Audaz relectura del cristianismo (26). Mierda en el altar
Cerca de casa
Al haber leído anteayer, viernes, 09/11/18, primero en El País, luego en Facebook y, finalmente, en RD la noticia de que “Parroquias rurales de Salamanca acogieron durante años a un cura depredador sexual", la proximidad a mi propio pueblo de uno de los pueblos señalados me removió las tripas hasta el punto de que primero hice un comentario a la publicación de Facebook y luego, incorporando ese primer comentario, otro a la de RD, comentario este último que reproduzco en negritas a continuación:
Gravedad
¡Ojalá que la noticia, tal como se ha expresado algún otro comentarista, sea solo un infundio! Al parecer, el sujeto depredador en cuestión tiene don de gentes y es capaz de granjearse fácilmente la admiración y la amistad de quienes se mueven en torno suyo. De no ser un infundio, ello viene a demostrar que
En otro comentario, hecho también en RD, ya me he referido al tema de la pederastia en general, distinguiendo grados de gravedad que partían, en escala ascendente, del abuso de menores realizado por un cualquiera al llevado a efecto por un sacerdote. En posición intermedia quedaban los realizados por un pariente y por un maestro. Obviamente, el grado de gravedad lo determina la mayor o menor influencia psicológica y moral del depredador sobre su víctima. En el caso de que el depredador sea un superior religioso, dicha influencia se eleva a la enésima potencia por la usurpación de la cercanía de Dios, ya que desde su posición de maestro espiritual al sacerdote no le es difícil convencer a su víctima de que, al acceder a sus sucios deseos, cumple la voluntad de Dios que nos obliga a amarnos los unos a los otros.
Claro que, puesto uno a ejercer circunstancialmente de juez, la gravedad todavía se acrece –y así creo haberlo expresado en el comentario aludido- cuando hay responsables que, habiendo podido tomar medidas, no se dieron por enterados o prefirieron mirar para otro lado. Al obrar con tan culpable negligencia, se convirtieron en cómplices y se hicieron responsables de que las bestias que actuaban bajo su jurisdicción siguieran haciendo de las suyas.
Es una completa aberración pensar que el ocultamiento o la negación a ultranza de unos hechos tan traumáticos y escandalosos podría beneficiar a la Iglesia católica. ¡Craso error! Cuando hay una infección en el cuerpo o se gangrena uno de sus miembros, lo mejor es cortar por lo sano para que no perezca todo el cuerpo. Y, como en nuestra Iglesia no se cortó la pederastia cuando se tenía que cortar, hoy nos encontramos con una Iglesia gangrenada. La cosa ha salido a la luz, para mayor escarnio, ahora, en tiempos en que se cuestiona la mayoría de los procedimientos eclesiales de evangelización, tiempos de secularización que poco a poco van dejando lo templos vacíos. No es cuestión de pararse ahora a valorar este fenómeno, que tiene otras muchas causas y al que pueden prestarse otros muchos remedios, sino de dejar constancia únicamente de que, conforme a la sabiduría del refrán popular, de aquellos polvos nos vienen estos lodos.
Medidas urgentes
Tras denunciar valientemente los casos que todavía pudieran seguir ocultos y afrontar sin contemplaciones los abusos que pudieran estar cometiéndose en nuestro tiempo, una vez delatados y castigados los pederastas, las jerarquías eclesiásticas deberían hacer, a mi modesto entender, dos cosas importantes.
Primera. A pesar de que, por lo general, el mundo eclesial sea un mundo en que abunda la pobreza material, las jerarquías eclesiales deberían someterse a una vida mucho más austera a fin de ahorrar lo suficiente para indemnizar como es debido a las víctimas de los abusos en las cuantías legales pertinentes, por muchos años que hayan transcurrido desde la comisión de los delitos. Además, como la Iglesia es depositaria de una inmensa riqueza espiritual, los jerarcas deberían volcarse por completo en la atención humana y religiosa de esas mismas víctimas, tras demostrarles que no han sido víctimas de un sistema hermoso, el sistema que predica el amor incondicional y gratuito de Dios a los hombres, sino solo víctimas de un accidente fatal, el de haber caído en las fauces de un depredador, algo así como si las hubiera sorprendido indefensas un huracán o un maremoto.
Una gran obra
Una valoración equilibrada de la situación nos lleva a pensar que, por muchos que sean los casos de pederastia a cuyo desvelamiento asistimos atónitos y escandalizados en nuestros días, no dejan de ser una ínfima minoría comparados con los sacrificios que hacen tantísimos hombres y mujeres ejerciendo un sacerdocio célibe o cumpliendo como Dios manda los votos que han prometido. Se trata de cientos de miles de seres humanos que nos demuestran con sus obras que se puede sublimar la condición humana en aras de un amor efectivo a Dios y a los seres humanos, especialmente a los más desvalidos.
Quedémonos hoy con que es preciso acompañar y atender generosamente a las víctimas de los abusos sexuales, más si se trata de niños, y con que, por duros y crueles que sean los escándalos, no deberíamos olvidar la ejemplaridad de los comportamientos de tantos hombres y mujeres que trabajan para que el Reino de Dios llegue a nuestras vidas. El altar cristiano, lejos de ser una hornacina para exhibir la mierda humana, es un alto horno de purificación. ¡Ojalá que la jerarquía eclesial mantenga ese horno siempre encendido!