«Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió»

Mientras oraba, su rostro cambió de aspecto

El episodio de la Transfiguración, que en el Evangelio de Lucas sigue inmediatamente a la invitación del Maestro: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame» (Lc 9,23), domina la liturgia de este segundo domingo de Cuaresma Ciclo C. Extraordinario acontecimiento, sin duda, que nos alienta a seguir a Jesús monte arriba, hasta coronar con Él la cima.

Toda existencia cristiana consiste, a fin de cuentas, en un incesante subir y subir al monte del encuentro con Dios para después volver a bajar, trayendo el amor y la fuerza que de allí se derivan, a fin de servir a nuestros hermanos con el mismo divino amor.

La frase de santo Tomás de Aquino «entregar a los demás lo contemplado» (contemplata aliis tradere) constituye un exhorto a la contemplación, de la que derivan la doctrina y la predicación («ex plenitudine contemplationis derivatur doctrina et praedicatio»). Como en los apóstoles y, según salta a la vista absorta de esta radiante cristofanía del Tabor, como en Jesús.

La luz tabórica empezó a iluminar sus vestidos, y estos a brillar de resplandor. El evento que celebramos reviste los síntomas de una teofanía. Más en concreto aún: de una cristofanía, dado que afecta al propio Jesús / Xristós. De repente, dos hombres conversan con él: son Moisés y Elías, que, aparecen con gloria, hablan de su éxodo, el que iba a consumar en Jerusalén. Los tres predilectos están muertos de sueño, pero se espabilan de pronto y alcanzan a ver su gloria y a los dos hombres que con él conversan.

Luego, a medida que se van alejando, dice Pedro a Jesús: -«Maestro, bueno es estarnos aquí. Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» (Lc 9,33). No sabía lo que decía. En estas estaba, cuando llegó una nube que los cubrió con su sombra. Y al entrar en ella se llenaron de temor. De pronto, salió de la nube una voz que decía: –«Este es mi Hijo, mi Elegido, escuchadle» (v.35). Oída la voz, se encontró Jesús solo. Ellos, por entonces, a nadie contaron lo que habían visto y oído.

La Transfiguración nos recuerda que las alegrías que Dios otorga en la vida no son puntos de llegada, sino luces dadas en la peregrinación terrena para que «Jesús solo» sea nuestra ley, y su Palabra, el criterio que guía nuestra existencia. El Tabor es, en resumen, contrapunto de Getsemaní. San Lucas no habla de Transfiguración, pero describe lo que pasó mediante dos elementos: el rostro de Jesús que cambia y su vestido que se vuelve blanco y resplandeciente, en presencia de Moisés y Elías, símbolo de la Ley y los Profetas.

A los tres discípulos que asisten a la escena les dominaba el sueño: es la actitud de quien, aun siendo espectador de los prodigios divinos, no comprende. Sólo la lucha contra el sopor que los asalta permite a Pedro, Santiago y Juan «ver» la gloria de Jesús. Mientras Moisés y Elías se separan del Maestro, Pedro habla y, mientras está hablando, una nube los cubre con su sombra. Nube que, al envolverlos, revela la gloria de Dios, como sucedió para el pueblo que peregrinaba en el desierto. Los ojos ya no pueden ver, es cierto, pero los oídos sí pueden oír la voz que de la nube sale: «Este es mi Hijo, el elegido; escuchadle» (v. 35).

Los discípulos ya no tienen delante un rostro transfigurado, ni un vestido blanco, ni una nube que revela la presencia divina. Delante de sus ojos está «Jesús solo» (v.36). Y Jesús solo ante su Padre, mientras reza. Pero, al mismo tiempo, «Jesús solo» es todo cuanto se les da a los discípulos y a la Iglesia de ayer, de hoy y de siempre: lo que debe bastar en el camino. Es la única voz que se debe escuchar, el único a quien seguir en la subida a Jerusalén, donde dará la vida, y quien un día «transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo» (Flp 3,21).

Escuchar al Hijo amado, la eterna Palabra del Padre, fue también el mensaje en el Bautismo de Jesús: escuchadle. Un imperativo salvador que brilla con luz propia en la actitud de María: hágase en mí su Palabra; que guardará en su corazón aunque no entienda; e invitará a los sirvientes de Caná a hacer lo que Jesús diga; y por ello Él la llamará bienaventurada: por escuchar la Palabra de Dios cada día y por vivirla. Incluso al pie de la cruz donde la muerte pendía, María permaneció fiel presintiendo los latidos resucitados de la vida.

Pedro propone hacer del Tabor un oasis, donde descansar / realizar sus sueños. Pero Jesús lo invitará a bajar al valle de lo cotidiano, donde la fidelidad de Dios seguirá rodeándonos, con soles claros o con nubes espesas, dirigiéndonos su Palabra que seguirá resonando en la Iglesia, en el corazón y en la vida. Tiempo es este de la Cuaresma para escuchar esta voz.

Moisés y Elías conversan con él

Esta «aparición pascual anticipada», en frase del papa Francisco, supera las barreras de tiempo y espacio y está cargada de significado teológico. El Apóstol Pedro explicaba a los primeros cristianos: «Os hemos dado a conocer el poder y la Venida de nuestro Señor Jesucristo, no siguiendo fábulas ingeniosas, sino después de haber visto con nuestros propios ojos su majestad.

Porque recibió de Dios Padre honor y gloria, cuando la sublime Gloria le dirigió esta voz: “Éste es mi Hijo muy amado en quien me complazco”. Nosotros mismos escuchamos esta voz, venida del cielo, estando con él en el monte santo» (2 Pt 1,16-18).

El monte representa en la Biblia la cercanía con Dios. Allí Moisés y Elías tuvieron coloquios íntimos con el Señor (cfr. Éx 24 y 1 Re 19). Ambos aparecen ahora gloriosos y hablando con Jesús. Representan la Ley y los Profetas, que anuncian el misterio de la Pasión y la Resurrección del Mesías, como Jesús resucitado explicará a los discípulos de Emaús (cfr. Lc 24,1ss). En el pasaje se revela además «toda la Trinidad: el Padre en la voz, el Hijo en el hombre, el Espíritu en la nube luminosa.

La enseñanza más importante, así y todo, se condensa en la invitación que hace la voz acerca de Jesús: «Escuchadle». Moisés anunció que Dios suscitaría un profeta como él, uno al que había que escuchar (cfr. Dt 18,15). La voz, pues, presenta al nuevo Moisés: o sea el Hijo que nos revela con autoridad al Padre, Hijo a quien debemos escuchar. Para esto necesitamos seguir el ejemplo del Maestro: subir al monte de la oración, reservar cada día en nuestro horario tiempos de exclusivo diálogo con Dios.

 Y es que la Transfiguración no se debe separar del camino que Jesús está recorriendo: se ha dirigido ya resueltamente hacia la meta de su misión, a sabiendas de que, para llegar a la resurrección, tendrá que pasar por la pasión y la muerte de cruz. De esto les ha hablado abiertamente a sus discípulos, los cuales, sin embargo, no han entendido; o peor aún, han rechazado esta perspectiva porque no piensan como Dios, sino como los hombres (cf. Mt 16,23). De ahí que Jesús se lleve consigo a tres de ellos al monte y les revele su gloria, esplendor de Verdad y de Amor.

Quiere Jesús que esta luz ilumine sus corazones cuando el escándalo de la cruz sea insoportable para ellos. Dios es luz, y Jesús quiere dar a sus más íntimos amigos la experiencia de esta luz, que en él habita. Así, después de este episodio, él será en ellos una luz interior, capaz de protegerlos de los asaltos de las tinieblas. Incluso en la más oscura noche, Jesús es la luz que nunca se apaga. San Agustín resume este misterio con una expresión muy bella. Dice: «El mismo Jesús resplandeció como el sol, para significar que él es la luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. Lo que es este sol para los ojos de la carne, lo es aquél [Cristo] para los ojos del corazón»  (Sermón 78,2).

Todos, al fin y al cabo, precisamos de luz interior para superar las pruebas de la vida. Esta luz viene de Dios, y nos la da Cristo, en quien habita la plenitud de la divinidad (cf. Col 2,9). Bueno será subir con Jesús al monte de la oración y, contemplando su rostro lleno de amor y de verdad, dejarnos bañar interiormente por su luz.

San Lucas pone particularmente de relieve el hecho de que Jesús se transfiguró mientras oraba: es una experiencia profunda de relación con el Padre durante una especie de retiro espiritual por Jesús vivido en un alto monte acompañado de sus predilectos Pedro, Santiago y Juan, los tres discípulos siempre presentes en los momentos de la manifestación divina del Maestro (Lc 5, 10; 8,51; 9,28).

El Señor, que poco antes había preanunciado su muerte y resurrección (9,22), ofrece a estos discípulos un adelanto de su gloria. En la Transfiguración también, como en el bautismo, resuena la voz del Padre celestial: «Este es mi Hijo, el Elegido, escuchadlo» (9,35). 

Icono de la Transfiguración del Señor

La presencia luego de Moisés y Elías, que representan la Ley y los Profetas de la antigua Alianza, es muy significativa: toda la historia de la Alianza está orientada a Él, a Cristo, que realiza un nuevo «éxodo» (9,31), no hacia la Tierra prometida como en el tiempo de Moisés, sino hacia el Cielo. Cristo y sus predilectos representan al Nuevo Testamento, siendo Jesús la Palabra tanto del Antiguo como del Nuevo. La intervención de Pedro: «Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí!» (9,33) representa el intento imposible de detener tal experiencia mística. Comenta san Agustín: « [Pedro]... en el monte... tenía a Cristo, pan del alma. ¿Para qué salir de allí hacia las fatigas y los dolores, teniendo los santos amores de Dios y, por tanto, las buenas costumbres?» (Sermón 78, 3).

Meditando este pasaje del Evangelio, podemos obtener una enseñanza muy significativa e importante. Ante todo, el primado de la oración, sin cuyo influjo el compromiso inexcusable del apostolado y de la caridad se ve reducido a estéril activismo.

En Cuaresma aprendemos a dar el tiempo justo a la oración, personal y comunitaria, que ofrece aliento a nuestra vida espiritual. La oración, por otra parte, no es aislarse del mundo y sus contradicciones, como habría querido Pedro en el Tabor, sino vuelta al camino, a la acción, a la dura y a veces compleja realidad.

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