«El que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío»

dejándolo todo, lo siguieron

Ahora que tanto se habla de ricos y pobres,  de ser y tener, de vivir y durar (sutil expresión esta, ya que no es la misma cosa, aunque lo parezca), nos sale al camino litúrgico san Lucas con el vocablo renuncia, empleado por el propio Jesús.

Palabra, dicho sea de paso, que puede infundir pavor aplicada al dinero, y no digamos ya si se utiliza como arma arrojadiza contra Satanás, sus pompas y sus vanidades, que son algo más preocupante que el carrusel bullanguero de una verbena pueblerina.

Los pobres dicen que el dinero no hace la felicidad, aunque tampoco la haga la miseria, pero lo que está claro es que lo primero que los ricos hacen con el dinero es ponerlo a buen recaudo sin perderlo de vista. De modo que ni te cuento ya si oyen de pronto hablar de renuncia. Y sin embargo, esa es justamente la conclusión del Evangelio de hoy: «El que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío» (Lc 14,33).

Nótese que Jesús habla de «renunciar a todos sus bienes» (Lc 14, 25-33:33), o sea que no se trata sólo de unos pocos bienes para salir del paso. No. «El que no renuncie a todos sus bienes -dice-, no puede ser discípulo mío» (v.33). Es más, para ilustrar esta condición, Jesús propone dos pequeñas parábolas: nadie se pone a construir una torre si no tiene con qué terminarla; nadie sale a combatir si sus tropas son insuficientes para hacer frente al enemigo.

Asimismo que nadie pretenda seguir a Cristo y ser discípulo suyo si no está dispuesto a renunciar a todos sus bienes. Tarde o temprano esos bienes van a serle un estorbo, como le ocurrió al joven rico: que «se alejó de Jesús triste, porque tenía muchos bienes» (Mt 19,22).

El Evangelio de hoy nos invita a examinar la radicalidad y la coherencia de nuestra adhesión a Jesús. El mártir San Ignacio de Antioquía en el siglo II conocía bien esta definición de discípulo de Cristo. Por eso cuando era llevado bajo custodia a Roma donde había de sufrir el martirio como pasto de las fieras, escribe a los cristianos de Roma para suplicarles que no hagan ninguna gestión que pueda evitarle el martirio, pues teme que para eso haya que transigir en algo de su adhesión a Cristo.

Y agrega: «Más bien convenced a las fieras que ellas sean mi tumba y que no dejen nada de mi cuerpo… Cuando el mundo ya no vea ni siquiera mi cuerpo, entonces seré verdaderamente discípulo de Jesucristo». Algo, después de todo, característico de los llamados Padres Apostólicos.

No hay vuelta de hoja, pues, ni alternativa que valga, ni términos medios que se ofrezcan interpuestos: O Jesús, o el dinero. Va en ello nada menos que ser discípulo suyo. ¿Pero qué significa de verdad ser «discípulo» de Jesús? Al discípulo se le exige, de entrada, optar «incondicionalmente» por Jesús; las personas queridas, la propia vida, el honor deben posponerse a Jesús. También la propiedad. Y los bienes. Y la pastizara esa, en fin, que ocupa y preocupa a tantos bolsillos adinerados.

Una sentencia particular exige el abandono de la propiedad por parte de los compañeros y colaboradores estables de Jesús. Todos sus pensamientos e intenciones deben estar orientados a lo que concierne al reino de Dios. La propiedad domina al hombre, tiene absorbido su pensar y su vida, lo somete a su hechizo. «No podéis servir a Dios y a Mammón [o sea el dios de la abundancia o de la avaricia material]» (Lc.16:13).

El llamamiento de Pedro y de los dos hijos del Zebedeo se cierra con estas palabras: «Dejándolo todo, lo siguieron» (Lc. 5:11). Del publicano Leví se refiere: «Dejándolo todo, lo seguía» (Lc. 5:28). Pedro, como portavoz de los doce, puede decir que lo han dejado todo (Lc. 18:28).

mientras iban de camino hacia Jerusalén…

Lo curioso del caso es que no a todos los que en alguna manera quieren seguir a Jesús se les exige que renuncien a todo lo que poseen. En la primitiva Iglesia de Jerusalén muchos se despojaron de sus bienes (Hech.2,45), es cierto, pero se podía pertenecer a la Iglesia sin renunciar a todas las posesiones (Hech. 5:4).

Por supuesto que una frase así se las trae: «El que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío» (Lc 14,33). Como para que a cualquiera se le quede grabada y no se le vaya fácilmente de la cabeza.

La simple formulación es portadora de una carga realista e hiriente. ¿Qué pasaría si el dinero dejara de ser el móvil de la actuación humana? Buena pregunta esta para todos los santuarios del juego bursátil. Porque es justamente esto, ni más ni menos, lo que Jesús pide con esta frase. Nos hallamos una vez más ante un enunciado incisivo, que deja a los oyentes la especificación concreta de las consecuencias. Un enunciado ante el cual no pocos oyentes alucinan, como ahora se dice.

Hace ya una década manejé una información donde se decía que más de 2.500 repulsivos compatriotas habían puesto sus fortunas en Suiza. ¿Dónde se han llevado el dinero de España los que le vieron tomar las de Villa Diego, antes de que se formara la de San Quintín?, se preguntaba un ocurrente escritor. Lo más extraño del caso es que hubiera más de 2.500 fortunas escondidas en Suiza, esperando la hora propicia de que cantaran -y no la palinodia- los relojes de cuco. ¡Un capital que ascendía, ya entonces, a 10.000 millones de euros!

En estas condiciones no cabe duda que ser discípulo de Jesús no es un camino fácil. Nos lo recuerda san Lucas cuando introduce en el texto la parábola de una persona que quiere construir una fortificación para proteger sus tierras y la parábola de un rey que va a emprender una guerra. La fortificación a construir es cara más que las perlas de coral; la guerra a emprender, en cambio, desigual (un ejército de diez mil contra uno que dobla sus efectivos).

Es decir, en ambos casos se trata de empresas difíciles y problemáticas y que, por ello mismo, no se pueden afrontar a la ligera. Ser discípulo de Jesús, recordémoslo por si acaso, es también una empresa difícil, que tampoco puede afrontarse a la ligera.

Bajo la forma de condiciones del caminar cristiano, lo que en realidad sigue ofreciéndonos el evangelista son nuevos rasgos de ese caminar. Son tres: absoluta disponibilidad, riesgo de muerte y el dinero, que no es ya la razón del ser y del actuar, aunque sí constituya un mojón de referencia entre el ser y el tener. La sola enumeración deja entrever su dificultad.

Los rasgos de hoy apuntan hacia tendencias muy arraigadas en la actual sicología de la persona. El mínimo esfuerzo y el repliegue en uno mismo, el instinto de vivir, la seguridad del dinero: tres tendencias que parecen muy naturales. De esto se concluye que el ser cristiano no se ventila en el orden de la moralidad sino en el de las estructuras y relaciones personales.

Estamos demasiado habituados a pensar que ser cristiano es cumplir los mandamientos, cuando este cumplimiento es, en realidad, tarea común del cristiano y del que no lo es. Ser cristiano presupone, por supuesto, ese cumplimiento; pero no se agota en él ni mucho menos se especifica por él.

Y es que ser cristiano es una forma diferente de ser persona, forma que se ventila en el profundo e invisible ámbito de las estructuras sicológicas, tales como la necesidad de repliegue, el instinto de vivir y la seguridad. Mil veces habremos repetido que no es igual un santo triste que un triste santo, como tampoco lo es un hombre pobre que un pobre hombre.

renunciar a todo por seguir a Cristo

Quien sigue a Jesús no es un discípulo cualquiera que aprende cualquier clase de doctrina, sino que se convierte en discípulo amado, capaz de narrar las maravilla de Dios, cuando el fuego del Espíritu hace de él una llama sobre el candelero del mundo. ¡Hoguera del Espíritu!

Uno de los compromisos firmes siempre será el de proclamar a Cristo resucitado, el de responder a sus palabras con generosidad, abandonando a menudo seguridades personales y materiales, llegando incluso a dejar el propio país, afrontando situaciones nuevas y no siempre fáciles. ¿Quién no recuerda lo que hoy día representan para el cristianismo las oenegés?

Llevar a Cristo a los hombres y a los hombres a Cristo: esto es lo que anima toda obra evangelizadora. «Seguir a Cristo» exige la aventura personal de buscarlo, de caminar con él, de enamorarse de él, pero también implica siempre, siempre, salir de la cerrazón del yo, quebrar el individualismo que frecuentemente caracteriza a nuestro tiempo, para sustituir el egoísmo por la comunidad del hombre nuevo en Jesucristo.

Y ello acontece en una relación profunda con él, en la escucha de su palabra, al recorrer el camino que nos ha indicado; se lleva a cabo, inseparablemente, al creer con su Iglesia, con los santos, en los que se da a conocer siempre nuevamente el verdadero rostro de la Esposa de Cristo.

Jesús va camino de Jerusalén. El evangelista nos dice que le acompañaba mucha gente. Sin embargo, Jesús no se hace ilusiones. No se deja engañar por entusiasmos fáciles de las gentes. A veces hasta san Pedro los tenía con su característico arrojo de pro ante Jesús. A algunos les preocupa hoy cómo va descendiendo el número de los cristianos. A Jesús le interesaba más la calidad de sus seguidores que su número.

De pronto se para y comienza a hablar a aquella muchedumbre de las exigencias concretas que encierra el acompañarlo de manera lúcida y responsable. No quiere que la gente lo siga de cualquier manera. Ser discípulo de Jesús es una decisión que ha de marcar la vida entera de la persona.

la verdadera riqueza es Dios

Jesús no está pensando en deshacer los hogares eliminando el cariño y la convivencia familiar como si fuera un aguafiestas -¡qué va!- (no saquemos las cosas de quicio). Pero, si alguien pone por encima de todo el honor de su familia, el patrimonio, la herencia o el bienestar familiar, o la amistad de sus íntimos, o la salud incluso, no podrá ser su discípulo ni trabajar con él en el proyecto de un mundo más humano.

Más aún. Si alguien piensa solo en sí mismo y en sus cosas, si vive solo para disfrutar de su bienestar, si se preocupa únicamente de sus intereses, que no se llame a engaño, no puede ser discípulo de Jesús.

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