A salto de mata – 45 Alta rentabilidad

Jugando con ventaja

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No quisiera asustar al lector con un título que parece indicar que le estoy ofreciendo una inversión de su dinero en busca de atractivos réditos. El aviso se debe a que, cuando hablamos de rentabilidad, por lo general nos referimos al interés que nos produce el dinero ahorrado cuando lo ponemos a trabajar en un mundo en el que lo financiero, como si de una máquina se tratara, se convierte en una fuerza productiva incluso mucho más vigorosa que el mismo trabajo al que sirve como fundamento y nutrición. Gran parte de la lucha de los seres humanos por la mejora de su forma de vida, que es su esencial cometido como colectividad, radica en encontrar el equilibrio necesario entre capital y trabajo, como si del péndulo de una vida necesariamente oscilante se tratara. De hecho, solo cuando se logra que cada uno de ellos, trabajo y capital, desarrolle todo su potencial, igual que hacen los dos bueyes que tiran al unísono del mismo carro, la vida discurre serena por raíles de justicia. Pero no es por ahí por donde quiero enfocar la reflexión de hoy al servirme del concepto de “rentabilidad” como punto de partida y metáfora a la hora de valorar las auténticas virtualidades de la fe cristiana.

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El tema apunta directamente a algo a lo que ya nos hemos referido repetidamente, a la forma de vida en busca de una clave que sea capaz de colmar sus aspiraciones y llenar de contenido su propio escenario. Buscamos el factor o el personaje que sea capaz de colmar las aspiraciones de la vida humana. Expresado en forma de pregunta: ¿qué es lo que más conviene a nuestra forma de vida y quién puede llenar realmente su cavidad? Si para salir de una enfermedad la clave es un buen diagnóstico que abra camino al oportuno tratamiento reparador, para nuestro propósito lo es dar con una idea o convicción que dirija bien nuestros pasos y anime nuestro caminar.

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En el mundo en que insistentemente invito a situarse a quienes tan laboriosamente siguen este blog, el dibujado por el sistema filosófico del sabio Chávarri sobre los valores y contravalores, en el que todas los tejemanejes quedan al descubierto y se esclarecen todas las sospechas sobre el arcano problema del mal en el mundo, que tantos quebraderos de cabeza nos produce y que tantas veces nos amarga la vida con sus demoledores impactos, la clave para obtener una alta rentabilidad de la vida está en que nuestras relaciones con los seres sean valiosas, es decir, en que el hecho de vivir, que se cifra en esa continua relación, sea positivo, acreciente la calidad de la vida que llevamos, se nutra del valor que cada relación aporta y siga una línea ascendente de continua mejora. El valor mejora y el contravalor empeora; el valor ensancha y el contravalor estrecha; el valor produce alegría y el contravalor, sufrimiento; el valor engendra vida y el contravalor deriva en muerte. Digamos de paso que el tan misterioso y terrible problema del mal en el mundo, junto con toda su constelación de personajes siniestros y liturgias tenebrosas, se esclarece así como un vulgar contravalor que envenena nuestras relaciones con los seres, horadando y destruyendo la vida. De ahí que la vida sea un proceso de continua aspiración a más y mejores valores. O somos buenos y honrados ciudadanos que se alimentan de valores, o malos y perversos, que se atiborran de contravalores.

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Situados en ese escenario y siguiendo esa trama, nos damos de bruces con algo tan excepcional como es nuestra condición de cristianos. Nos referimos a un cristianismo de hondura, no a una mera palabrería o apariencia de “fair play" circunstancial, ni a ninguna otra conveniencia epidérmica. ¿Qué aporta realmente el cristianismo a cada ser humano y a la humanidad en su conjunto? La pesada losa que su “cruz” carga sobre nuestras espaldas, aunque sea suave y ligera, valga el oxímoron, redimensiona nuestro ser, restaña nuestras heridas, nos redime de los contravalores que adoramos y eleva nuestra humanidad hasta su plenitud. Dicho de otra manera, Jesús no ha venido a este mundo para salvarnos de las tentaciones de un supuesto fantasma odioso y repulsivo, como sería realmente un demonio real, ni de las horribles penas de un inconcebible infierno eterno salvo para una mente desvencijada, sino de nosotros mismos, de que nuestra miopía y el cortoplacismo de intereses ramplones nos erijan en dioses sensuales, ávidos de placeres a destiempo y de caprichos infantiles, sino para que nos comportemos como lo que realmente somos, como hijos de Dios y hermanos, durante el corto período de tiempo que dura esta vida.

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Además de trazarnos un plan de vida hermoso y prometedor, el cristianismo, despojado de todo ornato carnavalesco, seduce a cuantos se acercan a él sin prejuicios al exigirles que empleen su tiempo y sus demás haberes en amar incondicionalmente a sus semejantes. En suma, el cristianismo responde en profundidad, con elegancia y claridad, a nuestros más inquietantes interrogantes sobre el sentido de la vida, al tiempo que da razón de quiénes somos realmente por nuestra condición de hijos de Dios y de que nos espera un glorioso destino, que ni siquiera es capaz de pintar el más genial de los pintores ni imaginar el más excelso poeta.

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Pasando de las musas al teatro o tratando de encarnar estas ideas en el acontecer de cada día, digamos que no es lo mismo, ni mucho menos, lanzarse de la cama cada mañana a una aventura sin rumbo o a lo que nos depare la deprimente rutina diaria que iniciar ilusionado una nueva jornada, cuyo desarrollo se sabe que se atendrá de una manera o de otra a un plan providencial. Al cristiano que lo es a fondo no le importa que el día le depare dolores y lo someta a pruebas difíciles, porque sabe que el Dios en quien cree no permitirá que la soga que la vida le pone al cuello lo ahogue y que, en última instancia, siempre cuenta con el plus de una fuerza prestada para salir airoso de cualquier trance. Además, ese cristiano sabe, sobre todo, que las adversidades de la vida lo retarán a dar lo mejor de sí mismo y que, a la postre, lo harán crecer en humanidad.

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Desde luego, el creyente no es un ser inferior que dobla el espinazo dócilmente ante un ídolo de barro ni un cobarde que carece del coraje necesario para beberse a palo seco y de un trago su propia vida. Ni tampoco es un apocado, cuyas escasas luces le inhabilitan para tener un pensamiento crítico propio, dejándolo indefenso frente a los mitos y leyendas propalados por quienes pretenden aprovecharse de su supuesta inferioridad para dominar su mente y despojarlo de sus haberes. Nada de eso. Ocurre más bien todo lo contrario. El buen creyente no es ni simplón ni crédulo, pues indaga en la hondura de su propia conciencia y en la de la historia para armarse de racionalidad al responder a las preguntas cruciales que todos nos hacemos sobre la razón y el sentido de nuestra propia vida, y se descubre ante la maravilla de saber que, procediendo de Dios como seres humanos a medio hacer, la vida se convierte, a pesar de su dureza y de sus inevitables quiebras, en el estimulante reto de retornar a él como seres humanos completamente hechos.

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Con relación a esas cruciales preguntas, referidas al sentido y al destino de nuestra propia vida, tan importantes para nosotros como la salud y el alimento diario, la dimensión de creyente nos aporta algo que ni siquiera nuestra propia racionalidad acierta a vislumbrar: que también nosotros somos creadores (hacedores del tipo de vida que llevamos), que nuestro abolengo no es aristocrático, sino divino, y que hemos sido emplazados a una caminata por los senderos de crecimiento que nos conduce indefectiblemente a nuestra propia plenitud de ser. En otras palabras: viviendo y muriendo lentamente, que a eso se reduce la vida, los cristianos vamos colmando todas nuestras potencialidades, las de la mente y las del corazón. ¿Hay alguna otra forma de vida o de cultura que pueda ofertarnos algo mejor y más barato? Francamente, no la conozco. En esta perspectiva, el cristianismo es, sin la menor duda, el más seguro y el más rentable de los fondos de inversión al que podemos confiar todo nuestro patrimonio.

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Al confesar mi propia fe cristiana soy consciente de que lo hago por la única e irrefutable razón de hacerme rico; de que, obrando así, me acoplo al modelo de humanidad que es Jesús de Nazaret, y de que me alineo sin ambages con cuantos han seguido a lo largo de la historia y están siguiendo hoy sus pasos. No es fácil invertir la vida en un “depósito” como ese, cuya puerta de entrada es una cruz espantosa, que presagia tragedia y que comienza cortándote de un tajo la cresta del gallo que eres y poniéndote un delantal para que limpies la mierda de los muchos culos ajenos que te irán saliendo al paso. Realmente, se necesita mucho coraje para adentrarse en un camino como ese, aunque se sepa de antemano que, al hacerlo, se obtendrá una alta remuneración, como la de vivir con la conciencia tranquila y de disfrutar del incuestionable “bienestar”, sólido y duradero, que producen el “bienser” que así se alcanza y la seguridad de ir llenando poco a poco las cavidades interiores. Rentabilidad alta y segura la de un cristianismo que nada quita y mucho regala.

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