Acción de gracias – 19 Amaos

Con “m” de Madre y Madrid

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Acaba de comenzar “mayo florido”, el más hermoso de todos los meses. Por eso, los cristianos lo eligieron como el más apropiado para honrar a la “más hermosa” de las mujeres. Pero, pasando de las musas al teatro litúrgico de hoy, Pablo, según la narración de los Hechos de los Apóstoles en la primera lectura, y Juan, según la reflexión de su Carta en la segunda y la parábola de la vid en su Evangelio, nos adentran en las entrañas del mensaje y de la obra salvadora de Jesús de Nazaret. Pablo, tras una conversión radical de perseguidor en apóstol, tan contundente que a algunos los lleva incluso a sospechar, entra como un aluvión en la primera iglesia de Jerusalén para establecer las bases de un proceder que perdurará a lo largo de los siglos: Jesús ha sido elevado a la categoría de Señor y se ha convertido en el Cristo de una salvación que, rompiendo los moldes de Israel, se ofrece generosamente a todos los hombres. No fue fácil lograrlo ni que las aguas de la salvación anunciada en los evangelios regaran la vida de todos los demás pueblos. Y, como el movimiento se demuestra andando, él mismo inició su propio calvario de testigo de la fe al ser comisionado para llevar las bondades proclamadas a los confines de la tierra.

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Juan, por su parte, reflexionando en su epístola sobre lo acontecido en Jesús, nos recuerda el único de sus preceptos, el que no solo condensa toda la ley judaica, sino que impregna la vida de todos los hombres: que nos amemos unos a otros como él nos amó, hecho que será la evidencia de su permanencia entre nosotros. Juan remacha tal evidencia en la parábola de la vid y los sarmientos, que nos recita el evangelio de hoy: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante”.  Que los seguidores de Jesús glorifiquen al Padre dependerá de que permanezcan en él, que es la vid, como sarmientos vivos.

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Si nos replanteáramos en serio la razón del cristianismo en que creemos y en torno al cual se organiza y discurre nuestra propia vida, la de los que nos confesamos como creyentes,  se aligeraría de forma notoria el pesado fardo que, cual caracol lanzado a recorrer los caminos de la vida, lleva a la espalda nuestra querida Iglesia. No es difícil advertirlo, pues, por un lado, nos encontramos con que el cristianismo es la única religión que proclama, por boca de Jesús, que Dios, su Padre, es también padre de todos los demás seres humanos, y, por otro, en perfecta armonía con esa verdad, el único precepto a que nos somete la fe que profesamos, el del amor incondicional de unos para con otros, resulta ser lo más natural del mundo al proclamar abiertamente que todos somos hermanos. Universalidad de la gracia salvadora y exigencia insobornable del amor mutuo.  Salvación universal y amor incondicional son las coordenadas en torno a las que se construye el hecho cristiano. De ahí que la salvación a que conduce la vida, muerte y resurrección del Cristo de la fe, no sea patrimonio de ningún pueblo concreto y, menos aún, de una institución, aunque sea la clerical, razón por la que el cristianismo auténtico no puede ser ni excluyente ni sectario. Y de ahí también que su único precepto, el del amor, sea el más universal de los sentimientos humanos, hasta el punto de que, aun procediendo a trompicones con el odio y la avaricia de por medio, rija en última instancia la vida de todos los seres humanos. Podría decirse que la obra de salvación de Jesús, que se inicia con el insondable misterio de “la encarnación de Dios”, realza la excelencia de lo humano (filiación divina) y lo catapulta al más exigente y fecundo de los proyectos imaginables (el del amor incondicional de unos con otros).

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Esta esencial connotación cristiana de la filiación divina y, por tanto, de la fraternidad universal, debería llevarnos hoy de la mano a la comprensión más gozosa y profunda de la celebración social y comercial del “día de la madre”. No importa que no todas las experiencias de “madre” transcurran conforme a los cánones. Sin duda, el solo anuncio de tal festividad es de suyo una invitación a la paz y al sosiego de la existencia. Con la madre tras uno se tienen las espaldas cubiertas, un hogar para vivir, un hombro para apoyarse, un pecho para refugiarse y un corazón para desahogarse. Dos sentimientos contrapuestos se me cruzan hoy en el horizonte de esta reflexión: por un lado, el espanto que me produce la cantidad ingente de maternidades que se frustran al servirse del aborto como contrapunto de goces carnales furtivos o ejecutados con deficiencias criminales, y, por otro, el candor y la emoción que me produce la convicción cristiana de que la madre de Jesús sea venerada también como madre de todos los hombres.

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Por otro lado, en el “totum revolutum” que está resultando la campaña electoral de la comunidad madrileña y cuando se cumple el plazo para que todos los madrileños sean convocados a una serena reflexión durante veinticuatro horas antes de confiar a las urnas sus esperanzas, hoy nos queda tiempo todavía para congratularnos con ellos en su día grande y desearles que la fortuna les vuelva a sonreír en el laborioso empeño de ganarse a pulso su propia dignidad. La historia nos cuenta que Madrid es un gran orgullo para todos los españoles bien informados y el presente parece empeñado en hacer renacer en él la esperanza no solo de despejar los nubarrones que nos atormentan, sino también de que comience a crecer en él, tras el resultado de las elecciones de pasado mañana, una política sosegada y fructífera que pueda preciarse realmente de servir al pueblo.

Madre de los creyentes

Ningún otro hombre se habría atrevido a decir que Dios es padre de todos y que el amor no admite excepciones. Jesús lo hizo. Solo por eso, su madre es también la madre de todos. Aterra y conmueve al mismo tiempo mirar atrás y ver cómo el cristianismo ha funcionado a veces como una religión del horror, mucho peor que si se hubiera comportado como una malvada madrastra, igual que está ocurriendo hoy con la política española. Pienso que, si un enemigo invasor pudo unir al pueblo madrileño un día como hoy para convertir a cada español en un guerrillero de armas tomar, bien podría la conciencia clara de lo que realmente significa ser cristiano convertirnos de “saulos” en “pablos” para anunciar esforzadamente que Jesús es realmente el Señor y que solo si estamos unidos a él, como los sarmientos a la vid, se cumplirán nuestros más osados sueños de fraternidad. Si la familia humana tiene un Padre y una Madre extremadamente generosos, solo falta que los hijos cumplamos hoy los cometidos que el tiempo nos depara. ¡Honor a Madrid y amor a la madre de cada uno y a la de todos!

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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