A salto de mata - 4 Aborto y suicidio asistido en clave de mal menor

Una apuesta seria por la vida

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Confío en que el título no soliviante a los lectores de este blog, pues, sin contravenir la afirmación reflejada en él, debo confesar que soy un acérrimo defensor de la vida, razón por la que, ante la fatalidad del suicidio y del aborto, no propugno que ambos sean prohibidos o penalizados sino reducidos a la condición de mal menor. Es decir, puesto que ambos se dan de hecho desde que tenemos conciencia del tema y son un freno brusco y fatal a la vida, cuantos menos se produzcan, mejor para todos, para los directamente implicados y para la sociedad de la que forman parte. Si el domingo pasado rompíamos el molde capital-salario, que favorece una guerra sin cuartel entre ambos, para fundirlos en un ente vivo que es la empresa, este toca hacerlo con el de vida-muerte, que sepulta en trincheras, por un lado, a los defensores del aborto y la eutanasia, y, por otro, a quienes se oponen a ellos con uñas y dientes, tratando de recordar que muchas veces lo óptimo es enemigo de lo bueno o que en el mundo imperfecto en que vivimos a veces es preciso decantarse por el mal menor.

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Preciso que, en hablando de suicidio, ese fatídico acontecer cavernoso que lamentablemente acompaña la trayectoria humana con cadencia interpelante, me refiero sobre todo al “asistido”, es decir, al que, requiriendo apoyo social, entreabre ligeramente una puerta de salvación. Sin duda, el suicidio asistido tiene mucha más cancha y permite muchas más maniobras que el que se practica a palo seco y a escondidas, el clandestino, el que acontece en la más desoladora soledad, valga la redundancia. Y, a fin de cuentas, un suicidio claramente asistido es la “eutanasia”, tema tan de boga hoy en nuestras discusiones por la atenta mirada que prestamos a los derechos humanos y tan caliente en tantas camas de dolor a pesar de los espectaculares avances psicosomáticos de la ciencia, sobre todo de la medicina.

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Si prescindimos de las convulsiones eclesiales que provocan ciertos procederes episcopales, cuyas diatribas y ocurrencias acaparan las portadas de los medios de comunicación, elevando a categoría universal algunos actos claramente heroicos o convirtiendo simples anécdotas en aguaceros, lo cierto es que día sí y día también muchas mentes pensantes disparan, cual fusiles ametralladores, juicios y valoraciones  que identifican los abortos y los suicidios asistidos con  asesinatos a sangre fría que ponen en solfa incluso la humanidadresidual del hombre actual.

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Por otro lado, en medio de la plaga de abortos que acompaña el devenir humano, digamos que, además de los que se producen por claros egoísmos rampantes, que llevan a acometer tan deleznable desaguisado por un quítame allá esas pajas y que son de todo punto vituperables, se producen situaciones en las que la mente se convulsiona de tal manera que las fuerzas que operan en ella se vuelven más incontenibles que las de un útero fallido frente al nuevo ser que se aloja en él como un intruso inviable. En el último caso, cuando es el vientre el que revienta, por decirlo de alguna manera, y termina expulsando al invasor, hablamos de “abortos naturales o espontáneos”, valorados por ello como moralmente neutros o amorfos. Sobre ellos no cabe más que una dolorosa resignación, no una condena penal, pues bastante condena son ya de por sí tales abortos.

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Pero cuando lo que revienta no es el vientre de la gestante, sino su mente, el resorte inapelable que lanza la orden inexorable de deshacerse del intruso, consideramos que el aborto no es espontáneo sino buscado, planificado y querido, y, en consecuencia, lo calificamos como cruel y despiadado “asesinato”. Indignados, clamamos entonces que sobre la que aborta y sobre quienes la ayudan a cometer su fechoría caiga todo el peso de la ley que proclama el derecho fundamental a la vida e incluso las penas del infierno. Ante esta tesitura, uno podría preguntarse si solo tiene derecho a reventar impunemente el vientre de la mujer, no su cabeza. ¿Acaso no es la mente tan natural como el vientre? No penalizar el aborto cuando se produce por el “reventón” de la mente de la gestante se parece mucho más a una actitud compasiva de comprensión o incluso de perdón frente a un hecho complejo y difícil de encajar que a tolerar impíamente un asesinato infame, que es como algunos califican el aborto cuando en él solo ven una agresión salvaje al ser más indefenso.

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Por otro lado, quienes valoran la eutanasia como juego sucio del diablo en el trance de muerte de un paciente suelen abogar, frente a la desesperación que produce el dolor agudo continuo del moribundo ya desahuciado, por una especie de sucedáneo, por tratamientos paliativos que eviten crueldades deshumanizadoras, provengan del uso o abuso de aparataje sanitario para sostener artificialmente la vida o de las quiebras del propio organismo.  Sin embargo, creo que, en vez de ceñirse a contemplar la eutanasia como un cobarde asesinato interesado, debería tenerse en cuenta que tanto el legislador que la despenaliza como quien la requiere y los allegados que la autorizan, también afectados emocionalmente por ella, proceden impulsados por aquilatados sentimientos de alivio y compasión. Ello nos lleva incluso, lejos de ver en ella un horrendo crimen, a valorarla como el apogeo del más eficaz y preciado tratamiento paliativo que un moribundo puede recibir para acortar su penoso trance y poner fin a su tremendo dolor. De hecho, bien analizados, los tratamientos paliativos son eutanásicos y las eutanasias bien practicadas, paliativas. Es este un pensamiento atrevido cuyo solo planteamiento requiere no solo muchísima seriedad en el razonamiento y serenidad mental, sino también muchísima compasión y generosidad.

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Un cristiano debería saber, además, que la muerte no es el fin de nada, sino el principio de lo más hermoso que acontece en su propio devenir. La muerte no es final de camino, sino llegada a meta, inicio de la mejor y más larga vida que proclama la fe, la vida eterna. Pensar que la muerte es el “fin de la vida” es una herejía de fatales consecuencias para un cristiano. El efluvio poético del místico “muero porque no muero” teresiano tiene enorme enjundia teológica y trascendencia dogmática a la hora de afrontar la muerte como un acontecimiento eminentemente positivo, el tránsito de lo imperfecto a lo perfecto, pues deja muy claro que la auténtica muerte que un cristiano padece es el propio vivir. Expresamos lo mismo cuando, envueltos en situaciones de dolor y tragedia, decimos que esta vida es un auténtico infierno.

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Si enfocamos positivamente el acontecer humano y desistimos de querer meter en la cárcel a la mujer que aborta o, peor aún, de condenarla al fuego eterno, la despenalización del aborto puede ahorrar paradójicamente muchas vidas. La paradoja se produce porque se trata de una práctica que, lejos de incentivar el aborto, lo que hace al ofrecer apoyo social a la embarazada es procurar armas y argumentos para ayudarla a desistir voluntariamente de su empeño de abortar a poco que se le descubra que hay otras salidas para su desesperación, como la de afrontar con valentía el reto de sacar adelante un ser humano o dar en adopción un hijo antes que eliminarlo. Y, paralelamente, una legislación positiva de apoyo al potencial suicida, lo mismo si se propone ejecutar por sí mismo y a las bravas una acción tan macabra que si demanda apoyo social para llevarla a efecto cuando se vea imposibilitado en un lecho de dolor, facilita que en tan tenebroso escenario intervengan otros actores, capaces de abrir puertas de escape a una situación tan inaguantable como la de buscar la propia eliminación.

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Una legislación positiva y atinada sobre el aborto y el suicidio asistido, lejos de facilitar la quiebra de la vida por la supuesta permisividad de que “¡ancha es Castilla!” y, en lo relativo a la vida, de que “cada cual haga de su capa un sayo”, puede contribuir poderosamente no solo a ayudar a muchos seres humanos a darse cuenta de que no caminan solos por la vida, sino también a achicar el terrible peso que ambas plagas, aborto y suicidio, están descargando sobre la humanidad. Despenalizar el aborto y el suicidio asistido, sea en fase terminal o no (de hecho, el potencial suicida está siempre en fase terminal), es una forma clara de acercarse al ciudadano herido no solo para acompañarlo en un momento tan trascendental y dramático de su vida, sino también para poder ofrecerle alternativas que su situación de quiebra vital no le permite ver por sí mismo.

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Cuando menos, una legislación de tales características rescata ambas quiebras de la tenebrosa culpabilidad en que esos desaguisados suelen producirse. Nunca debemos olvidar que la ley es para el hombre, no el hombre para la ley. ¡Ojalá que la sabiduría en forma de ley, la que nos viene a demostrar que los unos somos responsables de la vida de los otros, nos ayude a evitar tantos abortos calamitosos y a recuperar a tantos potenciales suicidas desesperados! La vida pertenece a Dios y, por ello, todo nuestro afán ha de ser preservarla. Pero debemos tener en cuenta que la única ley humana que contraviene esa pertenencia es la “pena de muerte”, terrible desvarío que nuestra querida Iglesia, la misma que hoy se rasga sus vestiduras ante la ley de despenalización del aborto y de la eutanasia, defendió y promovió durante mucho tiempo.

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