«Te seguiré adondequiera que vayas»

Y Elías le fue arrebatado a Eliseo en un carro de fuego

El Evangelio de este décimo tercer Domingo del tiempo ordinario, del ciclo C, pone de manifiesto cómo el Señor se comportó distintamente con tres hombres. A uno que se ofreció a seguirlo lo rechazó; a otro que no se atrevía lo animó a ello; por fin, a un tercero que lo difería y se hacía el remolón lo censuró. Puestos  al título, cabría decir que este de hoy es el Domingo de la llamada y del seguimiento. Ambos con sus exigencias, claro es, y ahí es donde me parece a mí que abunda la catequesis dominical de esta fecha.

San Agustín de Hipona afrontó este fragmento con su acostumbrada pericia: «¿Quién más dispuesto -se pregunta-, más resuelto, más decidido ante un bien tan excelente como es seguir al Señor adondequiera que vaya que aquel que dijo: Señor, te seguiré adondequiera que vayas? (Lc 9,57). (Y prosigue con su típico exhorto pastoral) Lleno de admiración, preguntas: ¿Cómo es esto; cómo desagradó al Maestro bueno, nuestro Señor Jesucristo, que va en busca de discípulos para darle el reino de los cielos, hombre tan bien dispuesto? Como se trataba de un maestro que preveía el futuro, entendemos que este hombre, hermanos míos, si hubiera seguido a Cristo, hubiera buscado su propio interés y no el de Jesucristo. Pues el mismo Señor dijo: No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos (Mt 7,21). Este era uno de ellos; no se conocía a sí mismo como lo conocía el médico que lo examinaba» (Sermón 100,1).

Ahora que andamos a vueltas con la escasez de vocaciones, no sobrará recordar que quien tiene la suerte de conocer a un joven o una chica que deja su familia de origen, los estudios o el trabajo para consagrarse a Dios, sabe bien de lo que se trata, de qué va la cosa, porque tiene delante un ejemplo vivo de respuesta radical a la vocación divina. Esta es una de las experiencias más bellas que se hacen en la Iglesia: ver, palpar la acción del Señor en la vida de las personas; experimentar que Dios no es una entidad abstracta, sino una Realidad tan grande y fuerte y concreta que llena de modo sobreabundante el corazón del hombre, una Persona viva y cercana, que nos ama y pide ser amada. Lo curioso es advertir que este cuadro no es únicamente propio de una conversión a lo san Pablo, o a lo san Agustín, o a tantos y tantos conversos. No. Es una circunstancia tantas veces vivida, tantos ratos admirada y hasta protagonizada, que somos de ella frecuentemente testigos. Y ahí le duele, porque pasa por delante de nosotros sin que nos percatemos de que en ella concurren la llamada y el seguimiento.

El evangelista san Lucas nos presenta hoy mismamente a Jesús que, mientras va de camino a Jerusalén, se encuentra con algunos hombres, probablemente jóvenes, que prometen seguirlo dondequiera que vaya. Con ellos se muestra muy exigente, advirtiéndoles que «el Hijo del hombre —es decir él, el Mesías— no tiene donde reclinar su cabeza», o sea no tiene una morada estable, y que quien elige trabajar con él en el campo de Dios ya no puede dar marcha atrás (cf. Lc 9, 57-58.61-62).

San Pablo a los Gálatas: habéis sido llamados a la libertad

A otro, en cambio, Cristo mismo le dice: «Sígueme», pidiéndole un corte radical con los vínculos familiares (cf. Lc 9, 59-60). Estas exigencias puede que parezcan muy duras. En realidad expresan la novedad y la prioridad absoluta del reino de Dios, que se hace presente en la Persona misma de Jesucristo. En última instancia, se trata de la radicalidad debida al Amor de Dios, al cual Jesús mismo es el primero en obedecer. Quien renuncia a todo, incluso a sí mismo, para seguir a Jesús, entra en una nueva dimensión de la libertad, que san Pablo define como «caminar según el Espíritu» (cf. Ga 5,16). «Para ser libres nos libertó Cristo» —escribe el Apóstol— y explica que esta nueva forma de libertad que Cristo nos consiguió consiste en estar «los unos al servicio de los otros» (Ga 5,1.13). Libertad y amor coinciden. Por el contrario, obedecer al propio egoísmo conduce a rivalidades y conflictos.

Entiendo que la reciente solemnidad del Sagrado Corazón de Cristo, este año el viernes 28, es magnífica ocasión para contemplar el misterio del Corazón divino-humano del Señor Jesús, para beber de la fuente misma del Amor de Dios. Quien fija su mirada en ese Corazón atravesado y siempre abierto por amor a nosotros, siente la verdad de esta invocación: «Sé tú, Señor, mi único bien» (Salmo responsorial), y está dispuesto a dejarlo todo para seguir al Señor. ¿Quién no recuerda la famosa encíclica de Pío XII, Haurietis aquas, sobre el culto al Sagrado Corazón de Jesús?

Todos recibimos la vocación a ser hijos de Dios y vivir en santidad, no solo los sacerdotes y religiosas. Todos los humanos. Dentro de la llamada universal, cada uno recibe una particular para edificar la Iglesia (Ecclesia: Con-vocación) y dar gloria a Dios.

La vocación que nos une (ser hijos de Dios, hermanos en la Iglesia) es más importante que lo que nos distingue (ser laicos, sacerdotes o religiosos). Esta verdad no reduce la importancia de las vocaciones particulares. Cada uno con su propia vocación cumple su misión de amar y servir: todas las vocaciones, a la postre, se complementan y enriquecen mutuamente dentro del mismo Cuerpo de Cristo. Jesús, la Cabeza, también tiene una vocación: El Padre lo envió a salvarnos, entregando su vida.

Nos da, pues, Jesús ejemplo antes de exigir un seguimiento radical. En camino hacia la entrega de su vida, encuentra algunos que anhelan seguirle. Uno le dice: «Te seguiré adondequiera que vayas» (Lc 9,57) ¡Qué disponibilidad la suya! ¿Hemos dicho nosotros a Jesús algo así? ¿Nos lo hemos planteado alguna vez siquiera? La respuesta de Jesús es tan escueta como sobrecogedora: «Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza» (Lc 9,58). 

Jesús no tiene lugar. No se trata de una posible situación en el futuro, no. Jesús acaba de ser rechazado en el pueblo donde iba a descansar. Precisamente va de camino a otro lugar sin saber si podrá encontrar alojamiento. Ya desde su nacimiento es una constante en Él ser rechazado y encontrarse sin lugar.

Y Él, claro es, desea que sus seguidores comprendan esta dura realidad. No promete bienestar. Sus seguidores sufrirán toda clase de pruebas y carencias. ¿Deseas todavía seguirle…? Ah, entonces es solo por amor. Es lo que Él quiere. Que le sigan solo por amor. Quien sigue a Jesús debe renunciar a todo. Nada puede estar por encima de Su llamada.

Nota la radicalidad de Jesús cuando dice: «Deja que los muertos entierren a sus muertos»(Lc 9,60). Jesús no se opone a que enterremos a los muertos, lo cual es una obra de misericordia. Tampoco quiere quebrantar a la familia. Antes bien, porque enterrar a muertos y amar la familia son bienes obviamente queridos por Dios, sirven de referencia para enseñar que la llamada de Jesús está por encima de todo, aun de lo bueno, porque Él es Dios.

No habría conflicto entre la vocación y familia si todos comprendieran que cada miembro pertenece ante todo a Dios y respetasen su vocación. Ante una vocación al sacerdocio o a la vida religiosa, hay a veces familiares que no aceptan, o jóvenes que no logran vencer su excesivo apego a la familia.

A Jesús no se le pueden poner condiciones. Ni tampoco que se acomode a nuestro gusto. Pensar que los tiempos han cambiado, y ya la moral no es igual, equivale a relegar la vida cristiana a una moda pasajera. Pero Cristo, está claro, no cambia. Es el mismo ayer, hoy y siempre. Por eso no se puede seguir a Jesús y seguir las costumbres del mundo que contradicen la moral cristiana.

El difícil seguimiento de Jesús

Enseña san Pablo a los Gálatas, y en ellos a nosotros hoy: «Si vivís según el Espíritu, no daréis satisfacción a las apetencias de la carne. Pues la carne tiene apetencias contrarias al espíritu, y el espíritu contrarias a la carne, como que son entre sí antagónicos, de forma que no hacéis lo que quisierais. Pero, si sois conducidos por el Espíritu, no estáis bajo la ley» (5,16-18). Jesús nos llama a vivir en el Espíritu, lo cual requiere renunciar a la carne. Pero el cristiano vive en un mundo donde vivir en la carne (pecado) es la norma aceptada.

Para mantenerse en su vocación en medio de tanta tentación, el cristiano ha de saber que está en el mundo pero no es del mundo. Ha de vivir unido a Cristo a través de la oración y la práctica de la fe en la Iglesia. Por eso añade san Pablo: «Hermanos, habéis sido llamados a la libertad; sólo que no toméis de esa libertad pretexto para la carne; antes al contrario, servíos por amor los unos a los otros» (5,13).

Jesús nos dice hoy: «Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios» (Lc 9,62)). No se puede mirar a lo que dejamos atrás sino a lo que está delante: la promesa de Jesús. Una vez tomada esta determinación la vida nueva se hace muy feliz y experimentamos la libertad que Pablo enseña. Libertad para amar con el amor de Jesús en un mundo de Él tan necesitado.

Desdichadamente, Jesús tiene tantas veces que seguir adelante sin nosotros. Y no solo entre los que le niegan directamente, sino también cuando falta la honestidad y el amor necesario para escuchar su llamada en la conciencia. No responder a la llamada de Jesús es no permitirle darnos la vida feliz y plena en la tierra y la salvación eterna.

Llamada de Dios y llamada al Reino de Dios: ambas cosas. En la primera lectura, Dios llama por el profeta Elías y llama a Eliseo. En la segunda, Cristo llama a la libertad y a la caridad. Y en el Evangelio, Cristo llama al Reino de Dios. En el capítulo del seguimiento, Eliseo abandona la yunta de bueyes y sigue a Elías. San Pablo escribe de seguir rumbo a la libertad y al amor viviendo según el Espíritu.

Y buscarlo sin condiciones

Hemos de seguir a Jesucristo buscando el interés de Cristo no el propio. Y, una vez puestos ya en camino, hacerlo sin condiciones, sin mirar atrás. ¿Buscamos a Cristo o nos buscamos, más bien, a nosotros mismos? ¿Siguiendo a Cristo con entrega total, o poniendo condiciones, como si se tratase del sistema métrico decimal? ¿Sin cansarnos o con abandonos intermitentes, como si fuera un seguimiento sincopado y arrítmico? Ojalá podamos responder de modo positivo a estos interrogantes, en sí mismos, por otra parte, nada fáciles ni superficiales.

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