Mi viaje a Tierra Santa (VI y último) "Adiós con el corazón"

Jerusalén.
Jerusalén.

Atzel (de Israel a España, pasando por Colombia)

A todos nosotros nos queda por delante un largo recorrido no solo para dar gracias por la atención de que hemos sido objeto por parte del Ministerio de Turismo de Israel, sino también para compartir nuestra privilegiada vivencia de los lugares santos con quienes viven a nuestro alrededor o están al alcance de nuestras responsabilidades profesionales

Israel sabe hacer muy bien las cosas en cuestiones de frontera, a la hora de informarse sobre quién es quién, qué ha hecho o qué se propone hacer durante su estancia allí

Todo viaje, como sucede con cualquier otro proyecto humano, tiene un final, una meta. El nuestro a Israel lo hizo ciertamente a una hora intempestiva. El microbús encargado del transporte de ida y vuelta al aeropuerto nos recogió en el hotel a las dos de la madrugada del día 23 de noviembre.

Apenas dos horas antes, al llegar al hotel tras nuestra especial “última cena” en Israel, en la que nos acompañó un alto dignatario del Ministerio de Turismo israelí, nos habíamos despedido de las dos personas que nos habían prestado encomiables servicios durante los cuatro días de gira por Tierra Santa: la guía, una salerosa brasileña, afincada en Israel desde hacía ya más de dos décadas, muy competente y entregada a su labor, y el chofer del microbús, un judío iraní que llevaba viviendo en Israel unos años, muy servicial y jovial. Momento emotivo, de abrazos agradecidos y afectos contenidos, deseando que aquel “adiós” forzado se convirtiera en un “hasta luego” esperanzador.

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El cansancio acumulado de jornadas agotadoras y las horas robadas al sueño, por trasnoches y madrugones obligados, me producían en esos momentos una sensación extraña, la de estar siendo sometido a una cocción lenta, como si de una fabada asturiana o de un sabroso cocido madrileño se tratara, tras la maceración sufrida durante la preparación del viaje. Imagino que mis compañeros tendrían sensaciones idénticas o parecidas. Había concluido nuestra estancia en Israel, pero nuestra peregrinación por los lugares de salvación de Tierra Santa no había hecho más que ponerse en marcha al desencadenar un recorrido personal que puede que dure años.

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Tras tan emotivas despedidas y la escasa hora de descanso que tuvimos en el hotel, vinieron después largas y tediosas horas de aeropuerto hasta la salida del avión a las seis de la mañana. Los cambalaches de la ida en el aeropuerto de Madrid se vieron compensados esta vez con puntualidad suiza en el retorno. La meticulosa labor de la señorita inspectora del aeropuerto, la que en definitiva me autorizó la salida, me produjo la impresión de sentirme desnudo ante ella, algo así como si hubiera hecho confesión general con un confesor puntilloso. Superado el escollo, bromeé incluso con los compañeros diciéndoles que me habían dado la “absolución” y, de hecho, en aquellos momentos sentía tanta alegría como cuando, siendo un modélico estudiante apostólico, el confesor me descargaba la espalda del enorme peso de tan horribles pecados como hablar en clase o mofarme de algún compañero.  No hay duda, Israel sabe hacer muy bien las cosas en cuestiones de frontera, a la hora de informarse sobre quién es quién, qué ha hecho o qué se propone hacer durante su estancia allí.

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Por fin, tras tanto cansancio y tedio, pude desplomarme en el asiento del avión. Me senté del lado de la ventanilla, justo encima de un ala, con la esperanza de aletargarme, de cerrar los ojos y no abrirlos hasta desembarcar en Madrid. Pero no habían pasado dos minutos cuando en el asiento contiguo, el del lado del pasillo, se sentó un joven apuesto y pulcro.  Era un muchacho afable y sonriente, elegantemente ataviado con la indumentaria característica de los judíos ortodoxos. Ni corto ni perezoso, en seguida le pregunté si hablaba algo de español y él me contestó, ufano y sonriente: “sí, claro, soy colombiano”. Nos presentamos, saludándonos como dos viejos conocidos. El apuesto chaval tenía 22 años y acababa de pasar quince días en Israel por asuntos referidos a su religión judía.

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Me dijo que se llamaba Atzel, un nombre de origen hebrero que significa generoso, noble, de gran corazón, según me explicó con evidente regocijo, orgulloso de su nombre. Y lo cierto es que ese nombre no le podía ir mejor al personaje. En Madrid, Atzel enlazaría con un vuelo a Bogotá, de nueve horas de duración, y allí tomaría otro para llegar, una hora después, a la ciudad colombiana donde vivía con sus padres y sus hermanos, todos ellos igualmente judíos ortodoxos. Aproveché para preguntarle entonces si su forma de vida y, sobre todo, su forma de vestir les acarreaba algún problema social. Complacido por el hecho de que me interesara por su vida, me aseguró que solo a veces les suponía algún que otro rechazo o menosprecio, pero que lo tenían bien asumido. Entonces le deseé fuerza para aguantar las quince horas de vuelo que tenía por delante, además de las interminables esperas en los aeropuertos, tan largas y pesadas en estos tiempos de pandemia, antes de volver a abrazar a sus padres y a sus hermanos.

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Apenas nos habíamos saludado, presentado y deseado mutuamente buen vuelo hasta Madrid cuando un azafato depositó en su bandeja un paquetito alargado que contenía su desayuno. Él lo dejó allí sin ni siquiera tocarlo. Unos minutos después, volvió a pasar y dejó otro, más pequeño, en la mía. Solo entonces él abrió su envoltorio y yo hice lo propio con el mío. Le pregunté si sabía por qué eran diferentes nuestros paquetes y él me explicó amablemente que ellos no podían comer lo mismo que nosotros por exigencias de su religión. La verdad es que, habida cuenta del estómago que yo tengo, capaz de digerir todo lo digerible, y de que no estoy sometido a ninguna regla alimenticia, ni social ni religiosa, a mí no me habría importado que me hubieran servido un paquete como el suyo y, en ese caso, haber desayunado los dos lo mismo.

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Sonreí y ambos nos empleamos en la tarea con buen apetito. Dado el jaleo que algunas religiones se han formado con las cosas del comer, hablando de contaminaciones e impurezas de algunos alimentos, celebré para mis adentros pertenecer a una a la que, como a su propio fundador, no le hace o no debería hacerle ascos nada de lo humano, exactamente igual que, como he dicho, a mi estómago no se lo hace nada que sea comestible. Es de agradecer que la Iglesia católica no se haya metido en cuestiones de alimentación, salvo cuando, hace ya hace algún tiempo, lo hacía durante la Cuaresma por indisimulada y deplorable simonía.

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Como aquel desayuno no era abundante y el apetito estaba más despierto que la cabeza, peleé un par de minutos sin ningún éxito con una loncha de queso envasada al vacío. Al no abrirse el envoltorio por ninguna de sus esquinas ni tener a mano nada metálico, punzante o cortante, me di por vencido frente al muro del plástico que guardaba celosamente aquel tesoro. Atzel sonreía viendo mis apuros y, generoso como era, se prestó a echarme una mano, pero también él tuvo que renunciar a doblegar el celoso guardián. Aprovechando que volvió a pasar a nuestro lado el fornido mozo que nos había servido el desayuno, le pedimos ayuda, pero también él, tras coger con ganas el envoltorio, tuvo que rendirse impotente. Y así, mi anhelado queso, hecho una pasta en su jaula tras tanto manoseo, se quedó allí para la basura. Fue buena pena que no se me ocurriera hincarle el diente o clavarle la llave de casa que llevaba en el monedero. El incidente nos hizo pasar un rato entretenido: ¡tres robustos tíos lanzados a la caza desesperada de un trozo de queso, envuelto en plástico, que un ratoncillo se habría zampado divertido y sin esfuerzo alguno!

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Después, el largo viaje me sumergió en un duermevela hasta que, de repente, los viajeros se pusieron a aplaudir a los pilotos en el aeropuerto de Madrid, cuando bajo nuestros asientos ya sentíamos la rodada y la solidez de la pista. Era el momento de recoger bártulos y de decirnos adiós. A Atzel le deseé un buen viaje hasta encontrarse con su familia en Colombia y le rogué, con seriedad y aplomo, que hiciera siempre honor a su nombre y que, en cualquier circunstancia de su vida, demostrara tener un “gran corazón”. Él me me prometió que así lo haría y me sonrió con todas sus ganas y, tras desearme buen regreso a Asturias, se despidió de mí con un “shalom” cargado de corazón y complicidad, proclamando que, por encima de todo, ambos éramos realmente dos seres humanos, dos hermanos. Desde luego, mi visita a Israel no habría podido tener mejor colofón que aquel esporádico encuentro en el avión, tan profundo y entrañable, entre un viejo, que todavía persigue parecerse a un cristiano, y un joven judío, plenamente convencido de las bondades de su fe.

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Una vez recogidas las maletas, nuestro grupo se disolvió entre abrazos, consignas y buenos deseos. Una enlazaba con un vuelo para Cataluña y tres más y la acompañante de Israel Turismo salían del aeropuerto camino de sus domicilios. A mí me quedaban por delante un par de horas de aeropuerto, a la espera de la salida del autocar de ALSA para Asturias. El tiempo era desapacible y el día, tan opaco que a mediodía parecía ya casi de noche. Espera fatal la mía, pues las corrientes de aire de los pasillos de la T4 me obsequiaron con intempestivos escalofríos que derivaron en un incipiente catarro, cuyos primeros efectos de afonía comencé a notar durante las seis horas de retorno a Asturias.

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Seguirían después días de mucho malestar y disminución de fuerzas, aunque afortunadamente todo ello no tuviera nada que ver con la espantosa Covid-19. Estando en esas, se difundió la noticia del cierre de las fronteras de Israel por los estragos del coronavirus. ¡Qué poco nos faltó para quedar retenidos en Tel Aviv! Fueron días durante los que no pude menos de recordar con gran simpatía a los animosos comerciantes de Nazaret cuando salieron a aplaudir a los primeros turistasque transitábamos por sus calles.

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Atrás quedaba, pues, un viaje que no había hecho más que empezar, cuya planificación y desarrollo me habían cogido tan de sorpresa y cuyo desenlace, tal es mi parecer, se irá concretando en los frutos que, poco a poco, vaya produciendo la profesionalidad de cuantos tuvimos la fortuna de hacerlo. Desde luego, Tierra Santa no es cosa de un día ni de un viaje, pero no porque no pueda visitarse toda ella en un corto período de tiempo, sino porque lo acontecido allí necesita realmente toda una vida para ser asimilado y transmitido. Subrayo lo de asimilado y transmitido como dos tareas esenciales de quien pretenda caminar tras las huellas de Jesús, pues “transmitir lo contemplado” no es solo obligación vocacional de los dominicos, con quienes compartí mis años mozos viviendo al amparo de su lema “contemplata aliis tradere”, sino también de todo cristiano que entiende la vida como “gracia” y, especialmente, de profesionales de los medios de comunicación como los que me acompañaron o a los que acompañé en este viaje.

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Doy fe de que todo el viaje fue una muy grata “contemplación” de Israel, de su pueblo, de los lugares santos y de los eventos de la salvación que tuvieron lugar en ellos. Al igual que lo ordenado por Jesús en el Cenáculo al instituir la eucaristía, también este viaje debe convertirse para nosotros en un “memorial”, en memoria viva y activa, de los hechos de salvación a que hemos asistido y con los que nos hemos identificado a lo largo de nuestro recorrido por Israel. Mes y medio después, sigo teniendo la convicción de que a todos nosotros nos queda por delante un largo recorrido no solo para dar gracias por la atención de que hemos sido objeto por parte del Ministerio de Turismo de Israel, sino también para compartir nuestra privilegiada vivencia de los lugares santos con quienes viven a nuestro alrededor o están al alcance de nuestras responsabilidades profesionales.

Primero, Religión Digital
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