José de Segovia “Siente a un pobre en su mesa”

Lo que la gente llama muchas buenas obras, no son más actos para nuestra propia gloria que a Dios no le impresionan.

'Plácido' muestra la miseria de la España franquista

Cada Navidad se repiten los mismos discursos de solidaridad y buena voluntad para con la gente. Aunque la filantropía apele ahora a un sentido humanitario más general, pervive todavía el llamado a la caridad propio de la celebración tradicional de la Navidad católica. Pocas películas hay tan demoledoras de ello como la española Plácido, nominada al Oscar en 1961. Este año 2021 es el centenario de su director, Luis García Berlanga.

Rodada en Manresa, la historia nos lleva a la Nochebuena de una pequeña ciudad española a principios de los años sesenta. Un grupo de beatas responde a una campaña franquista para promover la “caridad cristiana” bajo el lema “siente a un pobre en su mesa”, que era el título de la película hasta que la censura lo sustituyó por el nombre del protagonista. Las señoras recurren a una marca de ollas a presión para promover un acto benéfico con algunos artistas que vengan de Madrid a participar en un “radiomaratón solidario”, precedente de nuestros “telemaratones de Navidad”.

Berlanga fue a Hollywood con la película nominada para los Oscar.

El encargado de organizar esta jornada humanitaria de desfiles y subastas es Quintanilla, interpretado por el inimitable José Luis López Vázquez, que vio este esperpento, no como un mero retrato de la época, sino como un reflejo de la “España eterna”. Contrata para la publicidad a un pobre hombre llamado Plácido, que encarna en su primer papel cinematográfico el humorista radiofónico Cassen, que ha de recorrer la ciudad con una enorme estrella navideña en su motocarro. Lo que pasa es que si no paga una letra que debe por el vehículo va a perder el medio con que mantiene a su familia, ¡aunque vivan en unos urinarios!

Todo es fachada

La genial película de Berlanga nos presenta las mezquindades e hipocresías de una sociedad de apariencias que ninguna productora quería reflejar. El director valenciano había tenido ya serios problemas con su anterior realización, Los jueves, milagro. Lo que le había impedido acometer ningún proyecto durante cuatro años. La historia de las fraudulentas apariciones de San Dimas, promovidas por un grupo de avispados comerciantes para atraer turismo a un balneario, fue tan mal tratada por la censura que un cura escribió la segunda parte, haciendo que el verdadero santo bajara a la tierra, para que se acabarán arrepintiendo y fueran buenos.

Plácido es la primera colaboración de Berlanga con el guionista riojano Rafael Azcona, que había hecho ya con el director italiano Marco Ferreri dos lúcidas aproximaciones a la picaresca nacional, El pisito y El cochecito. La sonrisa en estas comedias se vuelve agria. A Berlanga no le gustaba el término humor negro. Le parecía algo extranjero. Sus obras reflejan la España de la que hablan los versos de Quevedo, las pinturas de Goya y Solana, o las películas de Buñuel. Vemos el oportunismo de un país mediocre y pretencioso, al que los pobres le importan un pimiento.

Como en todas estas películas corales, no queda títere con cabeza. Su nominación a los Oscar, junto a la película de Bergman, Como en un espejo, que se llevó finalmente, el premio, atrajo a los directores más importantes de Hollywood, como Vidor, Wyler, Sternberg, Capra, Mamoulian, Zinneman, o Wilder, que admiraron sus planos-secuencia. Aunque los filmes de Berlanga son difíciles de subtitular, ya que todos hablan al mismo tiempo. Tienen el murmullo latino de fondo, que sigue haciendo a nuestra cultura, especialmente ruidosa. Tienen la influencia italiana de Zavattini, el guionista de Ladrón de bicicletas o Umberto D, que intentó trabajar con Berlanga pero la censura se lo impidió.

Berlanga se inspiró en la campaña católica de 'Siente a un pobre en su mesa'.

Para entender los prejuicios que gobernaban el régimen, el director solía contar cómo una vez presentó un guión a la “censura previa” que incluía un plano general de la Gran Vía madrileña, donde se veían simplemente coches circulando por la calzada y peatones por las aceras. Al eliminar el censor la escena, impidiendo su rodaje, no le dio explicación alguna. Años después le preguntó cuál era el problema. Le contestó que al ser una película de Berlanga, ¿quién les iba a garantizar que no iba a poner entre los peatones, un cura saliendo de la sala de fiestas de Pasapoga? A lo que el director respondió: “No se me había ocurrido, ¡me parece una idea magnífica!”.

Una sociedad de apariencias

Los personajes, como piezas de un belén, se afanan en lograr unos objetivos que la mayor parte de las veces son egocéntricos e insolidarios. Nadie se salva de la crítica. Incluso los desheredados se muestran llenos de egoísmo –el hermano de Plácido no sólo no quiere ayudarle, sino que se queda con una de las cestas que tiene que repartir–. Impera la doble moral, por la cual sólo sobrevive quien tiene contactos –Quintanilla siempre hace referencia a su padre, cuando quiere conseguir algo–.

“Hoy por ti, mañana por mí”. Berlanga explica que sus “películas hablan de individuos que quieren conseguir algo y durante toda la acción lo intentan, pero al final no lo consiguen”. Ya que son historias que nos dejan sin esperanza. Nos enfrentan a este mundo, donde cada uno va a lo suyo, sin importarle el prójimo.

Todo son conveniencias en una sociedad mezquina y aprovechada.

“Los seres humanos independientemente de su condición social, de su fortuna o de su ideología, son incapaces de comunicarse entre sí”, dice Berlanga. Este tema, que resalta Victor Erice en su crítica de la película, es curiosamente el mismo del film de Bergman que consiguió el Oscar (Como en un espejo). Aquel en un contexto luterano, como era Suecia a principios de los sesenta, mientras que éste, en un país tan católico como era España en aquella época. Una sociedad hipócrita, donde lo que importan son las apariencias.

Decía Ángel Fernández-Santos que es “uno de los filmes más originales y profundos que se han hecho sobre el vacío, la frustración y la inexpresividad que reposa bajo la incontinente verborrea” española. Para el fallecido crítico de El País, es “una cascada de palabras, una sucesión febril de tipos que no dicen nada, absolutamente nada, los unos a los otros”. Concluía en su comentario del año 1976 que “jamás el silencio se expuso con tanto ruido”.

Berlanga tuvo tantos problemas con la censura que un cura reescribió la segunda parte de 'Los Jueves, Milagro'.

Nuestra supuesta caridad

Es la falsa caridad que trata al pobre como mascota y convierte los actos de beneficencia en un escaparate. Todos participan de su exhibicionismo, empezando por los periodistas que tanto lo publicitan. Nadie sale bien parado. Todo es descrito con tal crudeza y sordidez que no se salva ni el proletariado. Pobres o ricos, no hay quien no vaya a lo suyo. Abandonamos a los demás, en el momento que más nos necesitan.

La película acaba con un villancico final sorprendente. Lo canta La Paquera de Jérez con José Menese. Berlanga cambia las últimas líneas de la letra tradicional, para terminar su historia con un cierre desolador...

“Madre, en la puerta hay un niño,
más hermoso que el sol bello.
Tiritando está de frío,
porque viene casi en cueros.
Pues dile que entre y se calentará,
porque en esta tierra
ya no hay caridad,
ni nunca la ha habido,
ni nunca la habrá.

Esta supuesta caridad es como la de los fariseos que en los días de Jesús, cuando daban al pobre, se hacían acompañar de trompetas para que todo el mundo se diera cuenta de lo que hacían (Mateo 6:1-4). Lo que la gente llama muchas buenas obras, no son más actos para nuestra propia gloria que a Dios no le impresionan. Incluso nuestros mayores esfuerzos por hacer lo bueno, no convierten estos actos en justos. Ante su justicia suprema “nuestras justicias son como trapos de inmundicia” (Isaías 64:6).

'Plácido' critica la hipocresía de una sociedad de apariencias.

La justicia que nos salva

Lo que recordamos cada Navidad es que Dios ha montado un programa para saciar al hambriento, por el que “los que tienen hambre y sed de justicia, ellos serán saciados” (Mateo 5:6). Nos invita a un festín de justicia, que no es resultado de nuestros esfuerzos, que no son capaces ni de alimentar un gorrión hambriento. En el Evangelio encontramos la justicia perfecta, revelada desde el cielo, que se nos ofrece como un regalo (Romanos 1:17) en la persona de Cristo Jesús.

Continua el villancico de la película de Berlanga, diciendo que “entró el Niño y se sentó, / y mientras se calentaba, / le preguntó la patrona / ¿de qué tierra y de qué patria” era?”. Su respuesta es: “mi Padre es del cielo”. Y repite dos veces al final de cada verso: “Yo bajé a la tierra para padecer”. ¡Ese es el corazón del Evangelio! El increíble intercambio por el que nuestra falta de caridad es puesta sobre los hombros de Jesús en la cruz, para darnos a cambio su perfecta justicia por su sufrimiento en la cruz.

Llenos de una justicia que no es la nuestra, tenemos más hambre y sed de ella. Así que cuánta más recibimos de su justicia, más somos conscientes de que nuestros pensamientos, ideas y actitudes, están todavía lejos de su perfecta voluntad. Pero la promesa es que si somos conscientes de nuestra pobreza, un día seremos saciados. Él nos sienta en su Mesa. Y su caridad no tiene nada de aparente.

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