La liberación del metropolita Josyf Slipyj en el recuerdo



Se cumplen ahora 55 años de la liberación del metropolita greco-católico Josyf Slipyj, después de 18 de cautiverio en los campos de concentración de la Unión Soviética. Desde su arresto hasta su puesta en libertad (1945-1963) sufrió cuatro condenas, la primera a 8 años, la segunda a 5 en Siberia, la tercera a 4, y la quinta deportado de por vida a Mordovia. Liberado en la URSS el 26 de enero de 1963, cuando tenía 71 años, fue conducido a Moscú, donde le esperaba en nombre del Vaticano monseñor Johannes Willebrands. En un perfecto italiano aprendido cuando era estudiante de la Universidad Gregoriana, le espetó emocionado: «Vi ho aspettato per 18 anni».

Cardenal «in pectore» de san Juan XXIII, el beato Pablo VI le reconocía el 23 de diciembre de 1963 la altísima dignidad de Arzobispo Mayor, por cuya virtud venía a gozar de derechos casi idénticos a los de un Patriarca, y en el Consistorio público del 25 de enero de 1965 lo elevaba a Cardenal Presbítero de San Atanasio.

A partir de su liberación, se dedicó a promover por el mundo entero los intereses de la Iglesia greco-católica: visitas pastorales en las Américas y en Oceanía; consagración por Pablo VI de la Pro-Catedral de Santa Sofía en Roma, visitada recientemente por Francisco; visita a las comunidades en España (1970); denuncia de las persecuciones de la Iglesia en el Sínodo de los Obispos (1971); llamada a la ONU en favor de los perseguidos (1976); declaración en calidad de testigo ante el Tribunal Sájarov en Roma (1977); y presidencia, también en Roma, del Sínodo de los Obispos Ucranianos (1980).



Murió el 7 de septiembre de 1984, a los 92 años de edad, en su residencia junto a la Basílica de Santa Sofía en Roma. Horas antes de emprender su visita apostólica al Canadá, san Juan Pablo II acudió a Via di Boccea, 478, para rezar en la capilla ardiente del finado. Vuelvo al hilo de la liberación.

Tras la audiencia con Juan XXIII, monseñor Slipyj permaneció en Grottaferrata casi dos semanas. Después, por expreso deseo del Papa, se fue a vivir al Vaticano, en un acogedor apartamento de la palazzina del Arcipreste (la que apenas había llegado a estrenar en su día el cardenal Merry del Val, y donde se alojó durante la primera fase del Concilio el cardenal Montini). Residió dieciocho años dentro del Vaticano, hasta que en 1981 se trasladó a la Universidad Católica Ucraniana de San Clemente en Via di Boccea, 478, donde consumió el resto de sus días.

No pretendo esbozar una semblanza biográfica, sino referir sólo por encima algunas cosas relativas a su liberación. Por ejemplo, ¿quiénes apoyaron a san Juan XXIII? Porque las fuentes documentales no han hecho desde entonces sino crecer y, en algún caso, enmendar la plana a lo escrito por aquellas fechas. Las dificultades que san Juan XXIII hubo de vencer fueron de aúpa, y no tanto precisamente de fuera, que esas se dan por supuestas, cuanto, más bien, de algunos cualificados exponentes de la Curia Romana que prefirieron seguir mirando hacia otra parte. Vamos, que de haber sido por ellos, monseñor Slipyj hubiera dejado los huesos en Mordovia. ¡Que ya es ruindad, Señor! Nombres y apellidos conocidos, sin duda, pero que no seré yo quien los airee. Del mal olor, cuanto más lejos mejor.

Por cierto, sólo desde 1945 hasta 1946 fueron arrestados por las autoridades soviéticas, ya se ve que no se daban tregua, once obispos de la Jerarquía católica ucraniana, comprendido Slipyj. De los cuales, siete murieron en los campos de concentración siberianos. Otros tres, descontada la pena, pudieron regresar a casa en condiciones casi de arresto domiciliario, muriendo a causa de las enfermedades contraídas durante el cautiverio. De la Jerarquía católica ucraniana, sólo el metropolita Slipyj logró sobrevivir a los horrores de los gulags soviéticos y recuperar la libertad, gracias a los esfuerzos del Papa y de eminentes personalidades y diplomáticos del mundo occidental.



Cerraron filas junto a Juan XXIII los cardenales Amleto Giovanni Cicognani, secretario de Estado, eficiente siempre, y Gustavo Testa, prefecto de la Congregación de las Iglesias orientales. También arrimaron el hombro los obispos católicos ucranianos venidos de la diáspora al Concilio. No es posible nombrarlos a todos, pues son muchos, aunque ya de rango inferior, claro, pero sí pide referencia particular el cardenal Bea, a quien acudió Testa para trabajar el caso ante los dos observadores rusos, representantes del Patriarcado de Moscú, y delfines ambos del metropolita ortodoxo ruso Nikodim, a saber: el teólogo y protopresbítero de Moscú, Vitali Borovoi, y el entonces joven archimandrita Vladimir Kotlarov, hoy metropolita emérito de San Petersburgo.

Injusto sería silenciar, de la Secretaría de Estado, los nombres del sustituto monseñor Angelo Dell’Acqua, del arzobispo Antonio Samoré, y de monseñor Igino Cardinale. Y peor que injusto el omitir al secretario particular de Juan XXIII, monseñor Loris Francesco Capovilla, fuente de primera mano y pródigo en detalles al respecto, y al confesor papal monseñor Alfredo María Cavagna, así como a Giuseppe De Luca, padre André F. Morlion, y funcionarios de la Radio-televisión italiana que, por entonces, habían abierto un oficio en Moscú.

Falta por señalar, claro que sí, el punta de lanza en todo esto, quien tendría que volar hasta Moscú para recoger al prisionero puesto en libertad. El elegido por Bea y el Secretariado de la Unidad de los Cristianos para tan delicadísima misión no fue otro que el secretario de este organismo, el espigado monseñor holandés Johannes Willebrands.

Naturalmente que desde el punto de vista diplomático también movieron los hilos, desde Italia, Palmiro Togliatti, secretario general del Partido Comunista Italiano, quien prometió tratar el asunto directamente con Nikita Kruschev; y el omnipresente Amíntore Fanfani. Ya de fuera, jugó un papel fundamental ante el propio Kruschev el diplomático norteamericano Norman Cousins, pero, contrariamente a cuanto por ahí anda escrito, no Kennedy. Recibido el 1 de diciembre de 1962 por el cardenal Bea y el arzobispo Dell’Acqua, Cousins se entrevistó con Kruschev el 7 de diciembre de 1962 y durante el coloquio expuso el deseo de Juan XXIII, lo que sería tenido como prueba de buena voluntad en las relaciones del Gobierno soviético con la Santa Sede.



A su regreso, Juan XXIII recibió a Cousins en audiencia el 19 de diciembre de 1962. Y a principios de enero de 1963, una vez de regreso en Nueva York, Cousins fue invitado telefónicamente por el Embajador soviético Anatoli Fiódorovich Dobrynin a llegarse hasta Washington para una comunicación importante: el Embajador anunció a Cousins la decisión de Kruschev de liberar al arzobispo Slipyj, en señal de respeto hacia el Papa y de reconocimiento por sus esfuerzos en pro de la paz en el mundo. Más aún, el Embajador preguntó qué modalidades exigía el Vaticano para trasladar al arzobispo fuera de la URSS.

Nombrado años más tarde nuncio apostólico en Bruselas, monseñor Igino Cardinale suministró en carta del 18 de septiembre de 1979 la siguiente puntualización acerca de la salida de Slipyj de los gulags soviéticos: «Dado que yo fui uno de los principales actores de los pasos que llevaron a la liberación de monseñor Slipyj, puedo asegurar que esta no fue de ningún modo debida a una cualquier iniciativa de Kennedy. Norman Cousins, en tal circunstancia interlocutor confidencial y no oficial de la Santa Sede, era amigo de Kennedy y lo tenía regularmente informado de sus contactos con Kruschev. Kennedy se mostró interesado, pero dijo explícitamente a Cousins que quería permanecer extraño a tales negociaciones. Fue monseñor Dell’Acqua quien sugirió la liberación de Slipyj, después de haberlo tratado con el papa Juan, y fui yo mismo quien habló con Cousins. Este, entre otras cosas, dijo efectivamente a Kruschev que con la liberación de Slipyj se daría una prueba práctica de buena voluntad». Volvamos al encuentro de Willebrands-Slipyj.

Vencida la resistencia inicial del ilustre liberado a salir de la URSS (por el abandono de su amada Iglesia greco-católica que ello supondría –eso creía él—) y comprendiendo éste que la voluntad del Papa no era otra que viajar a Roma, acabó por ceder ante Willebrands. Acto seguido, acordaron la modalidad del tren para recorrer juntos el largo camino hasta Viena el 4 de febrero: hay quien ha escrito que Willebrands llegó a tener preparados los dos billetes de avión, pero que Slipyj se habría impuesto con viajar en tren. El hecho es que el 5 de febrero de 1963, atravesado el confín ruso, entraron en Polonia. Al día siguiente, tocó atravesar Checoslovaquia y llegar hasta Viena, en cuya Nunciatura estuvieron de huéspedes dos días, aprovechados por Willebrands para llamar al Vaticano a fin de concordar las modalidades de la llegada sin ruido a Roma.

Ante eventuales aglomeraciones de curiosos y de periodistas, el Vaticano dispuso la estrategia de apearse en la estación de Orte (Ancona), a unos 84 kilómetros de Roma, donde les estaría esperando un auto para conducirlos a la abadía de San Nilo en Grottaferrata. El 9 de febrero, sábado, después de un alto en Venecia para rezar por el papa Juan ante la urna de san Marcos y en el altar de la Virgen Nicopeja, subieron uno y otro al «Alpen Express» con destino a Roma, pero con la consigna de apearse en Orte.



Eran las 22:15 cuando descendieron del tren y fueron saludados por el jefe de Estación de Orte, que los condujo hasta una estancia reservada en la sala de espera de la estación, donde aguardaban de incógnito monseñor Loris Francesco Capovilla, secretario particular de Juan XXIII y monseñor Igino Cardinale, jefe de protocolo de la Secretaría de Estado. Presentados por monseñor Capovilla los obsequios del papa Juan al Metropolita –un pectoral y un precioso anillo--, continuaron en automóvil hasta la abadía de Grottaferrata, mientras monseñor Capovilla se volvía al Vaticano.

Como ya era muy tarde, monseñor Slipyj agradeció calurosamente a monseñor Willebrands y monseñor Cardinale, prontos a regresar a Roma desde Grottaferrata, rogándoles manifestar su profunda gratitud al Santo Padre. Cansado del viaje, el metropolita se retiró a su habitación y, una vez solo con el padre Partenio Pawlyk, que le ayudaba a quitarse los zapatos, pues el pie derecho, congelado, le dolía mucho, exclamó: «¡Me han dejado salir como a un bandido! Yo no quería partir abandonando a mi grey, casi para salvar la piel».

El 10 de febrero de 1963 por la tarde, o sea hoy hace 55 años, tuvo lugar, por fin, la audiencia papal en el apartamento privado. Mientras el Papa se disponía para el abrazo, el Metropolita cayó de rodillas hasta besarle los pies. «Era --comentará más tarde monseñor Capovilla— la Iglesia de las catacumbas que se postraba ante el Vicario de Cristo». El Papa se apresuró a hacer que se levantara para abrazarlo y exclamó: «Felix hora, quando Jesus vocat de lacrymis ad gaudium spiritus!» (¡Feliz la hora en la cual Jesús llama de las lágrimas a la alegría del Espíritu!), conocida frase de la Imitación de Cristo (lib. 2, c.8).

El Metropolita, todavía de rodillas, añadió: «Bienaventurados los pies del Mensajero que anuncia la paz, que anuncia la salvación» (Is 52, 7). «Santidad: ¡Os agradezco por haberme sacado fuera del pozo!». «Mi Dios ha mandado a su Ángel (Ángel José), que ha cerrado las fauces de los leones y esos no me han hecho ningún mal» (Dan 6,23). El Papa lo condujo luego a la capilla privada para recitar juntos el Magníficat. Acabado el cual, volvieron al estudio donde se entretuvieron juntos en amena y larga conversación con los cardenales Testa y Cicognani, presente también monseñor Capovilla.

En mis años universitarios de Roma (1971-1977), y luego como profesor en el Instituto Patrístico Augustinianum (1978-1998) y en el Pontificio Instituto Regina Mundi (1982-1998), llegué a tratar personalmente al cardenal metropolita Slipyj y a su secretario y luego albacea monseñor Iván Choma, quien me informó al detalle y en sucesivas ocasiones del Mártir de la fe. Ya fallecido éste, y embalsamado su cuerpo yacente en la cripta de la Basílica, solía yo acudir aquellos años a Via di Boccea, 478, mediado mayo, semanas de Pascua sin duda, en compañía de mis alumnas, las religiosas de formación permanente de esos años en la Sección Hispánica del Pontificio Instituto Regina Mundi.

Nos acogía diligente y cordial monseñor Iván Choma, quien nos enseñaba la iglesia –haciendo yo durante el recorrido de intérprete italiano-español- y nos acompañaba luego, durante la santa misa en la cripta, donde, al término de la misma, podíamos rezar ante el cuerpo embalsamado del Cardenal Metropolita. Rubricábamos los rezos de Pascua con el triple grito litúrgico Christós voskrese!, al que respondía raudo monseñor Iván: Voístinu voskrese! («Cristo ha resucitado» / «Verdaderamente ha resucitado»). Así hasta que el jueves 27 de agosto de 1992 un avión militar ucranio transportó rumbo a Lviv (Leópolis) la urna con los restos mortales, como sello de la independencia del país.

Acogieron al difunto, su sucesor en Leópolis, cardenal Miroslav Iván Lubachivsky, y todos los obispos greco-católicos junto con una muchedumbre de sacerdotes, religiosos y fieles. La urna fue transportada por las calles de Leópolis escoltada por 500 jóvenes. Hizo el mismo recorrido que el cortejo fúnebre del predecesor, metropolita Andrei Sheptysky, en noviembre de 1944; se detuvo ante la iglesia de la Transfiguración, cerca del palacio del Consejo municipal, en la Universidad Ivan Franko, y delante de la catedral de San Jorge. Dentro del templo, presidió la ceremonia fúnebre el cardenal Lubachivsky. El cuerpo del difunto quedó expuesto en la catedral hasta el 29, día en que, al término de un solemne rito fúnebre, siguió la inhumación, según su deseo, en la cripta restaurada del mismo templo, junto a la tumba del metropolita Sheptysky.



El papa Francisco destacó en su discurso en la basílica romana de Santa Sofía tres figuras de la Iglesia greco-católica: «El cardenal Slipyj, el obispo Chmil, que murió hace cuarenta años y está enterrado aquí; y el Cardenal Husar». Justamente encima del nicho del obispo Chmil, reposan hoy los restos de monseñor Iván Choma. El cardenal Slipyj ordenó clandestinamente de obispos a estas tres figuras el 2 de abril de 1977. Se dice que lo hizo sin la aquiescencia del Vaticano, cuyas autoridades, disgustadas por ello, habrían prohibido ejercer el episcopado a los tres hasta muchos años después. Pero tampoco faltan quienes sostienen que Slipyj habría dado este paso rigiéndose por el Código de los Cánones de las Iglesias orientales y no por el Código de Derecho canónico de la Iglesia católica latina. Tanto él, en todo caso, como no pocos jerarcas católicos liberados por esos años de los campos de concentración, recelaban de la Ostpolitik de Pablo VI y Casaroli…

Sí conviene tener presente que el 23 de diciembre de 1963, Pablo VI había reconocido a Slipyj el grado jerárquico de Arzobispo Mayor, por cuyos efectos venía a gozar de derechos casi idénticos a los de un Patriarca. L’Ósservatore Romano, con fecha del 24 de febrero de 1964, recordaba que tal reconocimiento estaba fundado sobre todo en la Constitución Apostólica Decet Romanum Pontificem, del 23 de febrero de 1596 y sobre la Bula de Pío VII, In Universalis Ecclesiae del 1807.

En lo relativo a nuestro caso, lo que más importa es saber que por virtud de estos actos canónicos el Papa reconocía al metropolita la facultad de confirmar, instituir y consagrar, auctoritate et nomine Sedis Apostolicae, con la autoridad y por cuenta de la Sede Apostólica, los obispos elegidos o nombrados y de proveer a las sedes episcopales vacantes sin recurrir a la Santa Sede. Se trata, si bien se nota, de una facultad superior a aquella reconocida a los mismos Patriarcas, por cuanto se refiere al nombramiento de los obispos según norma del Motu Proprio Cleri Sanctitati del 1957.



Durante mis conversaciones con monseñor Iván Choma, jamás toqué un tema tan delicado, ni tampoco él reveló nada. Mi trato era empleando el título de monseñor, que sí portaba por concesión de Juan XXIII. No tuve, desde luego, la avilantez de preguntárselo, aunque por el ambiente se dejaba traslucir. Era, en todo caso, la pura bondad, sencillo, admirable, aplaciente y apacible. Sólo cuando monseñor Lubomir Husar, de la misma promoción cardenalicia de Bergoglio, subió a presidir la Iglesia greco-católica de Ucrania en su condición de Arzobispo Mayor, vine yo a saber que se había permitido a monseñor Iván ejercer de obispo. Tuvo conmigo, además, la deferencia de invitarme a su pontifical de inauguración, cortesía declinada por encontrarme yo en España.

El arzobispo mayor actual de la Iglesia greco católica, Sviatoslav Shevchuk, explicó que esta basílica se convirtió en un memorial. Hasta ahí iban las personas que no podían volver al país a causa de la represión comunista. Rezaban por sus difuntos. «Es un memorial para no olvidar las muchas iglesias destruidas durante la Unión Soviética y las millones de personas víctimas de la persecución nazi y comunista».

Monseñor Slipyj expuso pronto a Juan XXIII la necesidad de instituir en Roma una Universidad Católica Ucraniana, con un cuerpo docente formado a base de profesores ucranios en la diáspora, y con miras a que un día, recuperadas las libertades en el país, fuera transferida a Leópolis o Kiev. Fue así como surgió, junto a la Pro-Catedral, hoy Basílica de Santa Sofía, levantada en Via di Boccea, 478, un edificio adjunto para este menester académico. El 8 de diciembre de 1963, el Metropolita declaró formalmente instituida la Universidad Católica Ucraniana bajo el patrocinio de San Clemente Papa. En este complejo se reveló activo y eficaz el trabajo editorial de monseñor Iván Choma.

El metropolita Josyf Slipyj era un referente para numerosos ucranianos de la diáspora que, de visita en Roma, solían acercarse curiosos y devotos a conocer in situ a su pastor con temple de acero. También jerarcas de los países del Este, los que podían salir, claro. Y uno muy especial de la misma Unión Soviética, no católico además, o, por mejor decir, el número 2 entonces de la Iglesia ortodoxa rusa, el eficientísimo metropilita Nikodim de Leningrado, que más de una vez, y más de dos, y más de tres, acudió a Via di Boccea, 478, para saludar a monseñor Slipyj. «Solían conversar largo y tendido –me aclaró monseñor Choma--, y el arzobispo mayor Slipyj no dejaba pasar la oportunidad de obsequiar a su huésped Nikodim con los últimos ejemplares editados hasta ese momento por la Universidad de San Clemente».



Después de las dos rehabilitaciones del metropolita Slipyj en 1991, fue posible acceder a las actas judiciales, hasta entonces conservadas en el ex Archivo del KGB, ahora «Archivo de los servicios de Seguridad de Ucrania» bajo los números 68069 y 63258. Allí constan sus procesos y encarcelamientos. Su sepultura tuvo lugar en la cripta de la Catedral de San Jorge (Leópolis) el 7 de septiembre del 1992, junto a la de su predecesor y maestro el metropolita Andrea Szeptycky. Para la ocasión llegó desde Kiev el primer presidente de Ucrania, Leónidas Kravcuk, el cual asistió a la solemne ceremonia fúnebre en la mañana del sábado 29 de agosto de 1992, junto a numerosos colaboradores y exponentes de los gobiernos regionales y municipales de la Nación, así como numerosos Embajadores acreditados ante el Estado ucranio.

El 2 de septiembre de 1992, el citado presidente concedió una entrevista de gran resonancia internacional en la que dijo: «Tenemos hoy en Ucrania una ley sobre libertad de conciencia y esto, como Presidente, lo he declarado oficialmente en la ceremonia de sepultura en Leópolis de Josyf Slipyj, el hombre que personifica toda la situación eclesiástica de nuestro País, el hombre que tanto sufrió por todo esto, lo cual significa que existe una plena y completa rehabilitación de la Iglesia greco-católica y de todo el pueblo unido a esta Iglesia, que ha estado en primera fila en la lucha por la fe, por la libertad y por la independencia de Ucrania». Su vida, dicen sus biógrafos, sirvió de inspiración al escritor Morris West para el argumento de su novela Las sandalias del pescador.

Triste se antoja reconocer que por entonces el Vaticano tenía todavía embargadas ciertas fotos e imágenes de televisión relativas al Cardenal Metropolita: aquella en la que está arrodillado hasta besar los pies a san Juan XXIII; o la de san Juan Pablo II besando su rostro en la capilla ardiente de la Basílica Santa Sofía, y algunas más. Pienso que acaso por precaución ante los ortodoxos rusos del Patriarcado de Moscú.



Sea como fuere, el ecumenismo exige más valentía, más decisión, más ajuste a la realidad precisamente por la fuerza que demanda la unidad en la verdad. Tal vez ahí resida el quid de ciertas críticas al papa Francisco por pasos ecuménicos suyos que no acaban de ser bien vistos por los miopes de turno. Bien estará, pues, recordar que mientras el ecumenismo no se asuma, tampoco el concilio Vaticano II, que ve la Iglesia ante todo como comunión, acabará de ser comprendido. Llevado de este principio eclesial, quiero rendir hoy a mis amigos de este artículo el modesto homenaje de mi recuerdo.

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