesto en trance de inteligente locuacidad, dice y vuelve a decir el refrán que quien tiene una hora buena, no las tiene todas, pues si cada hora que pasa nos hiere, la última nos mata. No siempre acierta la sabiduría refranera, sin embargo, pero a veces pega un salto cualitativo y registra el repunte de dar en la diana de la verdad, como en este caso de Jesús, de quien podemos asegurar que en la tarde del Jueves Santo tenía las horas contadas, y al día siguiente, Viernes de Dolores, por la pelada cima del Calvario le había llegado corazón adentro la hora de las horas, o sea la de su glorificación.

Hora crítica, es cierto, oscura en quienes tramaban su muerte desde fuera, pero a la vez luminosa, como de quien, por fuera y por dentro, es Luz en medio de nuestras tinieblas y Vida de nuestra vida. La solemne circunstancia del Cenáculo exigía resumir divinamente, en la humildad del pan y del vino, cuanto se había predicado en tres años a voleo de sembradura y desde parábolas de viticultura. Había que enseñar la quintaesencia del servir amando y del amar sirviendo, esa hermosa y difícil catequesis de presidir en el servicio y de servir desde el amor. De ahí la carta fundacional del mandamiento nuevo, de la unidad visible de la Iglesia, del amor fraterno, del sacerdocio ministerial llamado a «dispensar con religiosidad mística la palabra y el sacramento» (san Agustín, c. litt. Pet. 3, 55,67).

La de este adolescente siglo XXI y no menos primerizo tercer milenio es también hora de Jesús. Hora de alborada, sin duda, y de cáliz amargo, y de intensos dolores, nuestra Pascua y nuestro Pan de Vida vuelve, sin embargo, a pedir en ella al Padre, desde los preludios seculares de nueva evangelización, que acabemos de una vez por todas con la vieja levadura de mil años de división y volvamos con fraternal amor, incluso lavando como Él los pies a quien lo precise, a la unidad cristiana «para que el mundo crea» (Jn 17, 21).



Aquel atardecer de veintiún siglos atrás, en fin, se prolonga en el no menos angustioso de este Jueves Santo de 2018 con acabada resonancia de sacrificio eucarístico y de reconciliación eclesial. Al divino Maestro, pues, se le sigue desbordando el corazón por los hombres todos del mundo en esta hora límite de adioses: hora nuestra y bien nuestra a fuerza de ser primero suya y siempre suya.

Empieza la hora de Jesús siendo un misterio. De ahí lo difícil de su adecuada interpretación. No es posible entenderla en su radical realismo si la desconectamos de eso que llamamos la eternidad, porque Jesús, el Hijo de Dios encarnado, había escogido antes otra hora, la de bajar desde el seno adorable de la Trinidad Santísima para asumir nuestra realidad humana, nuestro dolor y nuestro quebranto.

Hora la nuestra que empieza justamente dentro del tiempo. Merced a dicha hora, el Eterno se hizo Tiempo, pero Tiempo de eternidad, para que el hombre, de suyo efímero, finito y temporal, se convirtiese en eterno con eternidad del Tiempo y, por ende, capaz de Dios. Aludo así al trascendental paso de la Encarnación, cuando el Verbo Eterno se hizo Emmanuel, es decir, el Dios con nosotros. Desde entonces discurrirán las horas todas de Jesús, fluyentes y hora en hora, hasta la final y definitiva.

Cierto es, para qué vamos a engañarnos, que Jesús recurre al término «hora» para indicar con él un momento fijado por el Padre para el cumplimiento de la obra de salvación. Habla de ella ya en Caná, por ejemplo, cuando su madre le pide que ayude a los esposos, que no tienen vino. Para indicar el motivo por el que no quiere aceptar esa petición, Jesús dice a su madre: «Todavía no ha llegado mi hora» (Jn 2,4). Se trata, ciertamente, de la hora de la primera manifestación del poder mesiánico de Jesús.

Hora, si bien reparamos en ella, particularmente importante, según permite deducir la conclusión de la narración evangélica, en la que se presenta el milagro como «el comienzo» o «inicio» de los signos (cf. Jn 2,11). Pero en el fondo aparece la hora de la pasión y glorificación de Jesús (cf. Jn 7, 30; 8, 20; 12, 23-27; 13, 1; 17, 1; 19, 27), cuando lleve a término la obra de la redención de la humanidad. Mientras ayuda en Caná a los esposos, es, en realidad, él mismo quien comienza su obra de Esposo, inaugurando el banquete de bodas que es imagen del reino de Dios (cf. Mt 22, 2).

Con Jesús llega la hora de nuevas relaciones con Dios, la de un nuevo culto. Él mismo lo deja entender dialogando con la Samaritana: «Llega la hora -ya estamos en ella- en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad» (Jn 4, 23). En espíritu, puesto que el Espíritu, principio del nuevo nacimiento, es también principio del nuevo culto, el culto espiritual. Este culto, por otra parte, es «en verdad», porque sólo un culto así corresponde a la revelación que de él hace Dios por Jesús.

Este culto universal se fundamenta en el hecho de que el Hijo, al encarnarse, ha dado a los hombres la posibilidad de compartir su culto filial al Padre. La «hora» es también el tiempo en que se manifiesta la obra del Hijo: «En verdad, en verdad os digo: llega la hora -ya estamos en ella- en que los muertos (= espirituales) oirán la voz del Hijo de Dios y los que la oigan vivirán» (Jn 5,25). La gran hora en la historia del mundo es el tiempo en que el Hijo da la vida, haciendo oír su voz salvadora a los hombres que están bajo el dominio del pecado. Es la hora de la redención.

Toda la vida terrena de Jesús se orienta hacia esa hora. En un momento de angustia, poco tiempo antes de la pasión, Jesús dice: «Ahora mi alma está turbada. Y ¿qué voy a decir? ¿Padre, líbrame de esta hora? Pero ¡si he llegado a esta hora para esto! » (Jn 12, 27). Refleja Jesús así el drama íntimo que oprime su alma frente a la perspectiva del sacrificio que se acerca. Tiene la posibilidad de pedir al Padre que aleje de él esa terrible prueba. Pero, por otra parte, no quiere huir de ese destino doloroso: «He llegado a esta hora para esto». Vino para ofrecer el sacrificio que procurará la salvación a la humanidad.



Esa hora dramática ha sido querida y establecida por el Padre. Antes de la hora elegida por el designio divino, los enemigos de Jesús no pueden apoderarse de él. Muchas veces intentaron detenerlo o asesinarlo. Al mencionar una de esas tentativas, el evangelio de san Juan pone de relieve la impotencia de sus adversarios: Querían, pues, detenerle, pero nadie le echó mano, «porque todavía no había llegado su hora» (Jn 7, 30). Una hora, que, como la gracia, tiene su momento, que ni se adelanta ni se retrasa: es el momento marcado desde la eternidad, antes que el tiempo fuera tiempo, y que en el tiempo transitorio y huidizo apuntará siempre a la eternidad, que es, precisamente, lo más negado al espacio y al tiempo.

Cuando llega la hora, se presenta también como la hora de sus enemigos. «Esta es vuestra hora y el poder de las tinieblas», dice Jesús a «los sumos sacerdotes, jefes de la guardia del templo y ancianos que habían ido contra él» (Lc 22, 52-53). En esa hora tenebrosa, parece que nadie puede detener el poder impetuoso del mal. Y, sin embargo, también esa hora depende del poder del Padre. Él será quien permita a los enemigos de Jesús apresarlo. Es de notar que en Mateo y en Marcos la turba se apodera de Jesús en cuanto Judas le besa. En Lucas, por el contrario, el arresto viene después del discurso de Jesús. Lucas así quiere subrayar el dominio de Jesús sobre el acontecimiento (cf. en este sentido Jn 10, 18 + 18, 4-6).

Más que la hora de sus enemigos, la hora de la pasión es, pues, la hora de Cristo, la hora del cumplimiento de su misión. El evangelio de san Juan nos permite descubrir las disposiciones íntimas de Jesús al inicio de la última Cena: «Sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1). Hora suprema, pues; definitiva; eterna.

Por tanto, es la hora del amor, que quiere llegar «hasta el extremo», es decir, hasta la entrega suprema. Esa hora decisiva es, al mismo tiempo, hora de la pasión y hora de la glorificación. Según el evangelio de san Juan, es la hora en que el Hijo del hombre es «elevado de la tierra» (Jn 12, 32), la hora, siendo así, en la que Él atraerá a todos a sí.

La elevación en la cruz, cuando Jesús, como la serpiente de Moisés en el desierto, atraerá a todos hacia sí, es signo de la elevación a la gloria celestial. Son dos aspectos del mismo misterio. Un misterio que envuelve absolutamente a cuantos hagan de Cristo el objeto de su mirada, cumpliendo así las Escrituras que afirman: «Mirarán al que traspasaron» (Jn 19, 37; Za 12,10). Se acerca la hora en que ya no os hablaré en parábolas, sino que con toda claridad os hablaré acerca del Padre» (Jn 16,25).



La hora suprema es, en definitiva, el tiempo en que el Hijo va al Padre. En ella se aclara el significado de su sacrificio y se manifiesta plenamente el valor que dicho sacrificio reviste para la humanidad redimida y llamada a unirse al Hijo en su regreso al Padre. El misterio de la hora de Jesús. De ahí que la hora de Jesús sea también, y sobre todo, la hora inmortal y jubilosa de la Pascua. En su hora de la Última Cena, pues, está mi hora de la vida. Es la de la Última Cena hora de su glorificación, la hora infinita de su Pascua, esa eterna Cena pascual a la que estamos invitados todos los redimidos por su sangre. Por eso justamente la hora de Jesús es también nuestra hora.

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