« El último de todos y el servidor de todos »



El evangelista Marcos pinta el icono de Jesús como Mesías --anunciado por Isaías (cf. Is 53)-- que no vino para ser servido, sino para servir (Mc 10, 32-45), único modo de que uno en la vida sirva para algo. Su estilo de actuación se convierte en la base de las nuevas relaciones en la comunidad cristiana y de un modo nuevo de ejercer la autoridad. Camino de Jerusalén, Jesús anuncia por tercera vez a sus discípulos la vía por donde llevará a cumplimiento la obra encomendada por el Padre: es la escondida senda de la humilde auto-donación hasta el sacrificio de sí. O sea, el camino de la Pasión, el de la cruz. Difícil camino, ciertamente, porque está empedrado de abajamientos y negaciones.

Y, sin embargo, incluso después de este anuncio, como sucedió con los anteriores, los discípulos manifiestan lo difícil que se les hace entender y llevar a cabo el necesario «éxodo» de una mentalidad mundana hacia la mentalidad de Dios. En este caso, son los dos hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, quienes piden a Jesús sentarse en los primeros puestos a su lado en la «gloria», dejando así entrever con ello expectativas y proyectos de grandeza, de autoridad, de honor según el mundo. Vamos, del tufillo de una victoria punto menos que militar.

Jesús, que conoce el corazón del hombre, no queda turbado por esta petición, sino que inmediatamente explica su profundo alcance: «No sabéis lo que pedís»; después guía a los dos hermanos a comprender lo que conlleva seguirlo. Cuando lo comprendan, ¡pobrecitos ellos!, no se van a quedar fríos…

¿Cuál es ese camino? El del Maestro, sin duda, el de la obediencia total a Dios. Por esto Jesús pregunta a Santiago y a Juan: ¿estáis dispuestos a compartir mi elección de cumplir hasta el final la voluntad del Padre? ¿Estáis dispuestos a recorrer esta ruta que pasa por la humillación, el sufrimiento y la muerte por amor? Con su rápida respuesta —«podemos» (Mc 10,39)— dejan una vez más al descubierto que no han entendido ni jota de lo que el Maestro les anuncia.



Por eso Jesús, con paciencia, les hace de nuevo dar un paso adelante: ¡Ni siquiera experimentar el cáliz del sufrimiento y el bautismo de la muerte da derecho a los primeros puestos! Porque eso es «para quienes está preparado» (Mc 10,40). Está en manos del Padre celestial. El hombre, pues, no debe calcular, ni hacer cábalas, ni levantar torres, ni creerse la alegría de la huerta. Debe simplemente abandonarse a Dios sin pretensiones, sin condiciones, conformándose a su voluntad.

La indignación de los otros discípulos da pie a extender la enseñanza al grueso de la comunidad. Ante todo Jesús «los llamó a sí»: es el gesto de la vocación originaria, a la cual los invita a volver. Es muy significativa esta referencia al momento constitutivo de la vocación de los Doce, al «estar con Jesús» para ser enviados.

Y lo es porque recuerda claramente que todo ministerio eclesial siempre es respuesta a una llamada de Dios, nunca fruto de un proyecto propio ni de una ambición, y menos todavía, claro, de un capricho. Es, sencillamente, conformar la propia voluntad a la del Padre que está en los cielos, como Cristo en Getsemaní (cf. Lc 22,42).

Nadie en la Iglesia es amo, sino que todos son llamados, enviados, alcanzados, dirigidos, guiados por la gracia divina. Y esta es también nuestra seguridad. Sólo volviendo a escuchar la palabra de Jesús, que pide «ven y sígueme»; sólo volviendo a la vocación originaria, es posible entender la propia presencia y la propia misión en la Iglesia como auténticos discípulos.

San Agustín abordó a menudo en su oratoria sagrada este episodio de los hijos del Trueno: « El evangelio –dice-- nos habla de sus rifirrafes sobre quién había de ser el primero. Aún estaba el Señor en la tierra, y andaban agitados por la dimensión de la principalidad. ¿De dónde les venían estos movimientos sino de la levadura vieja? ¿De dónde les venían sino de la ley de sus miembros, en pugna con la ley de la razón? Esclavos aún de la codicia, ambicionan la cumbre, y piensan en quién ha de ser el mayor entre ellos. Echase mano de un niño para confundir sus altanerías. Jesús, en efecto, apeló a esta humilde edad para domeñar su hinchada codiciosidad » (Sermón 145,6).

La petición de Santiago y Juan y la indignación de los «otros diez» Apóstoles plantea, por lógica continuidad, una cuestión central a la que Jesús desea responder: ¿Quién es grande? O mejor aún: ¿quién es «primero» para Dios? Ante todo, la mirada va al comportamiento que corren el riesgo de asumir «los que son tenidos como jefes de las naciones» (Mc 10,42): «dominar y oprimir» son, por cierto, verbos diametralmente opuestos a servir.

Jesús indica a los discípulos un modo completamente distinto: «No ha de ser así entre vosotros» (Mc 10,43). Su comunidad sigue otra regla, otra lógica, otro modelo, otro rumbo: «El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos» (Mc 10,43-44). En la tarde del lavatorio de los pies Jesús ilustrará con su ejemplo lo que ahora les dice.



Sale claro así que el criterio de la grandeza y del primado según Dios no es el dominio, sino el servicio; la diaconía es la ley fundamental del discípulo y de la comunidad cristiana, y nos deja entrever algo del «señorío de Dios». Jesús indica también el punto de referencia: el Hijo del hombre, que vino para servir. Esto es, sintetiza su misión en la categoría del servicio, entendido éste no en sentido genérico, sino en el concreto de la cruz, del don total de la vida como «rescate», como redención para muchos. Y lo indica, además, como condición para seguirlo.

Es un mensaje que vale, sin duda, para los Apóstoles. Pero también para la Iglesia toda. Vale muy especialmente para quienes tienen la tarea de guiar al pueblo de Dios. No es la lógica del dominio, del poder según los criterios humanos, sino la del inclinarse para lavar los pies, la del servicio, la de la cruz que está en la base de todo ejercicio de la autoridad.

La Iglesia se ha esforzado en todos los tiempos por conformarse a esta lógica y testimoniarla para hacer transparentar el verdadero «señorío de Dios», el del amor. En algunos casos no siempre lo ha conseguido, es cierto, pero han sido a la postre casos particulares, puntuales. Como institución, la Iglesia fue siempre samaritana.

Se trata de seguirlo en su entrega de amor humilde y pleno a la Iglesia su esposa, en la cruz: es en ese madero abrupto donde el grano de trigo, que el Padre dejó caer en el campo del mundo, muere para convertirse en fruto maduro. Para esto hace falta un arraigo todavía más profundo y firme en Cristo. La relación íntima con él, que transforma cada vez más la vida a fin de poder decir con san Pablo «ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2,20), constituye la exigencia primaria para que nuestro servicio sea sereno y gozoso, y para que pueda dar el fruto que el Señor espera de nosotros.

Al anunciar a sus discípulos que deberá sufrir y ser ajusticiado antes de resucitar, Jesús quiere que comprendan quién es de verdad: un Mesías sufriente, servidor, no un libertador político todopoderoso. Es siervo obediente a la voluntad del Padre hasta entregar su vida. Es lo que anunciaba ya el profeta Isaías en la primera lectura. Así, Jesús va contra lo que muchos esperaban de él: de ahí los reproches de Pedro, rechazando el sufrimiento y la muerte de su maestro (cf. Mc 8,32). Jesús le precisa que quien quiera ser discípulo suyo, debe aceptar ser un servidor, como él mismo se ha hecho siervo.

Seguir a Jesús, es tomar su Cruz para acompañarle en su camino, arduo camino, que no es el del poder o el de la gloria terrena, sino el que lleva necesariamente a la renuncia de uno mismo, a perder su vida por Cristo y el Evangelio, para ganarla. Optar por Jesucristo, siervo de todos, requiere una intimidad cada vez mayor con él, poniéndose a la escucha de su Palabra, para descubrir en ella la inspiración de nuestras acciones.

Con Evangelio en mano resulta comprensible que la autoridad sea para el servicio. Lo dijo con extraordinaria nitidez el Vaticano II: «Podemos pensar, con razón, que la suerte futura de la humanidad está en manos de aquellos que sean capaces de transmitir a las generaciones venideras razones para vivir y para esperar» (GS 31,3). Los que ejercen una autoridad deben ejercerla como un servicio. El ejercicio de una autoridad está moralmente regulado por su origen divino, su naturaleza racional y su objeto específico. Nadie puede ordenar o establecer lo que es contrario a la dignidad de las personas y a la ley natural.

Deben los superiores ejercer la justicia distributiva con sabiduría, teniendo en cuenta las necesidades y la contribución de cada uno y atendiendo a la concordia y a la paz. «Entonces se sentó, llamó a los Doce, y les dijo: ‘Si uno quiere ser el primero, hágase el último de todos y servidor de todos’» (Mc 9,35). Y para hacer más gráfica la enseñanza tomó a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: «El que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe; y el que me reciba a mí, no me recibe a mí sino a Aquel que me ha enviado» (Mc 9,37).



El Señor quiere enseñar a quienes han de ejercer la autoridad en la Iglesia, familia, sociedad, que esa facultad es un servicio que se presta. Nos habla a todos de humildad y abnegación para saber acoger en los más débiles al mismo Cristo. En este niño que Jesús abraza están representados los niños todos del mundo, y los necesitados, desvalidos, pobres, enfermos, en quienes nada destacado hay que admirar.

Todo inclina a pensar, por eso mismo, que ciertos comportamientos actuales de algunos sacerdotes y jerarcas distan toto coelo de estas consignas evangélicas. La cenagosa crisis por que atraviesa la Iglesia actual, con tanto abuso de menores refleja bien a las claras cuán lejos estamos de ser los últimos de todos y servidores de todos. Hay nombres que ni con lejía van a ser fáciles de lavar.

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