Desayuna conmigo (sábado, 19.12.20) Aproximación moral al coronavirus

Pecados y pecados

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Hoy ocupará nuestra mente y llenará nuestras líneas una reflexión, insertada en el más crudo sentir de nuestros días, que espero sea valorada como importante y transcendental. Para focalizar el gozne en torno al cual gira la moral, es decir, la conducta buena o mala de cualquiera de nosotros, es preciso determinar qué es aquello en torno a lo que gira nuestra actividad como determinante de su razón de ser y destino. Sin ello, todo lo demás se desfonda y pierde su propia razón de ser. Si lo que hacemos lo favorece, entonces nuestra acción será buena y moral; si lo contrario, mala e inmoral. Seguro que, ante tal desafío, un creyente sincero dirá sin titubeos que lo que  buscamos es Dios, su Dios, el Creador del universo, el Padre que nos habló por los profetas, que nos habla a través de cada uno de nuestros coetáneos y que nos seguirá hablando con los signos de los tiempos para que no perdamos de vista ni quiénes somos ni qué espera él de nosotros.

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Lógicamente, según ese enfoque, si prescindimos de Dios, nos quedamos colgados del aire y pecar hasta podría resultar divertido porque, una vez desaparecido Dios de nuestro horizonte, no habría nadie a quien rendir cuentas. Pero la verdad es que Dios no existe para unos y es algo etéreo o neutro para otros. Por su parte, el creyente, que valora el voluminoso libro (conjunto de libros) de la Biblia como palabra expresa de Dios, incluso dictada al oído del autor amanuense, tras leerla de cabo a rabo y de llevarse posiblemente no pocas sorpresas y tras hacer lo propio, además, con  la infinidad de comentarios que sobre ella han hecho todo tipo de estudiosos, tendrá que concluir que de Dios sabe muy poco o nada, pues él seguirá siendo un misterio en todo lo que se refiere a su propio ser, a sus designios y a lo que espera de cada uno de los hombres. De ahí que Dios, incluso con su preciosa valoración de Padre de todos según profesa la fe cristiana, no ofrezca garantías, al menos para algunos, como punto de referencia o cimiento de los principios morales que deben regir los comportamientos humanos.

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Ello excluye un supuesto mundo sobrenatural como base reguladora de una conducta que tiende de por sí, incluso cuando es errónea, a la mejora de la vida humana. En ella debemos hurgar a fondo si queremos dar con la clave del comportamiento moral, con el dictado de lo que insobornablemente es malo o bueno. La vida es el bien más preciado y determinante que hay en el haber del hombre, la base de todos sus demás bienes. Moral será, pues, todo lo que favorezca la vida humana, e inmoral, todo lo contrario, lo que la deteriore. Nadie, profese la religión que profese y pertenezca a la raza o cultura que pertenezca, podrá rebelarse frente a un principio tan tajante, claro y universal. Es más, de analizar a fondo la misión salvadora de Jesús de Nazaret y para sorpresa del creyente que se complace en situarse en un supuesto mundo sobrenatural, como si de una burbuja protectora se tratara, descubriríamos asombrados que también él se dedicó con toda la potencialidad de su condición divina y humana a la mejora de la vida humana, la del cuerpo y la del espíritu: curó todo tipo de dolencias y descargó conciencias, prodigando sus habilidades sanadoras y predicando el perdón y el amor. Es más, cambió la imagen del Dios tonante y airado del Sinaí por el buen samaritano o el padre del hijo pródigo. Incluso en el trance de su atroz muerte de cruz perdonó a sus verdugos, demostrando que el perdón es componente esencial de toda vida espiritual (psicológica) del hombre.

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Ya hemos insistido en este blog en la mundanidad de todo pecado como quiebra de la conducta, como contravalor que deteriora la vida, como error que lleva aparejado un costo o penitencia.  Es más, solo en su mundanidad, deteriorando la vida humana, el pecado puede ofender a Dios, pues el hombre es su más inequívoca residencia. A Dios solo lo podemos alcanzar o tocar en el hombre. En Jesús tocamos a Dios, y Jesús está en todos y cada uno de los hombres.  Es esta una idea exclusivamente cristiana que desconcierta al ateo y cristianiza a todo hombre de buena voluntad. Aunque no sea necesario insistir más para empaparse en esa claridad, digamos, abordando el meollo de la cuestión, que la blasfemia, expresión gramatical de injuria directa a Dios, jamás alcanza su propósito porque, o bien se reduce a un simple “flatus vocis” de mal gusto, lanzado al aire como simple desahogo psicológico, o bien, de persistir en la intención de ofender, lo único que enmierda es el muñeco de cartón piedra que ocupa la mente del blasfemo. De conocer a Dios, supremo bien, nadie podría rechazarlo, porque el supremo bien ejerce una omnímoda atracción. De ahí que la idea de Demonio solo pueda concebirse como una fábula con intención pedagógica.

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Partiendo de la vida como epicentro de moralidad, la catalogación moral de nuestras acciones debe hacerse solo conforme al grado de su aporte, favorable o desfavorable, a la vida propia y a la de todos los demás seres humanos. Ninguna de nuestras acciones es neutra: o favorece la vida o la deteriora. La sabiduría popular lo dice con trazos más gruesos: “lo que no mata, engorda”. La moral no necesita en absoluto hablar de premios ni castigos: lo que favorece la vida se cobra en mejora y lo que la deteriora se paga con el desastre que se padece. Ello nos permite redimensionar la proyección ultraterrena de nuestra personalidad, dimensión que está fuera de nuestro alcance, para librarnos del temor de que en el más allá se nos ajusten las cuentas en un imaginario juicio universal como reparto de premios y castigos eternos. ¿Puede haber algo más injusto que un castigo eterno por un supuesto pecado que no podría ser más que temporal? Los cristianos deberíamos ser los primeros, pues contamos con luz y bases para ello, en liberar las mentes de los seres humanos de posibles horrorosos castigos tras la muerte. La muerte, en cuanto consumación de la vida, es de por sí no balanza de justicia, sino justicia lograda en cuanto acceso a una dimensión en la que ya no caben los errores, pues del supremo bien solo se sigue suprema bondad.  Démosle al infierno el valor didáctico que pueda tener como temor que evita peligros o, a todo lo más, utilicémoslo como descripción de la inmoralidad, pues no hay más infierno posible que el de una vida inmoral.

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Tan alambicado desarrollo nos permite hacer una clara aproximación o valoración moral de nuestros comportamientos con relación al coronavirus que padecemos. Si la vida humana es la balanza que mide la bondad o maldad de nuestras acciones, a nadie debería escapársele que muchos de los comportamientos sociales que estamos teniendo con relación a la covid-19 son auténticos “pecados mortales”. Nunca mejor dicho lo de “mortales” porque, al facilitar su contagio, le ayudamos a propagarse y a matar. Por intereses secundarios y superficiales, como ocurre estos días con el revoloteo navideño, cometemos el tremendo error de “matar” a muchos. Ante la demoledora pandemia que padecemos, causante ya de más de setenta millones de afectados y de casi dos millones de muertos, los cristianos deberíamos haber salido en tromba a la palestra para gritar que, siendo nosotros mismos los vehículos de expansión del virus, debemos reajustar nuestros comportamientos y adaptar nuestras costumbres cuanto sea preciso para no actuar como cooperadores del virus, como agentes de muerte.

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Posiblemente, este sea el mayor de los pecados mortales que hoy cometemos. Tras él, hay otros muchos y también muy graves, que no solo tienen que ver con el deterioro de la vida, sino también con su directa eliminación, pues favorecemos el hambre, creamos condiciones de vida insoportables que empujan al suicidio y eliminamos directamente a quienes nos estorban: guerras, asesinatos, abortos egoístas o eutanasias interesadas. Nuestra piedra filosofal es la vida, lo mismo la nuestra, que por lo general ya nos encargamos nosotros mismos de mimar, que la de todos los demás, que, lamentablemente, muchas veces nos importa un pito. Quien da vida (en la mente de todos está en estos tiempos la generosidad en hacerlo de tantos médicos y enfermeras, por ejemplo), vive más. Quien la quita, se adentra en el infierno. En la pantalla reflectora que debemos ser todos los cristianos y que de hecho son todos los hombres de buena voluntad se proyecta con letras muy visibles aquello de:  “he venido para tengan vida y la tengan en abundancia”.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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