Audaz relectura del cristianismo (8). La sexualidad, asignatura troncal pendiente

La fiabilidad de quien pretenda aleccionar a otro sobre la sexualidad dependerá del talante y la naturalidad con que trate un tema tan bello e interesante, pero tan escabroso por las suspicacias en que lo envolvemos. Arrojar alguna luz en esta materia requiere seriedad y elegancia. Cómo debe abordar la Iglesia el tema de la sexualidad para bien de todos y para su propio gobierno es cuestión de gran trascendencia. ¿Por qué a la moral cristiana se le atraganta la sexualidad, su bestia negra, frontón contra el que rebota su artillería?


¿Mal menor?

Lejos de reconocer la hermosura y la hondura que la sexualidad tiene de por sí, la Iglesia la tolera solo como “mal menor” y restringe sin miramientos su ejercicio. Incluso hay moralistas para quienes Dios debió de equivocarse al hacernos seres sexuados y hacer depender la procreación del sexo. Ello no es óbice para que otros se vayan al extremo opuesto y piensen que el Creador fue tan sumamente sabio que puso un enorme placer en el sexo para que los seres humanos procreáramos.

Nada tiene de extraño que el cristianismo, debido a tales sospechas, haya ensalzado la castidad y, más aún, la virginidad. De hecho, el santoral está saturado de vírgenes. El placer es un factor desestabilizador al anclarnos a un mundo malo. En particular, el gran placer sexual hace que nos guste el transitorio mundo malo en que vivimos, nos distrae del camino de perfección e impide el imperio de lo sobrenatural. La fuente del intenso placer sexual no puede ser más que pecaminosa. Por tanto, lo realmente cristiano es constreñir el sexo y rechazarlo para imitar a Jesucristo y compartir su indecible sufrimiento en la cruz.

Precioso bien

Sea por la torpeza o por la sabia estrategia de Dios, lo cierto es que la sexualidad forma parte del cuerpo y de la personalidad humana. De ahí que, procediendo con el necesario equilibrio, debamos afirmar que la sexualidad tiene gran trascendencia no solo para la perpetuación de la especie humana, sino también para el equilibrio personal y para fundamentar una forma de vida razonable y rica.

Procreación, equilibrio personal y una forma de vida razonable y rica son pilares fundamentales para cualquier intento de mejorar la forma de vida que nos hemos dado. Es este un tema de gran interés social, pero no parece que el mundo eclesial tenga ganas de abordarlo en profundidad. La religión, al justificar la sexualidad por el hecho material de la procreación, la ha convertido, por así decirlo, en algo mecánico. Es demasiado lo que se ha edificado sobre la castidad, tanto en el organigrama clerical como en la espiritualidad de los cristianos, para que pueda modificarse el rumbo rápidamente. Pero el frondoso árbol del que todos formamos parte no puede seguir siendo sometido a una poda continua.

La sexualidad impregna toda la vida

La sexualidad es mucho más que procreación. El feto tiene vida sexual y el anciano la conserva viva hasta su muerte, aunque el primero esté todavía lejos de procrear y al segundo haga tiempo que se le pasó el arroz. La sexualidad no se asienta solo en los órganos genitales. También hay una enorme carga de sexualidad en las manos, en la boca, en los ojos, en el cuerpo entero y, sobre todo, en el cerebro, el órgano que determina, en última instancia, la orientación sexual de cada ser humano.

La sexualidad es una riqueza que nos acompaña toda la vida y de la que se benefician también las parejas estériles y cuantas otras, por imperativos de la naturaleza o por elección propia, nunca procrearán.

Es un gran disparate reducir la función sexual a la procreación cuando es una hermosa realidad que está en todo el cuerpo y dura toda la vida. Sexualidad es acercamiento, ternura, compenetración, comunión entre dos seres humanos, una eclosión que funde cuerpos y sentimientos. Y es un error aún más grave limitar la sexualidad a la procreación por imperativos morales y calificar como infernales los placeres que aporta fuera de ese fin.

Tolerar el ejercicio sexual solo cuando, tras la bendición sacramental del matrimonio, el pene penetra en la vagina para eyacular sin que los espermatozoides encuentren ningún obstáculo para fecundar el óvulo achica y pervierte un universo entero de bellezas y potencialidades humanas. No se entiende que se permita controlar la natalidad con la picaresca de evitar tener sexo los días de fertilidad femenina y se prohíba drásticamente hacerlo con ayuda mecánica o farmacológica.

El voto de castidad

También viven la sexualidad quienes han hecho voto de castidad, pues la abstinencia de actos sexuales a que tal voto obliga no extirpa sus otras funciones o dimensiones vitales. En realidad, el religioso profeso, lejos de eliminar las funciones normales de su ser, lo que hace es sublimar todo aquello a lo que renuncia, sea la libertad con el voto de obediencia, la sexualidad con el de castidad y la riqueza con el de pobreza. La elección que el religioso hace con sus votos es tan generosa que un fallo en su cumplimiento lo hunde en la miseria moral. Cabe muy bien aquí lo de corruptio optimi pessima (la corrupción de lo mejor es lo peor).

La sexualidad es tan rica en sus potencialidades de amor y entrega que los místicos, en su arrebato íntimo de compenetración con Dios, se sirven de lenguaje erótico para describir sus profundos sentimientos de unión. Así, en el Cantar de los Cantares podemos leer: ¡Oh, si él me besara con besos de su boca! Porque mejores son tus amores que el vino. Y San Juan de la Cruz propone decidido: Gocémonos, amado, / y vámonos a ver en tu hermosura / al monte o al collado / do mana el agua pura; / entremos más adentro en la espesura.

Perspectivas inciertas

¿Cuánto tardará todavía la Iglesia católica en acoplar su sensibilidad religiosa a tan bella dotación de la naturaleza para asumirla en plenitud? ¿Es menos santo el ejercicio de la sexualidad que la práctica de la castidad? ¿Hay alguna razón de peso para ligar el ejercicio del ministerio sacerdotal al celibato que no sea de pura conveniencia para los mandos?

Además, ¿cuánto tiempo ha de pasar para que, tras asumir la pluralidad que la naturaleza aporta, pueda bendecir la Iglesia cualquier proyecto de vida en común que los hombres y mujeres quieran emprender como convivencia familiar? Su demora hará que renquee la penetración del mensaje evangélico en las vidas de los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Las mentalidades compartimentadas de tantos dirigentes eclesiales están impidiendo que la gracia divina fluya sobre todo el espectro de la vida humana.

¡Loado sea el Dios de los cristianos porque ha hecho a los seres humanos sexuados y les ha dado una extraordinaria fuerza de vida en el ejercicio de su sexualidad, tanta que les permite multiplicarse y convivir juntos en proyectos de vida en común! Al parecer, Dios sabe lo que se hace, pero nuestra Iglesia todavía no.

El “más allá” le pertenece en exclusiva a Dios. Ningún ojo humano ha visto ni siquiera sospechado lo que Dios nos tiene preparado (1Cor. 2,9). Es en el “más acá” donde la Iglesia se la juega, ya que su misión consiste en aportar confianza, alegría, optimismo y esperanza a los seres humanos. El colmo de su insensatez radica en que, tras dificultarnos la existencia con pesados fardos, amenaza a los díscolos con penas infernales. Dios, en cambio, con la sexualidad, nos ofrece alegría y esperanza. La dimensión teologal de la vida humana, lejos de estar reñida con su sabor y su goce, los alimenta e incrementa.

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