José de Segovia 40 años del recreo de La Movida

No era un movimiento al uso. No tenía programa, ni manifiesto alguno, sino que más bien era una eclosión improvisada de expresión creativa juvenil.

Kaka de Luxe, el grupo primigenio de la Movida.

Javier Marías no recuerda los años 80 en Madrid como “la edad de oro”, sino como “la del recreo”. Tras el aburrimiento del franquismo y los sobresaltos de la transición, llegó el tiempo libre. Y “en el recreo lo que más se hace es presumir, pegarse un poco y jugar a la comba”. Es con esa inconsciencia adolescente que, aunque no me drogara y haya sobrevivido la locura de aquellos años, entiendo la frase: “Si recuerdas la Movida, es que no estuviste en ella”.

El acto fundacional de La Movida fue un homenaje al batería del grupo que luego serían Los Secretos –formado por los tres hermanos Urquijo, que entonces se llamaba Tos–, Canito, muerto en un accidente de tráfico en Nochevieja. Se celebró el 9 de febrero de 1980 en el salón de la Escuela de Ingenieros de Caminos de Madrid, dirigida por el padre de Ana Torroja, de Mecano desde 1980. El concierto fue retransmitido por la radio que yo escuchaba al volver del colegio, Onda 2 de Radio España, así como el programa de Televisión Española, Popgrama. Actuaron aquel día Alaska y los Pegamoides, Nacha Pop, Paraíso, Mamá y Mermelada.

La Movida no era un movimiento al uso. No tenía programa, ni manifiesto alguno, sino que más bien era una eclosión improvisada de expresión creativa juvenil, que tenía mucho de emulación de lo foráneo, como muestra el término Nueva Ola –traducción de la New Wave–. A pesar de lo que algunos creen, no fue un montaje del ayuntamiento socialista –la prueba es que un medio como El País, tardó mucho en hablar de ella–, menos aún un invento de la industria musical –que vio en cierto momento peligrar su negocio, por la difusión continua de maquetas en la radio o la aparición de sellos de grabación y distribución independientes–.

Alaska, El Zurdo y Carlos Berlanga vendiendo sus fanzines en el Rastro a finales de los 70.

Los españoles que a principios de los 80 estábamos entre la pubertad y una juventud avanzada, “apenas teníamos preocupaciones políticas –como dice José Manuel Lechado en su libro sobre la Movida–, más allá de ciertas simpatías heredadas que, desde luego, a esas alturas ya a nadie quitaban el sueño”. Nuestra generación no había vivido la guerra, ni los años del hambre. Se había criado en el desarrollismo de un franquismo que conocíamos más por el cabezón de las monedas y la semana de vacaciones que nos dieron cuando se murió el dictador, que por la crueldad del régimen de posguerra.

Madrid en los 80

Para aquellos que estábamos acabando el colegio, cuando fue el intento de golpe de estado en 1981, la democracia era algo más que la llegada del color a una sociedad en blanco y negro. Significaba la libertad para aquellos que, como mis padres, pensaban de forma diferente –ellos se habían convertido al cristianismo en una iglesia protestante a principios de los 60, cuando todavía no había tolerancia religiosa–. Aunque nací en Madrid, cumplí mi primer año en Inglaterra, a donde volvimos regularmente desde que era adolescente y vi estallar el “punk” en Londres.

Fue una entrega al presente que literalmente se comió el futuro.

Desde la muerte de Franco, vivíamos en el centro de Madrid, donde mi padre había empezado una iglesia en Malasaña en 1973. El barrio estaba ya lleno de cafés, que reunían a la “progresía” que vivía en aquellos pisos antiguos, mientras la droga empezaba a circular en las plazas del Dos de Mayo y Chueca –que entonces nada tenía que ver con “las alegrías del movimiento gay”–, aunque estaba sobre todo en las zonas periféricas. Es allí, donde a finales de los 70 nace un movimiento marginal en barrios como Vallecas, que tenía su propia versión del “punk” con personajes como Ramoncín –preconizado por las columnas de Francisco Umbral–, pero sobre todo los grupos del llamado “El Rollo” o “rock urbano” –como Asfalto, Topo, Suburbano, o Ñu–.

Eduardo Haro Ibars, el hijo de Haro Tecglen, muerto de sobredosis.

En la parte del rastro que ponía mi padre, una mesa con biblias y libros cristianos, se vendían entonces revistas artesanales, que se conocían con el nombre en inglés de “fanzine” (abreviatura de “fans´ magazine”, publicación de aficionados o fanáticos de un tema). Es así como se conoce el grupo que dio lugar a la primera formación de la Movida, Kaka de Luxe, donde estaban Alaska y El Zurdo (Paraíso y La Mode), junto a los ya muertos Eduardo Benavente (Pegamoides y Parálisis Permanente), Carlos Berlanga (Pegamoides y Dinarama) y Enrique Sierra (Radio Futura). Este último era probablemente el único que sabía tocar un instrumento, los demás se dedicaban a escribir y dibujar, o simplemente querían ser “modernos”. Yo dirigía entonces un “fanzine” llamado Aura que vendíamos en la Cuesta de Moyano. El primer número tenía un artículo sobre el “punk”, pero lo que más me interesaba era la literatura.

Hice mi primer programa de radio para Popular FM. En él intentaba imitar el estilo de Rafa Abitbol en Dinamita de Onda 2, que escuchaba después del Dominó que hacía el fallecido Gonzalo Garrido, antes del Diario Pop de Radio 3. Cada noche Jesús Ordovás acababa el día con las maquetas de grupos españoles en Esto no es Hawái. Muchas de estas canciones las grabábamos en casetes, a la espera de poder comprar un día el vinilo, o que alguien te lo copiara en otra cinta.

Sin futuro

Uno de los eslóganes más estrafalarios de la Movida es que “todo vale”. Cuando fui a estudiar periodismo en la universidad, la pregunta de moda era: “¿diseñas o trabajas?”. Era la época socialista de Felipe González y Madrid tenía como alcalde al “viejo profesor” Tierno Galván, que nos decía: “Rockeros, el que no esté colocado, que se coloque... ¡y al loro!”. La droga y la homosexualidad se extendieron con una libertad inusitada, hasta la llegada del sida, cuando muchos empezaron a caer como moscas, sin saber por qué...

El fallecido periodista de El País, José Manuel Costa, decía que “nunca había visto el consumo de sustancias de una forma tan desmadrada y tan pública”. Recordaba cómo “había gente que se pasaba noches y noches en vela”, a base de “alcohol, pastillas y caballo (heroína)”. Él creía que “mucha gente no se daba cuenta del jaleo en que se estaba metiendo”.

Eduardo Benavente de Parálisis Permanente, muerto en 1983.

La muerte estuvo presente desde el comienzo de la Movida. “Se produjo un fenómeno tan extraño, como paradójico: por un lado, las ganas de vivir eran enormes y la vitalidad desbordante; por el otro, se negaba el futuro y sólo se tenía en cuenta el instante –decía Costa–. Fue una entrega tan bestial al presente que literalmente se comieron el futuro. Se tomaron el No Future que cantaban los Sex Pistols al pie de la letra”. Ya que “se experimentó de una forma muy masiva y autodestructiva”.

El programa de la también ahora fallecida Paloma Chamorro en TVE, La Edad de Oro, comenzó con el anuncio de la muerte de Eduardo Benavente, que murió con sólo veinte años en 1983. Su compañera en los Pegamoides y Parálisis Permanente, Ana Curra, empieza a hablar de la muerte y su deseo de que Dios exista, pero Alaska –que tuvo antes una relación con él–, dice: “Creo en Dios, pero no lo identifico con un señor con barba, sino con un todo al que se puede llamar Destino”. Puesto que “uno tiene libertad hasta que se muere en un accidente de carretera”.

Alaska conoció al director de cine Almodóvar –para el que protagoniza su primera película–, en la casa de las Costus. Esta era de una pareja homosexual de pintores que vivían en la calle Palma, cuya casa se convirtió en el centro de la Movida, hasta que uno de ellos murió de sida y el otro se suicidó a continuación en 1989. El año anterior muere de una sobredosis el escritor homosexual Eduardo Haro Ibars –hijo del periodista Haro Tecglen, que perdió cuatro hijos–. La lista de muertos a partir de este momento es impresionante.

José de Segovia haciendo una entrevista en un festival en 1985.

Superviviente

Si hay un personaje, cuya imagen travestida es el símbolo de la Movida, ese es Fabio de Miguel, conocido por el apodo de ‘McNamara’. En 1978 se muda a la casa de las Costus, en la calle de la Palma, donde tiene relación con el músico fallecido en 1991, Tino Casal. Fabio se dedica a la pintura y a hacer música provocadora con Almodóvar. Sus letras y gestos no pueden ser más escandalosos. Tras reaparecer en la Chueca gay de los noventa, sorprende a todos con su anuncio de conversión al catolicismo en el año 2008.

Al principio, muchos pensaban que era un montaje para llamar la atención. Ahora no queda ninguna duda. Fabio ha conocido a Jesucristo como “el médico que te sana, el maestro que te enseña y el amigo que nunca falla”, puesto que “Él te saca del fango, te limpia, te cura las heridas, te colma de riquezas y te garantiza una vida a su lado para siempre”. La imagen de la Movida con Alaska, es ahora alguien “de misa y comunión diaria”. Dice que “vivía alienado, bajo los efectos de un montón de sustancias, buscando la felicidad donde no estaba: en la droga, en el sexo, en la fama”.

Fabio de Miguel, antes McNamara y Almodovar hoy.

Para él, “el mundo de la Movida era muy falso”. Puesto que “más que amigos, había intereses”. Ya que “cuando dejabas de ser joven y guapo, te daban una patada”. Fabio se vio “no perdido, sino perdidísimo, cuatro veces ingresado, dos veces a punto de morir a causa de tres enfermedades crónicas incurables”. Todo se lo atribuye a las oraciones de su madre. Habitual del popular oratorio de conversos de Caballero de Gracia en la Gran Vía madrileña, “hace una hora diaria de adoración al Santísimo, reza el rosario, oye misa y comulga”. Dice que la conversión “es un regalo que Dios da al que quiere”. Él “estaba sin el Señor, es decir, con el diablo”.

El artista antes conocido como ‘McNamara’, recuerda cómo “al comprar droga, veía una iglesia y a veces entraba un minuto para rezar y decía: por favor, Señor, sácame de este infierno”. Para él, “estar en gracia de Dios es saber para qué estamos aquí, que la vida tiene un sentido, es ser feliz, encontrar el amor puro y tener la seguridad de que no nos vamos a ir al infierno eternamente”. Fabio censura a los sacerdotes que no recuerdan a sus fieles “que no todo el mundo se salva y el infierno está ahí”. Cuando se le pregunta si no le da vergüenza hablar ahora de Dios, contesta: “¿Cómo me va a dar vergüenza, si ha dado su vida por mí?”.

El misterio de la providencia

Otros no han vivido ese milagro del que Fabio habla. Cuando el cantante de Los Secretos, Enrique Urquijo, fue hallado muerto en un portal de la calle Espíritu Santo en 1999, estaba internado en una clínica para otro tratamiento de desintoxicación. Unos días después pidió la alta voluntaria y se metió en casa de su “camello” (traficante de drogas) con ciento ochenta mil pesetas en el bolsillo, donde pasó sus últimas horas, antes de ser abandonado en la calle, probablemente después de que intentaran reanimarle...

“Si pudiera recordar

qué estoy buscando, pararía a descansar.

Si supiera en realidad qué estoy pensando, ya podría respirar.

¡Qué sólo estás!, ¡qué sólo estás!,

Contigo no cuenta nadie ya.”

“El chico solitario”, Antonio Vega, tiene ahora una plazuela con su nombre, donde acaba la calle del local del Penta. El autor de El sitio de mi recreo y Una décima de segundo murió en 2009. Como dice mi amigo Jordi Torrents, jugando con sus letras, su música es: “Un mundo descomunal plagado de fragilidad. Es un paseo, una cima inexpugnable. Un sendero fantasmal, un libro llamado nada, un círculo sin fin, remover el tiempo con el café, los hilos de tejer la noche. Y ahora tú no dejes de hablar...”

Sus últimas apariciones “encorvado sobre el micrófono como una abuelita, ocultando el rostro de calavera bajo un mechón de pelo y agarrado a su guitarra eléctrica como un salvavidas –recuerda Jesús Miguel Marcos en El Público–, parecía en el único lugar donde se encontraba a salvo, lejos de los demonios que la vida le puso delante y que no supo o no pudo o no quiso esquivar”. No pudo encontrar al final “la paz y la quietud que siguen a la tormenta y la destrucción”.

Cada vez que escucho la canción de Antonio Vega, Lucha de gigantes, yo también “siento mi fragilidad”. Y suspiro: “¡Vaya pesadilla!”. ¿Fue “mentira todo” ? ¿“Un sueño tonto”? En los momentos en que me creo diferente a ellos, me digo: “¡Deja de engañar! / no quieras ocultar / que has pasado sin tropezar”. Cuando “me da miedo la inmensidad / donde nadie oye mi voz”, me doy cuenta de que “hay Alguien más aquí”...

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