«Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas»

Con vuestra perseverancia...

«La paciencia no parece necesaria para las situaciones prósperas, sino para las adversas. Nadie soporta pacientemente lo que le agrada. Por el contrario, siempre que toleramos, que soportamos algo con paciencia, se trata de algo duro y amargo; por eso no es la felicidad, sino la infelicidad, la que necesita la paciencia.

Con todo, como había comenzado a decir, todo el que arde en deseos de la vida eterna, por feliz que sea en cualquier tierra, tendrá que vivir necesariamente con paciencia, puesto que le resulta molesto el tolerar la propia peregrinación hasta que llegue a la patria deseada y amada.

Uno es el amor propio del deseo y otro el propio de la visión. En efecto, el que desea, ama también; y quien desea, ama hasta llegar a lo amado; y quien ya lo ve, ama para permanecer en ello» (Sermón  359 A, 2). Certeras reflexiones, estas de san Agustín, predicadas sobre la paciencia y  la parábola del administrador infiel (Lc 16,1-9).    

Al final de su evangelio, san Lucas presenta a Jesucristo después de la entrada triunfal el Domingo de Ramos: aparece impartiendo sus enseñanzas en el Templo, que era el orgullo de los jerosolimitanos, pues estaba adornado con bellas piedras y ofrendas votivas.

Se remontaba al Templo de Salomón destruido en el siglo VI a.C. Después del exilio de Babilonia, Zorobabel lo reconstruyó, pero le quedó pequeño y simple. Ya próximo el nacimiento de Jesús, el rey Herodes el Grande, amante de la arquitectura, hizo un gran proyecto para reconstruirlo: solo trabajaron sacerdotes, para que no lo construyeran manos impuras. Comenzó la obra el 19 a.C. y no la terminó hasta el 64 d.C.

En la escena que san Lucas describe (21,5-19), Jesucristo lo ve casi concluido (corría más o menos el 27/28 d.C., o sea que la obra llevaba unos 46 años, como dice Juan 2,20). Era, en todo caso, mucho más grande que el de Salomón y ofrecía una vista maravillosa.

Y bien, en este contexto de admiración y orgullo por la predicha restauración, san Lucas presenta el llamado discurso escatológico de Jesucristo:«Llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra que no sea derruida» (Lc 21,6).

El Señor no solo anuncia la destrucción del Templo y de la ciudad entera, como castigo por no haber escuchado al Profeta de Dios, sino también las subsiguientes persecuciones sobre sus seguidores: «antes de todo esto, os echarán mano y os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y cárceles y llevándoos ante reyes y gobernadores por mi nombre» (Lc 21,12).

Sobre el Templo de Jerusalén

Ante estas persecuciones, venidas incluso de mano de los seres queridos, el Señor pide serenidad, no dejarse engañar ni aterrarse, pues el fin no es inmediato. Además, les anuncia su continua asistencia: «Proponed, pues, en vuestro corazón no preparar la defensa, porque yo os daré una elocuencia y una sabiduría a la que no podrán resistir ni contradecir todos vuestros adversarios»(Lc 21,14). Los apóstoles habrían de experimentar poco después de la Pascua la verdad de estas palabras. El Jesús rechazado resucitará y dará fuerza a sus discípulos, como se nota en los casos de Esteban y de Pablo.

«El Verbo de Dios nos ha comunicado la vida divina que transfigura la faz de la tierra, haciendo nuevas todas las cosas (cf. Ap 21,5). Su Palabra no sólo nos concierne como destinatarios de la revelación divina, sino también como sus anunciadores. Él, el enviado del Padre para cumplir su voluntad (cf. Jn 5,36-38; 6,38-40; 7,16-18), nos atrae hacia sí y nos hace partícipes de su vida y misión»(Exhortación Apostólico postsinodal Verbum Domini, del Santo Padre Benedicto XVI sobre la Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia, 91).

El presente y el futuro son dos categorías que de alguna manera marcan este penúltimo Domingo del ciclo litúrgico C. Los «arrogantes y malvados» del presente serán arrancados de raíz el Día de Yahveh, mientras que los que «teméis mi Nombre» serán iluminados por el sol de justicia (Ml 3,19-20). En modo alguno, pues, las tribulaciones y las desgracias del presente deben perturbar la paz de los cristianos, porque, mediante su perseverancia en la fe, recibirán la salvación futura (cf. Lc 21, 5-19).

El segundo Templo de Jerusalénes el que Jesús conoció y admiró, como todo judío de su tiempo. San Lucas comprendió que el templo era tan fundamental en la vida de un judío, que todo su Evangelio comienza y termina en él. En tiempos de Jesús el templo de Jerusalén presentaba un aspecto imponente, después de cuarenta y seis años de construcción (ver Jn 2,20). Comenzadas las obras durante el reinado de Herodes el Grande (19 a.C.), debió estar bastante concluido y ya en funciones, cuando Jesús, recién nacido (aprox. año 6 a.C.), fue presentado al templo por sus padres. Lo que no quita para que siguiera siendo acrecentado y embellecido, de mamera que cuando Jesús llega a Jerusalén para padecer su pasión y muerte, se decía con orgullo: «El que no conoce el templo de Jerusalén no sabe lo que es bello».

Esto explica que algunos hicieran notar a Jesús la belleza de esta imponente y hermosa fábrica del templo, esperando de Él algún elogioso comentario; pero las palabras que Jesús dijo por toda aclaración los dejaron, más bien, desconcertados, presa de estupor. Les debió sentar como un jarro de agua fría: «Esto que veis, llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra que no sea derruida» (Lc 21,6). Era toda una sentencia profética que recordaba la destrucción del primer templo, el de Salomón, y por eso, causará tanta indignación de las autoridades judías.

El primero y el segundo Templo de Jerusalén

Todos sabían en Israel que el primer templo había sido destruido cuando Dios lo abandonó a causa de la infidelidad de su pueblo. En ese tiempo correspondió al profeta Jeremías, parado en el patio del templo, hacer el anuncio profético: «Así dice el Señor: Si no me oís para caminar según mi ley que os propuse… entonces haré con esta Casa como hice con Silo y esta ciudad entregaré a la maldición de todas las gentes de la tierra» (Jer 26,4.6).

Este oráculo, por cierto, acarreó a Jeremías graves problemas: «Oyeron los sacerdotes y profetas y todo el pueblo a Jeremías decir estas palabras en la Casa del Señor, y luego que hubo acabado Jeremías de hablar todo lo que le había ordenado el Señor que hablase a todo el pueblo, le prendieron los sacerdotes,  los profetas y todo el pueblo diciendo:  ‘¡Vas a morir! ¿Por qué has profetizado en nombre del Señor, diciendo: “Como Silo quedará esta Casa…?”» (Jer 26, 7-9).

La destrucción del lugar santo de Silo era proverbial. La profecía jeremíaca se verificó y el templo de Salomón fue destruido en el año 587 a.C. por las tropas de Babilonia que arrasaron Jerusalén y llevaron el pueblo al exilio. Ahora Jesús anunciaba la misma suerte para este segundo templo. Poco antes, llorando sobre Jerusalén, había indicado el motivo:

«Vendrán días sobre ti, en que tus enemigos te rodearán de empalizadas, te cercarán y te apretarán por todas partes, y te estrellarán contra el suelo a ti y a tus hijos que estén dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no has conocido el tiempo de tu visita» (Lc 19,43.44). Los peregrinos que hayan visitado Tierra Santa recordarán la pequeña iglesia del Dominus Flevit.

Los oyentes debieron quedar presa de pánico y también de escepticismo. ¡Imposible que sea destruido el templo de Jerusalén [¡imposible que se hunda este barco -se oyó muchos siglos después a propósito del Titanic-]. ¡Eso sería el fin del mundo! Por eso, preguntan: «Maestro, ¿cuándo sucederá eso? Y ¿cuál será la señal de que todas estas cosas están para ocurrir?» (Lc 21,7). Jesús indica una serie de eventos que ocurrirán; pero ellos pensaban que se refería más bien al fin de la historia que a la destrucción del templo. Por eso Jesús termina con estas palabras: «Y entonces verán venir al Hijo del hombre en una nube con gran poder y gloria» (Lc 21,27).

Iglesia del Dominus Flevit

La destrucción ocurrió en el año 70 d.C. cuando Tito, el jefe de las tropas romanas, quiso reducir al último bastión de la resistencia judía. Cuando Jesús predijo su destrucción todavía faltaban 30 años para llevarlo a término. Cuando se terminó de construir completamente, en el año 64 d.C., quedaron sin trabajo 18.000 obreros. ¡Seis años después sería reducido a cenizas!

Los sucesivos intentos  por su reconstrucción han sido inútiles. Hoy ya es imposible, dado que en la explanada del templo, los musulmanes construyeron en el siglo VIII la mezquita de Omar, y poco después la de Al Aqsa, haciendo de esa explanada el segundo lugar sagrado del Islam, después de La Meca. Si la tensión entre judíos y musulmanes es grande, ¿qué no sería de pretender reconstruir allí el templo los judíos? Mas tampoco resultaría viable, aunque quisieran. Ningún judío puede poner pie allí. Se desconoce la ubicación exacta del Sancta Sanctorum, o sea, del lugar más sagrado donde nadie, fuera del Sumo Sacerdote, podía entrar una vez al año.

Subir a la explanada sería exponerse a pisar ese lugar. De ahí que hoy día se cumpla otra de las profecías de Jesús: «Jerusalén será pisoteada por los gentiles, hasta que se cumpla el tiempo de los gentiles» (Lc 21,24). Esta profecía ciertamente se refiere a la destrucción del templo. Ese lugar no lo pisa hoy ningún judío.

En el libro de Peter Seewald, Benedicto XVI, últimas conversaciones, a la pregunta de si ha habido en su vida alguna de tales «noches oscuras», responde: «Digamos que no de las totalmente oscuras, pero sí he experimentado la perplejidad de qué pensar de Dios, la pregunta de por qué existe tanto mal, etc., de cómo puede conciliarse eso con su omnipotencia, con su bondad. Eso me asalta una y otra vez, según la situación».  No son pocos los que, a día de hoy, piensan así.

El Niño Jesús en el Templo con los Doctores

El tiempo presente es la palestra de nuestras virtudes, la cancha de nuestros esfuerzos, la posibilidad de nuestra esperanza; no debemos, pues, vivir atemorizados, ni desanimados, ni desesperanzados. Tampoco emperezados.

Cumple, más bien, traducir las dificultades de la vida en ejercicio de fidelidad, de constancia, de paciencia: «Con vuestra perseverancia —dijo el Señor— salvaréis vuestras almas» (Lc 21,19).

La vida cristiana exige valentía, sí. Pero también ejercicio indeclinable de las virtudes teologales. En ella, o sea en la vida cristiana, está siempre Dios marchando por delante, siendo Él mismo la razón de nuestro esperar, de nuestro vivir y de nuestro obrar.

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