Audaz relectura del cristianismo (8). La sexualidad, asignatura troncal pendiente
¿Mal menor?
Lejos de reconocer la hermosura y la hondura que la sexualidad tiene de por sí, la Iglesia la tolera solo como “mal menor” y restringe sin miramientos su ejercicio. Incluso hay moralistas para quienes Dios debió de equivocarse al hacernos seres sexuados y hacer depender la procreación del sexo. Ello no es óbice para que otros se vayan al extremo opuesto y piensen que el Creador fue tan sumamente sabio que puso un enorme placer en el sexo para que los seres humanos procreáramos.
Precioso bien
Sea por la torpeza o por la sabia estrategia de Dios, lo cierto es que la sexualidad forma parte del cuerpo y de la personalidad humana. De ahí que, procediendo con el necesario equilibrio, debamos afirmar que la sexualidad tiene gran trascendencia no solo para la perpetuación de la especie humana, sino también para el equilibrio personal y para fundamentar una forma de vida razonable y rica.
La sexualidad impregna toda la vida
La sexualidad es mucho más que procreación. El feto tiene vida sexual y el anciano la conserva viva hasta su muerte, aunque el primero esté todavía lejos de procrear y al segundo haga tiempo que se le pasó el arroz. La sexualidad no se asienta solo en los órganos genitales. También hay una enorme carga de sexualidad en las manos, en la boca, en los ojos, en el cuerpo entero y, sobre todo, en el cerebro, el órgano que determina, en última instancia, la orientación sexual de cada ser humano.
La sexualidad es una riqueza que nos acompaña toda la vida y de la que se benefician también las parejas estériles y cuantas otras, por imperativos de la naturaleza o por elección propia, nunca procrearán.
Tolerar el ejercicio sexual solo cuando, tras la bendición sacramental del matrimonio, el pene penetra en la vagina para eyacular sin que los espermatozoides encuentren ningún obstáculo para fecundar el óvulo achica y pervierte un universo entero de bellezas y potencialidades humanas. No se entiende que se permita controlar la natalidad con la picaresca de evitar tener sexo los días de fertilidad femenina y se prohíba drásticamente hacerlo con ayuda mecánica o farmacológica.
El voto de castidad
También viven la sexualidad quienes han hecho voto de castidad, pues la abstinencia de actos sexuales a que tal voto obliga no extirpa sus otras funciones o dimensiones vitales. En realidad, el religioso profeso, lejos de eliminar las funciones normales de su ser, lo que hace es sublimar todo aquello a lo que renuncia, sea la libertad con el voto de obediencia, la sexualidad con el de castidad y la riqueza con el de pobreza. La elección que el religioso hace con sus votos es tan generosa que un fallo en su cumplimiento lo hunde en la miseria moral. Cabe muy bien aquí lo de corruptio optimi pessima (la corrupción de lo mejor es lo peor).
Perspectivas inciertas
¿Cuánto tardará todavía la Iglesia católica en acoplar su sensibilidad religiosa a tan bella dotación de la naturaleza para asumirla en plenitud? ¿Es menos santo el ejercicio de la sexualidad que la práctica de la castidad? ¿Hay alguna razón de peso para ligar el ejercicio del ministerio sacerdotal al celibato que no sea de pura conveniencia para los mandos?
Además, ¿cuánto tiempo ha de pasar para que, tras asumir la pluralidad que la naturaleza aporta, pueda bendecir la Iglesia cualquier proyecto de vida en común que los hombres y mujeres quieran emprender como convivencia familiar? Su demora hará que renquee la penetración del mensaje evangélico en las vidas de los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Las mentalidades compartimentadas de tantos dirigentes eclesiales están impidiendo que la gracia divina fluya sobre todo el espectro de la vida humana.
El “más allá” le pertenece en exclusiva a Dios. Ningún ojo humano ha visto ni siquiera sospechado lo que Dios nos tiene preparado (1Cor. 2,9). Es en el “más acá” donde la Iglesia se la juega, ya que su misión consiste en aportar confianza, alegría, optimismo y esperanza a los seres humanos. El colmo de su insensatez radica en que, tras dificultarnos la existencia con pesados fardos, amenaza a los díscolos con penas infernales. Dios, en cambio, con la sexualidad, nos ofrece alegría y esperanza. La dimensión teologal de la vida humana, lejos de estar reñida con su sabor y su goce, los alimenta e incrementa.