Audaz relectura del cristianismo (27). El dinero sucio
No tendría importancia alguna que las cosas sean así si no se tratara de un fenómeno masivo que mueve muchísimo dinero y que, por no estar regulado, discurre por cauces sucios y tenebrosos de un inframundo en el que se cometen todo tipo de vejaciones con mujeres indefensas, tratadas como ganado de producción, hasta el punto de poder afirmar, rizando el rizo, que la prostitución está prostituida.
Conciencia del problema
Ante una realidad como esa, contra la que nada han podido ni las amenazas de castigos eternos, vaticinados por acalorados predicadores apocalípticos, ni los desprecios más barriobajeros que la sociedad farisaica en que vivimos ha dedicado siempre a las prostitutas, lo razonable es plantearse de raíz el fenómeno para entenderlo a fondo y, tras ello, incorporarlo a un devenir normalizado de la sociedad.
Lo único que no encaja en ese cuadro es que se sirvan de ella personas que no debieran hacerlo por promesas solemnes de abstención (celibato sacerdotal), por vivir conforme a los consejos evangélicos (religiosos) o por el compromiso formal de fidelidad a que se comprometen los cónyuges (matrimonio).
Importantes razones para su legalización
Aun siendo conocedor de la escabrosa polémica que envuelve el tema, a mi modesto entender lo mejor sería regular debidamente una actividad humana que, de una u otra manera, siempre ha estado y seguirá estando vinculada a los comportamientos humanos. De no hacer dejación de la función reguladora de la sociedad e inhibirse ante un problema tan grave, fundadas razones avalan que aflore por completo el actual escabroso submundo de perversión y cloaca de la prostitución.
La primera tiene una importante trascendencia social. La legalización de la prostitución, de hacerse bien, erradicaría por completo la trata de blancas, pues la prostitución, lo mismo da que se trate de hombres que de mujeres, debería ser ejercida de forma completamente libre. Lo de menos sería que su encuadre laboral fuera el régimen general de la Seguridad Social o el de autónomos o el de cooperativa. El prostituido, insisto, hombre o mujer, debe contar con los mismos derechos sociales y laborales que cualquier otro trabajador, sea por cuenta propia o como asalariado.
La tercera es mucho más delicada y de muchísima más trascendencia social. Una prostitución bien regulada, que ofrezca un servicio seguro, de calidad y a un precio razonable, evitaría la mayoría de los casos de violación que se producen a diario en nuestra sociedad. Además, facilitaría que puedan practicar sexo de forma razonable quienes, sean hombres o mujeres, no tengan ninguna posibilidad de hacerlo de otra manera al no estar casados y se sientan incapaces de buscar un partenaire o de emparejarse.
Cabe ahondar todavía un poco más en las repercusiones sociales de lo expuesto en la tercera razón.
Esta última razón cobra más relieve en nuestros días cuando los políticos, que no están dispuestos a moderar de ningún modo sus gastos, tienen que contener el déficit público hasta hacerlo desaparecer. De hecho, se las ven y se las desean para idear nuevos impuestos con los que, además de moderar ese déficit, puedan mejorar algo el estado de bienestar, punto este último muy determinante para sus campañas electorales. De ahí que anden como locos llamando a todas las puertas (bancos, gasóleo, autónomos, grandes fortunas) y rascando todos los bolsillos (inspecciones, transmisiones, IBI, etc.) en busca de dinero.
En tal situación, la legalización de la prostitución les vendría como anillo al dedo: al aparecer nuevas empresas y reflotar miles de trabajadores lograrían incorporar al río de lo común un afluente importante, cuya agua en el proceder actual solo riega huertos particulares.
La sexualidad es mucho más que procreación
Tras la propuesta de la regulación social de una actividad tan importante y universal como es la prostitución, los cometidos primarios de este blog me exigen enfocar el tema desde los requisitos básicos de mi condición de cristiano, canalizados por las líneas de comportamiento fijadas por la Iglesia católica. Mientras no encuentro en mi fe obstáculo alguno para el ejercicio de la sexualidad entre adultos, siempre que se lleve a efecto con las garantías imprescindibles de completa libertad y total decencia, parece que este tema no solo sobrepasa los enfoques de mi Iglesia, sino que incluso le provoca sarpullidos y reacciones de desprecio y condena.
Dejando de lado el problema de que haya eclesiásticos, sean muchos o pocos, que acuden a la prostitución en busca de un desahogo orgánico compartido, lo cierto es que la Iglesia no dará un paso a derechas sin revisar a fondo toda su moral sexual. Digamos de paso que es preferible que los eclesiásticos intemperantes, de no contentarse con la masturbación, tan al alcance de la mano, acudan a la prostitución antes que cometer delitos tan horrendos como los aireados en nuestros días.
Quedémonos hoy con que la prostitución no es más que la comercialización de un servicio fundamental de la sociedad, tan digno como otro cualquiera y posiblemente más importante que muchos otros para el buen desarrollo social. No hay razón alguna para que la sociedad prohíba las prácticas sexuales entre adultos cuando se producen de forma consentida y libre y, menos aún, para que margine una fuente de riqueza importante para el procomún. Y, desde luego, admitamos de una vez por todas en nuestro ámbito particular de creyentes que la sexualidad, que nos acompaña desde la sala de partos hasta el tanatorio, es muchísimo más que procreación, aunque esta sea seguramente la más hermosa proyección de los seres humanos. Una sociedad adulta y bien organizada no puede mirar para otro lado ante una actividad que contribuye gozosamente a la buena marcha de la humanidad.