José Manuel Ruiz Marcos, autor de «Amores convexos» y «La orden maldita» «Los niños de Maciel me confesaron que habían sido concubinos suyos durante años»
José Manuel Ruiz Marcos (Ujo, 1926) presenta esta tarde, a las 20:00 horas, en el Club de Prensa Asturiana de LA NUEVA ESPAÑA, la novela «Amores convexos» (editorial Laria), reedición de una anteriormente titulada «Amar en Comillas» (2003). Es también autor de «La orden maldita» (2005), sobre el célebre sacerdote abusador Marcial Maciel. Ruiz Marcos estudió en el Seminario de Comillas (Cantabria), de los jesuitas, donde coincidió con Maciel. Es licenciado en Teología y en Económicas. Ha sido profesor de la Universidad de Bielefeld (Alemania). De 1982 a 1990 fue redactor jefe y articulista del Nuevo Diario de Managua. Lo entrevista Javier Morán en La Nueva España.
-¿Por qué una nueva versión?
-Está muy reescrita, con un final nuevo y el tono de la novela es más fuerte, porque tengo siete años más y menos que perder en la vida. El título anterior era «Amar en Comillas», que a los comilleses les podía decir mucho, pero no a quienes no sepan que es un pueblo donde hubo un seminario y universidad de los jesuitas. En ese seminario hay una iglesia, con su bóveda, que tiene una parte cóncava, lo que acoge, lo caliente, el útero de la madre; pero también tiene una parte convexa, que es lo que está fuera, lo que es repelido. Allí tiene lugar una escena entre los dos protagonistas, dos seminaristas amantes, y de ahí el nuevo título de «Amores convexos».
-¿Homosexualidad en un seminario?
-Los protagonistas no tenían por qué ser homosexuales, sino que son el fruto de una educación en la cual se nos habló de la mujer siempre como el enemigo, la tentación del demonio. Ellos se enamoran y les hago llegar al último extremo, sobre la bóveda, y más allá, al aspirar al sacerdocio. Me enfrento así a lo que dice la Iglesia del amor entre varones: que con ello no son aptos para el sacerdocio. El padre espiritual del seminario llega a conocer esta relación y pide a Dios que se los lleve de este mundo. Él no dice «matémoslos», sino que pide a Dios que no lleguen al sacerdocio y uno de ellos muere en la playa. Entonces, el espiritual dice «Dios nos está escuchado», y le dice al otro «prepárate, vas a dar cuenta a Dios en los ejercicios espirituales antes de las órdenes; Dios ya ha empezado y ahora va seguir contigo». La novela acaba con unos versos de Ernesto Cardenal, gran amigo en Nicaragua.
-¿Por qué la novela?
-Quiero recalcar aún más la vergüenza que yo he sentido por haber llegado a los 21 o 22 años sin haber protestado cada vez que expulsaban automáticamente a una pareja del seminario, no por haber llegado a amarse en la bóveda, sino simplemente por ser amigos. Se les expulsaba y a mí me ha dolido después en el alma no haber protestado. La novela describe claramente que se nos educaba para la sumisión. Desaparecían dos alumnos y no se nos decía por qué, o se rumoreaba que tenían amistades particulares. Pero no había ni un intento de ayudarles o darles una terapia; se dictaba la expulsión, y fuera. Escribí la novela sobre todo para mis compañeros de entonces.
-¿Les ha gustado a todos?
-Cuando presenté por primera vez la novela, el sacerdote Ángel Garralda, ex alumno de Comillas, me dijo: «Ruiz, espero tu llamada cuando te vayas a morir; me llamarás para que confesar tus pecados antes de pasar a la eternidad». Él y yo fuimos buenos amigos; es sincero, dice lo que piensa.
-«Amar en Comillas» recibió el «Triángulo rosa», de Xega, Xente Gay Astur.
-Grupos homosexuales me invitaron y me preguntaban «¿tú eres uno de nosotros?». No, si lo fuera no tengo inconveniente en decirlo. Es mi ficción, y lo que sí les dije es que con la ficción de los dos en la bóveda me esforcé en describir el encuentro de los cuerpos. Se habla mucho de los homosexuales, de que si se casan, de que si pueden adoptar hijos, de cómo favorecerles, pero nadie habla de lo que pasa cuando dos personas del mismo sexo cierran la puerta y se meten en la cama. Eso hay que describirlo, tiene que ser la aceptación total y yo me moleste en contarlo de una forma que fuera poética y bella. Cuando escribía la novela y llegué a ese punto me dio por mirar en internet cómo se encuentran dos muchachos homosexuales y allí la cosa era terrible: qué se mete, qué se saca, cuánto tiempo, por dónde? No se hablaba de amor. Me produjo repulsión. Y la literatura no se ocupa de ello. He leído mucho de Terenci Moix y no recuerdo que describa cómo se encontró con su amante. No hay por qué esconderlo; es una forma de amarse, de encontrarse.
-¿Qué recuerda de Maciel en Comillas?
-Maciel llegó desde México a Comillas en octubre de 1946, con 40 niños seminaristas, y se hospedaron en el desván del palacio del Marqués de Comillas, frente a la Universidad. Los padres Javier Baeza, rector, y Lucio Rodrigo, profesor de Teología Moral, cayeron al principio en la red de Maciel; todos caían. Él era un sacerdote joven, de 26 años, un cura moderno, que llegaba conduciendo un autobús con esos niños, todos muy educaditos, mirando siempre hacia él. Aparte de esos niños pequeños los primeros adultos que entraron a su congregación fueron compañeros míos de estudios. Varios han muerto ya. Uno de ellos era el sub bedel de filósofos y murió en ciudad de México, y las otras víctimas de Maciel me dicen que creen que se suicidó. Baeza y Rodrigo le recibieron con los brazos abiertos, pero después se fueron dando cuenta de lo que sucedía. Empezaron a tener problemas y Maciel se fue a Cóbreces.
-¿Su trato con él?
-Yo tenía el cargo de bedel de filósofos, el representante de los superiores para 150 estudiantes. Por ese cargo me competía la tarea de entrevistarme y de tratar con los "manitos", que así los llamábamos, de Maciel. Desde el principio Maciel me inspiró repulsión. Era todo lo contrario de un asturiano; él era amanerado y con una aureola de santidad que cultivaba constantemente, el muy bandido. Aquello niños a los que yo conocí me confesaron después que habían estado en la Legión de Cristo como concubinos de Maciel durante quince o más años. También seducía a las mujeres, a millonarias mexicanas, y tuvo varios hijos. Les llevaba a visitar a Juan Pablo II y los niños le llamaban papá delante del Papa, y él decía que era sólo una forma de hablar. Benedicto XVI le condenó después y se supone que tenía que residir enclaustrado en Cotija, su pueblo natal, pero un día me lo encontré en Bremen, en el aeropuerto. Maciel era un artista de circo: simuló ser víctima de un atentado comunista, o mandó provocar diarreas en miembros de la Legión que podían contar cosas al Vaticano. Muchas de sus tramas se han diluido porque nadie se puso a investigarle a su debido tiempo.