Audaz relectura del cristianismo (24). El dinero sumergido

Continuamos esta semana y continuaremos todavía un poco más con el tema del dinero, iniciado la semana pasada, porque me parece fundamental para entender la sociedad en que vivimos y para vislumbrar un poco la nueva sociedad que todos, especialmente los creyentes, nos esforzamos en gestar. Si “Hacienda somos todos”, eslogan o axioma muy repetido, no es justo que unos carguen con los gastos del Estado y otros se vayan de rositas con sus dineros a otra parte. Además de la experiencia que cualquiera pueda tener de ver cómo ante sus mismas narices se desarrollan actividades económicas opacas, es decir, actividades que se saldan con “dinero negro” o “dinero b”, dinero que no aflora a la superficie de la economía social ni entra en el cauce de la tributación correspondiente, los entendidos en la materia aseguran que una cuarta parte de la economía española, tan alegre como sobrecargada de deuda, se desarrolla en un submundo incontrolado, el de la llamada “economía sumergida”.

Mucho dinero opaco

Una cuarta parte de la economía española es una barbaridad de dinero que se mueve oculto para el fisco. Sin duda, ese dinero aporta mucho a la calidad de vida de algunos, pero hace ascos a la solidaridad social, que es la que fundamenta el Estado y la que impide que la sociedad se convierta en un caos bajo el único imperio de la ley de la selva, la ley del más fuerte. Mírese como se mire, cuanto más dinero se sustrae al Estado por malgasto, corrupción o fraude, más a la intemperie quedan los desheredados de la fortuna.

¿Dónde se desarrolla la economía sumergida? En cualquier lugar donde se produzca una transacción de dinero, por venta o compra o prestación de servicios, que no deje rastro. Hay infinidad de actividades, muy variadas y de distintos alcances, que se desarrollan de esa manera: narcotráfico, prostitución, servicio doméstico no declarado, chapuzas que se pagan en mano, pequeños talleres no declarados, servicios profesionales, compraventa de inmuebles con parte de su costo en negro, donaciones encubiertas, facturas que se quedan en albaranes de entrega, servicios de hostelería y de aseo personal, horas extras no declaradas, contratos de trabajo no aflorados y muchas otras actividades y situaciones más.

El fraude es tan enorme que bien pudiera ser que una cuarta parte de la economía española nade come pez en el agua en un mar opaco, lo cual es prueba de que vivimos en una nación en la que abundan los pícaros irresponsables. Si el Estado fuera capaz de reflotar esa economía, el aumento de un 25% de sus ingresos le permitiría, incluso mejorando los servicios que presta, rebajar bastante los actuales impuestos, tan gravosos para los ciudadanos cumplidores.

En el contexto de este blog

Por lo que al propósito de este blog se refiere, va de suyo que el dinero, cómo se gane y se gaste, es determinante a la hora de abrir cauce a la acción salvadora del cristianismo. De ahí que deba evitarse el fraude por ser un claro contravalor, un pecado. Para acertar con los remedios oportunos es importante saber por qué se produce un fraude tan descomunal como el de la economía española sumergida. Dejamos de lado las actividades de tan animado submundo económico que, conforme a la ley vigente, son delictivas, como es todo lo referido a drogas y prostitución, actividades por tanto peligrosas pero que florecen gracias al muchísimo dinero que se mueve en torno a ellas, porque a ellas les dedicaremos las próximas entradas.

El enorme fraude de todo lo demás responde muchas veces a una especie de instinto de conservación, a no dejarse arrebatar lo que uno considera que es suyo. Entre los españoles existe la conciencia generalizada de que el Estado es insaciable y de que les sangra a impuestos. Estos días ha circulado por las redes el siguiente mensaje: “Cómo nos roban y nos confiscan en España: cuando lo ganamos, IRPF; cuando lo gastamos, IVA; si lo ahorramos, PATRIMONIO; si lo regalamos, DONACIONES; si nos morimos, SUCESIONES; y, por el camino, MULTAS, SANCIONES, TASAS e IMPUESTOS MUNICIPALES…”. De ahí que se valore incluso como una proeza ingeniosa la habilidad para camuflar dineros a la Hacienda pública. Tanto es el beneficio del ocultamiento que algunos se permiten incluso el lujo de una “ingeniería financiera” muy costosa para no pagar sus impuestos.


¿Es la Hacienda pública un enemigo?

Mientras respondamos afirmativamente a este interrogante, valorando su acción recaudatoria como un despojo de lo nuestro y, además, los políticos malgasten y despilfarren el dinero de todos sin miramientos de ninguna especie, nada ni nadie podrá convencer a un ciudadano, de a pie o incluso encumbrado, para que pague sus impuestos pudiendo evadirlos.

Los intentos serios para erradicar la evasión de impuestos tienen abiertos dos frentes exigentes: el primero y principal por su trascendencia social es conseguir que los políticos ejerzan su función de forma atinada, con mesura y hasta con cierta austeridad, valorando como es debido el dinero común; el segundo se cifra en la necesidad de emprender una educación temprana que ayude a los ciudadanos a ver la Hacienda pública como la institución que hace posible la solidaridad social, es decir, como el único mecanismo capaz de repartir con justicia los bienes comunes haciendo que el dinero de los que más tienen llegue, de alguna manera, a los más desfavorecidos.

Fallo de las instituciones políticas y eclesiales

En el proceder actual se producen, a mi modo de ver, quiebras importantes tanto en el ámbito de la Agencia tributaria como en el de la Iglesia católica.

Cierto que la primera se sirve del método expeditivo de la inspección fiscal para resolver algunos fraudes a base de multas y recargo de intereses de demora. Pero ese es un proceder parecido al juego del ratón y el gato: a ver quién es más listo, si el que esconde sus dineros o el que trata de descubrirlos. La práctica demuestra que no es difícil ganar esa partida, pues la Hacienda pública resulta un enemigo fácil a batir.

Los escondites del dinero son infinitos y, a veces, el gasto de descubrirlos supera el montante del botín perseguido. Sería de locos, por ejemplo, gastarse mil euros para imponer una sanción de quinientos. Los ciudadanos lo saben y se aprovechan de ello. Un buen monto del fraude se debe a muchos pequeños ocultamientos. Por otro lado, tratar de erradicar un fraude tan masivo solo a base de inspecciones exigiría una actuación tan extensa y opresiva que convertiría a la Agencia tributaria en declarado enemigo beligerante.

De ahí que se debería hacer un gran esfuerzo para demostrar a los ciudadanos que la Hacienda pública no es un monstruo odioso sino un servidor eficiente de la sociedad; que no es el suyo un gran tesoro a disposición de unos pocos sino la caja común de la que se surten también los ciudadanos más desfavorecidos y que solo ella puede vehicular una “solidaridad” de justicia honrosa, no de beneficencia humillante. A la postre, nada se conseguirá si no llegamos a entender y sentir el eslogan mencionado de que Hacienda somos todos. Creo que solo así desaparecerían los obstáculos para que los ciudadanos se sintieran orgullosos de cumplir celosamente sus obligaciones fiscales.

En cuanto a las instituciones eclesiales, la Iglesia católica, que se tiene por la guardiana de la moral, debería ser la institución más beligerante a la hora de pedir responsabilidades. Cierto que, en tratándose de robos, en la confesión bien hecha se exige al penitente que restituya lo robado. Pero, además de que confesarse ha caído en desuso, seguramente quienes lo hacen no se acusarán de ello porque, al hacerlo, no se consideran ladrones sino habilidosos jugadores capaces de engañar, en abierta lid, a un oponente tan listo y que, además, tiene la sartén por el mango.

Todos deberíamos tener conciencia de que no pagar los tributos debidos es robar a los más pobres. Lo de “tributos debidos” es una salvedad frente a impuestos manifiestamente abusivos que, aun siendo legales, no generan obligación moral.

Por lo demás, es obvio que la Iglesia católica debería preocuparse mucho más del robo que de la sexualidad. Mientras se ha hartado de predicar contra la masturbación y otros actos sexuales que solo producen placer sin dañar a nadie, apenas lo ha hecho contra el fraude fiscal, por más que el dinero defraudado tenga, como hemos dicho, secuelas muy duras para los más pobres. ¡Gran despiste el suyo! A ese respecto, debería ser la primera en dar ejemplo cumpliendo sus obligaciones tributarias y, tras ello, mostrarse la más celosa exigiendo a sus fieles que también las cumplan.

¿Cuántos ladrones hay en España?

Puede que no anden muy descaminados quienes a esa pregunta responden tajantes y sin pararse a pensarlo que tantos como habitantes. Para remachar tan desoladora convicción, algunos añaden para mayor inri que cada cual roba según lo que tiene a su alcance, sea sacándolo de la caja común con artilugios varios, sea no metiéndolo en ella cuando se está obligado a hacerlo. Aunque se trate de una hipérbole, lo cierto es que lo robado, aunque solo fueran los impuestos correspondientes a la cuarta parte de la economía española, sería ya de suyo muchísimo dinero. Este problema del robo se agranda considerablemente si al fraude fiscal añadimos lo que los políticos malgastan o detraen de la caja común por corrupción.

Seguro que, de taponarse todos estos escapes de dinero, muchos de los acuciantes problemas que padecemos, tales como un déficit excesivo y la falta de fondos para mantener operativa la sociedad de bienestar, desaparecían como por ensalmo. Insisto en que, para lograrlo, lo más importante es que los impuestos sean justos y los políticos se comporten ejemplarmente. Importa también que la Iglesia católica haga lo propio. Pagar impuestos y administrar bien el tesoro público es la única manera de hacer que funcione la sociedad y de cumplir la exigencia evangélica de vivir en comunión con los demás.

Como creyentes, quedémonos hoy, tras un “mea culpa” cuyo alcance solo conoce cada cual, con que pagar los impuestos debidos es una sagrada obligación cristiana y con que es preciso denunciar sin desmayo el despilfarro y la corrupción. Hemos de evitar que la “carga” del Estado sea demasiado pesada para los ciudadanos ejemplares y que el vandalismo reinante dilapide el dinero de los más necesitados.

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