« De lo que rebosa el corazón habla la boca »

Corazón y palabra en la Biblia

Boca y corazón, o corazón y boca, tanto se me da, forman un tándem inseparable a la hora del apostolado. Lo corrobora san Pablo con palabras elocuentes: « ¿Cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique?» (Rm 10,14). Nuestros pensamientos, palabras y acciones, por tanto, sólo podrán adquirir su verdadera dimensión si los referimos al mensaje del Evangelio. Y para dicha referencia, y ahí está la danza, se hace preciso un ayuntamiento de esclarecidas bellezas espirituales de la boca y del corazón. Entre boca y corazón, pues, anda la clave del apostolado.

Lo dejó dicho Jesús con palabras que no pasarán: «El hombre bueno, del buen tesoro del corazón saca lo bueno, y el malo, del malo saca lo malo. Porque de lo que rebosa el corazón habla su boca» (Lc 6,45). La boca, pues, nos dirá de qué rebosa el corazón. Viene a ser su termómetro.

Exhorta con frecuencia la Patrística que el corazón sienta lo que dice la boca. No hacerlo así, en la lectura espiritual por ejemplo, equivale a quedarse en el puro mecanismo elocutivo del mensaje, lo que, a la postre, supone tanto como no haber dicho nada. De ahí las oportunas y sabias palabras de la Regla de san Agustín a los monjes: «Cuando oráis a Dios con salmos e himnos, sienta el corazón lo que dice la boca» (R II, 12). Y un poco más adelante: «Cuando os sentéis a la mesa, hasta que os levantéis de ella escuchad sin ruidos ni altercados lo que se os lee según la costumbre. No sean sola la boca la que reciba el alimento, sino que los oídos reciban también la palabra de Dios» (R III, 15). Bien analizado, el Obispo de Hipona no hace aquí sino entrar en la escuela del Jesús de las tentaciones, sobremanera cuando éste replica al Tentador: «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4, 4; Dt 8,3). Y es que Yahveh, que puede crear todo con su palabra, da vida a los israelitas con los mandamientos que salen de su boca.

«El mal entra por la boca, y por la boca sale», sentencia el refrán. Pero al respecto, también podríamos añadir: «Dime cómo hablas, y te diré qué corazón tienes». Dejó escrito el filósofo José Ortega y Gasset que el corazón es una máquina de preferir o desdeñar. Lo cual indica que el corazón se encarga de atesorar preferencias o desdenes, según las cosas vengan dadas, claro, un material informe en todo caso, de cuyo metabolismo intelectual se encarga el corazón, sin duda, pero también del que, a la postre, la boca será siempre su pregonera.

Ya san Beda el Venerable nos previno de que «aquel que invoca el nombre del Señor, con su forma perversa de vivir se opone a los mandamientos del Señor, es evidente que el bien que la lengua pronunció no fue sacado del buen tesoro del corazón; no era la raíz de una higuera, sino la de un espino que produce el fruto de una tal confesión, esto es, una conciencia endurecida por los vicios, que no está llena de dulzura del amor del Señor» (Homilías sobre los Evangelios, 2, 25; CCL 122, 372).

Un teólogo de la categoría de san Agustín de Hipona se preocupó de trazar unas pinceladas del corazón –él, precisamente, conocido en la historiografía patrística como el Santo del corazón-. Empieza poniendo en suerte a los que se adentran en las divinas Escrituras con frases como esta: «Los que abren completamente el recipiente de su corazón a lo que fluye de la Escritura divina» (Sermón 32,2). Abrir el corazón, pues, no cerrarlo, ni abandonarlo a su suerte en un reducto cenagoso. Tampoco faltan momentos para el exhorto pastoral: «Que el Señor edifique vuestro corazón con las lecturas, cánticos y palabras divinas y, sin duda lo más importante, con su gracia» (Sermón 168,1). Al fin y al cabo: «Mejor es un corazón sano que una cabeza grande (= cabeza soberbia)» (Sermón 266,8). Y es que «La anchura del amor está en el corazón» (Sermón 358,4).

Caben, por tanto, algunas preguntas, a título no más que de planteamiento en la conducta: Cuando abrimos la boca, ¿buscamos el bien de nuestro interlocutor? Cuando pensamos, ¿tratamos, tal vez, de poner nuestro pensamiento en sintonía con el pensamiento de Dios? En fin, cuando actuamos, ¿intentamos propagar el Amor que nos hace vivir? También aquí nos asegura una vez más san Juan Crisóstomo con el misterio de la Eucaristía de fondo: «Si ahora todos participamos del mismo pan, y nos convertimos en la misma sustancia, ¿por qué no mostramos todos la misma caridad? ¿Por qué, por lo mismo, no nos convertimos en un todo único?... Oh hombre, ha sido Cristo quien vino a tu encuentro, a ti que estabas tan lejos de Él, para unirse a ti; y tú ¿no quieres unirte a tu hermano?» (Homilía 24sobre la Primera Carta a los Corintios, 2).

Desde hace veinte siglos, millones de veces, tanto en la capilla más humilde como en las más grandiosas basílicas y catedrales, el Señor resucitado se ha entregado a su pueblo, llegando a ser, según la famosa expresión interiorista de san Agustín, «más íntimo en nosotros que nuestra propia intimidad y más alto que lo más alto de nuestro ser» (Conf., 3, 6.11).

No juzguéis y no seréis juzgados (Cristo Pantocrátor, mosaico de la Deësis de Santa Sofía – Constantinopla, 1261

La parábola del árbol que da buenos frutos (Lc 6,43-45) arroja luz: «Porque no hay árbol bueno que dé fruto malo y, a la inversa, no hay árbol malo que dé fruto bueno. Cada árbol se conoce por su fruto. No se recogen higos de los espinos, ni de la zarza se vendimian uvas». La carta del apóstol Santiago sirve de comentario para esta palabra de Jesús: «¿Acaso la fuente mana por el mismo caño agua dulce y amarga? ¿Acaso, hermanos míos,  puede la higuera producir aceitunas y la vid higos? Tampoco el agua salada puede producir agua dulce» (St 3,11-12). La persona bien formada en la tradición de la convivencia comunitaria hace crecer dentro de sí una buena manera de ser que la lleva a practicar el bien. «Del buen tesoro de su corazón saca lo bueno», pero la persona que descuida su formación tendrá dificultad en producir cosas buenas. Porque «del malo saca lo malo, porque de la abundancia del corazón habla la boca». Respecto del «buen tesoro del corazón» merece la pena decir lo que el libro del Eclesiástico afirma sobre el corazón: «Mantén firme el consejo de tu corazón, que nadie es para ti más fiel que él. Pues e alma del hombre  puede a veces advertir más que siete vigías  sentados en lo alto para vigilar. Y por encima de todo esto suplica al Altísimo, para que enderece tu camino en la verdad» (Ec 37,13-15).

No basta decir Señor, Señor. Lo importante no es hablar bien de Dios, sino hacer la voluntad del Padre y ser así una revelación de su rostro y de su presencia en el mundo (Lc 6,46).

Benedicto XVI iluminó numerosos aspectos de la fe con textos científicos y pastorales llenos de sugerencias, de suerte que son hoy no pocos los acatólicos que se orientan tomando pie de sus enseñanzas, lo que no es casual, desde luego, pues no hay árbol bueno que dé fruto malo, ni malo que dé fruto bueno (cf. Lc 6,43).

El corazón es el centro de nuestro ser y el que determina lo que somos, así como la realización de nuestro destino aquí y en la eternidad. «Por encima de todo cuidado –nos pone sobre aviso el Libro de los Proverbios- guarda tu corazón, porque de él brotan las fuentes de la vida» (Pr 4,23). Así se explica que sea el corazón el que determina quiénes somos, cómo nos comportamos y los pasos a dar en la vida. En él se concentra toda nuestra fuerza para vencer en las tribulaciones. Es donde se forjan el valor, el miedo y gran parte de nuestra salud.

Aquello que existe en nuestro interior se manifiesta constantemente a través de nuestra palabra. Todo lo que dices ha sido guardado previamente en ti por tu elección, está ahí y sale de ti en tu discurso, en la forma en que comentas, criticas, juzgas, valoras o simplemente das rienda suelta a tu boca.

Lo que dices o dejas de decir en ti está. Tu palabra habla de tu realidad, de tu peculiar modo de ver las cosas. Tu consciencia la usa para decir lo que percibe y como lo percibe. Habla de tus emociones, del conocimiento de lo que te rodea, de cómo es la vida que vives, habla de ti y de lo que te gusta o disgusta, del amor que sientes, de cuanto compartes o rechazas.

Las palabras de tu boca, ¿son de bendición o de maldición? He ahí el quid. Maldecir es «hablar mal de algo o de alguien». Cuando hablamos mal de la Iglesia, estamos maldiciendo. Bendecir, en cambio, es «hablar bien de algo o de alguien». Dios nos ha bendecido para que podamos bendecir: hablemos bien, por tanto, de nuestros amigos, nuestra familia, nuestra congregación, nuestra ciudad. Personas hay que usan sus lenguas para causar dolor, heridas, desánimo, destrucción…Por eso la Biblia afirma que «muerte y vida están en poder de la lengua» (Pr 18,21).

Las palabras revelan lo que somos. De ahí la frase que vengo comentando en estas reflexiones (Lc 6,45): nos indica ella con entera claridad que eso que abunda en el corazón es lo que más se expresa en la palabra que a diario compartimos. Y es que las palabras revelan lo que nuestro corazón contiene. Son poderosas nuestras palabras: pueden dar vida o matar, sanar, herir, edificar, destruir, bendecir, maldecir. Toda palabra que sale de nuestra boca viene de nuestro corazón. En resumen, más que la capacidad que nuestro corazón pueda tener de alguna bondad, honestidad, o de buenas intenciones, más que todo esto nuestro corazón es engañoso.

Lema del escudo cardenalicio del Beato Newman

Dios mira el corazón, no la apariencia, y esa es la forma en que cada uno debería amar al otro. El lema cardenalicio del beato Newman, camino ya de la canonización, fue una frase extraída de san Francisco de Sales, de quien el aristócrata de Oxford era ferviente devoto: Cor ad cor loquitur («El corazón habla al corazón»). También fue lema del viaje de Benedicto XVI a Inglaterra y Gales, cuando beatificó al gran converso inglés (días 16-19.09.2010). Para Newman Cristo habla desde su corazón. Su plegaria, por eso, era invariable: «Cuando la Iglesia habla, Tú pasas a hablar». Cor ad cor loquitur. «De lo que rebosa el corazón habla su boca» (Lc 6,45).

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