José de Segovia La librería como lugar de encuentro

La lectura no sólo es compañía para al solitario. Es un placer.

La película es todo un canto de amor a los libros, que describe Coixet con delicadeza y sutil orfebrería en imágenes y silencios llenos de pequeños y reveladores gestos.

A finales de noviembre cerró CLC España y las tres librerías que todavía quedaban, dos de ellas fundadas por mis padres, cuando comenzaron en Madrid el trabajo del Centro de Literatura Cristiana en 1966. La misión nació en 1941 en Inglaterra, relacionada con WEC, que había nacido en 1913 con el jugador de criquet Studd. En las dos, la ‘c’ en inglés viene de cruzada, pero la España franquista no estaba para más cruzadas, pensó mi padre, y le cambió el nombre a Centro. La librería que abrió en la Gran Vía –entonces llamada Avenida José Antonio– estaba encubierta en una oficina en el número 66, sobre el cine que tenía el nombre de Gran Vía. Fue un lugar de encuentro para los evangélicos de Madrid, como luego al lado de la Plaza de Toros de Ventas. Ya que una librería –a diferencia de una página web– es un lugar de reunión y diálogo, donde he conocido personas con las que todavía tengo relación hoy, simplemente hablando sobre libros.

Decía a C. S. Lewis, un personaje de Tierras de penumbra, que “leemos para saber que no estamos solos”. Isabel Coixet retoma la frase en La librería –la película ganadora de los Goya en 2018, que presentó en el festival de Berlín– para mostrarnos que “entre libros, nadie se puede sentir solo”. Es más, cuando leemos descubrimos que hay libros que nos leen a nosotros. De hecho, ¡en uno está la vida misma!

José de Segovia y Pilar Barrón comenzaron la obra de CLC en España en 1966, llegando a abrir la librería de la foto en la Gran Vía, donde aparecen aquí con su hijo en 1971.

La lectura no sólo es compañía para al solitario. Es un placer. No hay nada tan absurdo como obligar a leer. Si la prohibieran, ya verían cómo todos los adolescentes leían a escondidas. La verdad es que el que no lee, no sabe lo que se pierde. No sólo aprendería a escribir –no hay otra forma de saber ortografía, que leyendo–, sino viviría otras vidas –mil, según un personaje de Juego de tronos, Jojen, mientras que el que no lee, una sola–.

A los que nos hemos criado entre libros, eso del deber de leernos suena muy extraño. En mi caso, además de ser hijo único y no tener muchos años de televisión, mis padres eran libreros. Leo desde antes de ir a la escuela. Cualquier cosa, desde cómics a comentarios bíblicos, pero de principio a final, no hojeando por aquí y por allá. Eso de la lectura transversal confieso que nunca he sabido lo que es...

El placer de leer

La película de Coixet transmite muy bien la sensualidad del libro, algo que un documento digital nunca podrá producir. Yo compro libros hasta por las portadas, la encuadernación, la belleza y la agradable sensación física que resulta de tener en tus manos un volumen bien editado. Es la página impresa lo que me emociona. La electrónica me deja frío. Es por eso que creo que la literatura nunca desaparecerá. Bastante vida virtual tenemos, para perder el placer que despierta al tacto, la vista y la materialidad del libro.

La librería es una película deliciosa, llena de matices y detalles, que muestra una Coixet más contenida y centrada en la narración. Sorprende su tono clásico, no sólo por su sobriedad, sino también por la sutilidad de su humor y escasez de moralina. Narra cómo en 1959 una joven viuda decide hacer realidad su sueño de abandonar su Londres natal, para abrir una librería en un pequeño pueblo costero de Suffolk –aunque la película está rodada en Irlanda del norte–, donde parece haber poca necesidad y pasión por la lectura.

La iniciativa de Florence produce toda una revolución, ya que como todo el mundo sabe, leer es una actividad peligrosa. Por eso están tan felices nuestros gobernantes de que no leamos más que tonterías en Internet. El relato se desprende así del tono bucólico inicial, para adentrarse en el terreno de lo inquietante. La acorralada librera se encuentra, así, sólo con la ayuda de un huraño solitario y una niña imaginativa, ante la soterrada guerra de unos vecinos que sospechan de todo lo que puede producir placer, conocimiento, aventura o bálsamo.

Decía a C. S. Lewis un personaje de Tierras de penumbra que leemos para saber que no estamos solos e Isabel Coixet retoma la frase en su película La librería.

Una autora poco conocida

La autora de este libro no es muy conocida siquiera para el público inglés. Penélope Fitzgerald (1916-2000) empezó a escribir cuando tenía casi sesenta años. No hizo más que una biografía de un pintor prerrafaelita, así como otra de sus padres y tíos, antes de publicar su primera novela, un relato policial humorístico que transcurre en un museo de antigüedades de Inglaterra. Decía que la escribió para entretener a su marido, que se estaba muriendo de alcoholismo. Tras la guerra, su esposo empezó a beber, arruinando su carrera de abogado, para acabar en un hogar de indigentes y una barca anclada en el Támesis, que se hundió dos veces.

La librería es una novela de 1978, aunque se desarrolla a finales de los cincuenta. De hecho, la historia hace eco de la controversia que levantó la Lolita de Nabokov en 1955, tan “políticamente incorrecta” hoy como entonces. Hay referencias también a las Crónicas marcianas y a Fahrenheit 451 del hoy centenario Bradbury, homenajeada esta última con la voz en off de la actriz que la protagonizó en la película de Truffaut, Julie Christie. Todo un canto de amor a los libros, que describe Coixet con delicadeza y sutil orfebrería en imágenes y silencios llenos de pequeños y reveladores gestos.

El filme se sostiene en torno a la interpretación de una Emily Mortimer en estado de gracia, que resulta muy natural y nada impostada. El gran acierto de la película es que uno sale del cine con ganas de tocar, oler y leer un libro, un placer al que muchos todavía se resisten. Decía Don Manuel Azaña que la mejor forma de guardar un secreto en España es escribirlo en un libro. Nadie se entera. De la mayor parte de las obras que se publican en este país, no aparece ni siquiera una reseña en la prensa especializada. Desde luego, si quiere pasar a la posteridad, ¡no escriba un libro!

El libro que nos lee a nosotros

Cuando decimos que la Biblia es el Libro de los libros, no sólo estamos explicando el significado del título más leído en todo el mundo –cerca de cuatro mil millones de copias se han impreso y vendido sólo en las últimas cinco décadas–, sino el carácter singular del único Libro que nos lee a nosotros –como dijo Karl Barth–. La Biblia no sólo es la revelación de Dios para el creyente, sino también de nosotros mismos. Nos muestra una cara que quisiéramos evitar, pero que es tan real como el disgusto que nos produce contemplar nuestro rostro cada mañana en el espejo.

La acorralada librera se encuentra, así, solo con la ayuda de una niña imaginativa, ante la soterrada guerra de unos vecinos que consideran la lectura peligrosa.

Desde la Caída que relata Génesis 3, el ser humano tiende a tener una opinión demasiado elevada de sí mismo. Como dice Agustín, el orgullo es el pecado básico del hombre. Aunque cuando se da cuenta que está lejos de lo que debería ser, tiende también a despreciarse y quizás incluso odiarse. Es importante tener una imagen correcta de uno mismo, pero eso sólo la tenemos en Aquel que nos conoce mejor de lo que nos conocemos nosotros a nosotros mismos.

Como Robinson Crusoe, es cuando estamos en la isla de nuestra soledad, que la lectura de la Biblia nos lleva al arrepentimiento, algo que sólo Dios puede producir, como observa Defoe. Leer la Biblia es algo peligroso. Puede cambiar tu vida. Es por eso que muchos nos aconsejan mantenerse a distancia. Es un libro peligroso. Puede que cuando lo leas, ya no vuelvas a ser el mismo...

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