Acción de gracias – 28 Brío profético

Paradoja española

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Puestas una junto a otra, son muy diferentes e incluso dispares las cartas de presentación que en las lecturas de la liturgia de hoy hacen el profeta Ezequiel ante el pueblo de Israel y el apóstol Pablo ante los primitivos cristianos. Si bien ambos lo hacen con fuerza prestada en sus respectivas lecturas de la liturgia de este domingo, el primero exhibe la autoridad con que ha sido investido como “profeta” para doblegar a un pueblo rebelde, y el segundo recuerda que, siendo muy débil, realiza su apostolado con la “fuerza de Cristo”. Ezequiel necesita doblegar a un pueblo de dura cerviz y Pablo, transmitir a los adeptos de un cristianismo incipiente la fuerza de Cristo. Se trata de simples hombres, arropados, cada uno a su forma, por una fuerza ajena superior, para realizar la ardua misión que se les ha encomendado.

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Ambos son utilizados en la liturgia de este domingo como peldaños o ejemplos para entender qué le ocurrió al mismo Jesús a tenor de los planteamientos sobre su personalidad que relata el evangelio de hoy, tomado de san Marcos, cuando los más cercanos a él, los suyos, se preguntan: ¿“de dónde saca todo eso”, refiriéndose a la sabiduría que predicaba y a los milagros que hacía, tratándose del carpintero o aprendiz de carpintero que conocían bien, del hijo de José y María? ¿Será verdad lo que él mismo aseguró, sumamente contrariado y sintiéndose tan frustrado, al aseverar que “no desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa”? Sin la menor duda, en Jesús se concentra no solo la fuerza del profetismo del que hace gala Ezequiel, sino también la fuerza salvadora del Cristo salvador, la misma que alienta y transforma en fortaleza la debilidad del apóstol Pablo. No es que Jesús se envalentone y presuma ante los suyos de ser quien es, sabiendo como sabemos que se humilló hasta la muerte más humillante, a la de cruz, sino que deja constancia de lo difícil que a los humanos nos resulta aceptar que, de repente, uno cualquiera de nosotros se erija en maestro. El ambiente hostil de sus próximos, incluidos sus parientes, demuestra lo difícil que es actuar en ese escenario como profeta, hasta el punto de que imposibilitar que la acción instructora y sanadora de Jesús, la propia de su misión, llegue hasta ellos

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La situación me lleva de la mano a reflexionar hoy, en primer lugar, sobre la facilidad con que los españoles apedreamos a nuestros profetas y nos recreamos tirando piedras a nuestro propio tejado. Yo mismo me acuso de que, si bien estando fuera de España he defendido con ahínco y ardor todo lo español, dentro de ella he denostado a veces, con gran desencanto y hasta con furor y vergüenza, las torpezas y abusos de muchos españoles e incluso he llegado a renegar de mi condición de español. Sé sobradamente que los españoles, favorecidos por la relativa benignidad de nuestro clima, tenemos como gran patrimonio la que seguramente es la mejor y más bella forma de vida que se haya dado en todo el mundo, que muy poco tiene que ver con la pandereta, el flamenco y los toros, y que son muchísimos los extranjeros que nos envidian por ello. Y, sin embargo, la sinrazón y la insensatez de muchos de nuestros comportamientos, sobre todo en el ámbito político, me exasperan y me hastían. De hecho, a veces me pregunto si en el mundo hay un pueblo más alocado, insensato y aborregado que el nuestro.

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Por no citar más que un ejemplo, todavía caliente, lo vemos con lo ocurrido con la selección española de fútbol con motivo de la celebración en curso de la UEFA EURO 2020: de la tremenda flagelación a que la sometimos a causa de su pobre juego y, sobre todo, del resultado de empate en sus dos primeros partidos, pasamos rápidamente a la euforia de considerarla la mejor del mundo por las goleadas infligidas a sus rivales en los dos siguientes, para terminar deshinchando el globo tras clasificarse para semifinales en los penaltis del quinto partido, el de la eliminatoria de cuartos, como si de la suerte de una moneda lanzada al aire se hubiera tratado. El encuadre de los “valores lúdicos”, tan importantes en el conjunto de la vida humana como todos los demás, según expone magistralmente el maestro Chávarri, se sitúa en el marco de la victoria, el empate o la derrota. Ser los mejores, los peores o servir de relleno en una competición deportiva, según dicte muchas veces la magia de un resultado caprichoso, carece de valor frente a la participación sacrificada y honesta que el juego requiere. Lo dicho no me impide desear de corazón, como español castizo y vindicativo, que la selección española gane este campeonato y que todos los españoles, incluidos los separatistas, sientan la corona de la victoria sobre sus sienes, sin merma para el reconocimiento y el honor que todos los demás equipos participantes merecen por la entrega y la fuerza que han demostrado en el campeonato.  

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Sea cual sea el resultado futbolístico, que conoceremos esta semana, la verdad es que mal lo tienen los genios y los profetas españoles para triunfar en su tierra, uno de cuyos perversos alimentos culturales es recrearse en desdichas, reales o imaginarias. Tal me parece que ha sido su comportamiento con relación, por ejemplo, a la famosa “leyenda negra” o a la “gripe española”, tan recordada esta última a lo largo de la pandemia que padecemos. Es difícil saber por qué los españoles ennegrecemos tanto una leyenda que nos pone a caldo al calificar como linchamiento y robo lo que realmente fue hermandad y evangelización civilizadora, o por qué nos cebamos tan a fondo con una gripe a la que solo nuestros excesos denigratorios dieron nombre, siendo como fue una pandemia que nos cogió de paso. Por lo general, el victimismo, real o imaginario, siempre ha servido como argumento de peso a la hora de recabar atenciones especiales y de conseguir privilegios de los que nunca podrán disfrutar los demás ciudadanos. Ciertamente, la víctima real de cualquier atropello necesita acompañamiento y ayuda, pero ello no debería darle derecho a privilegios o ventajas sociales. A nada conduce un victimismo imaginario para hacerse presente y que se nos tenga en cuenta, práctica en la que, por desgracia, los españoles somos diestros.

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Desde luego, tampoco Jesús, la víctima propiciatoria por excelencia, lo tuvo fácil en su patria chica, en la tierra que lo vio nacer y crecer como un carpintero o aprendiz de carpintero que se atrevió a pontificar sobre lo más sagrado del judaísmo y a cambiar por completo la imagen del severo Dios judío, que trataba a su pueblo con mano dura. Saltándose olímpicamente la ley sagrada, se atrevió a predicar que ese Dios era su padre y también el nuestro. De hecho, las cosas le salieron tan mal como profeta y taumaturgo que, a la postre, fueron los suyos los que lo acusaron injustamente y lo arrastraron, o al menos obligaron a los romanos a hacerlo, a la más afrentosa de las muertes, la de cruz. La única acusación que plausiblemente habrían podido hacerle con fundamento es que su bondad a carta cabal, su perdón incluso a los enemigos y su pacifismo hasta la vejación (poner la otra mejilla) cuestionaba seriamente los intereses y los privilegios que los dirigentes de Israel se habían abrogado injustamente.

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En segundo lugar, la contundencia del desprecio que Jesús recibe de “su tierra, sus parientes y su casa” me fuerza a reflexionar hoy, además, sobre la pretensión básica de este blog, la de hacer “una relectura audaz del cristianismo”, que pretende destronarlo de las alturas cultuales y dogmáticas en que lo hemos colocado a lo largo del tiempo, para insertarlo en nuestras vidas y facilitar que, cual grano de trigo, también él muera en la tierra que somos para fecundar los lodos en los que nos devanamos los sesos. Arriesgado intento el de hacer hoy una “relectura audaz” del mensaje de Jesús, como fue la que él mismo hizo del judaísmo, relectura que no tiene por qué ser ni mejor ni peor que otras, pero que debe recorrer su propio calvario y cargar son su cruz si de veras pretende validar el mensaje evangélico para los hombres de nuestro tiempo.

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¿Procede que hoy nos atengamos con tanto rigor a la lectura que de ese mensaje hizo el apóstol Pablo? ¿Acaso Dios habló solo a los profetas de otro tiempo para callarse después como un muerto? ¿No se ha convertido nuestro cristianismo oficial en una especie de judaísmo rigorista, arcaico y leguleyo, celoso de la conservación de una institución asentada sobre la ostentación, el poder y el oro? ¿No requiere toda una refundación evangélica el clamor de muchos desheredados en el presente? Tratar a Dios realmente como padre y a todos los demás hombres sin excepción como hermanos son ideas claras e irrenunciables del evangelio predicado por Jesús que hoy casan muy mal con las pomposas jerarquías eclesiales que gobiernan la Iglesia y, menos aún, con las normas morales que los jerarcas eclesiásticos imponen a sus seguidores para consolidar sus propias prebendas y privilegios. ¿Tiene algo que ver la aparatosa liturgia católica con el culto devocional que debería tributarse a un “padre”? ¿Casan acaso la belleza y la sencillez del “padrenuestro” con los grandilocuentes ritos católicos? ¿No llegan hasta nuestros oídos los ecos de las diatribas del mismo Jesús con el proceder farisaico?

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Y, yendo al encuadre de una religión que, según el mismo Jesús, no necesita templos para adorar a Dios y hablar con él, ¿tienen hoy algún sentido evangélico conjuntos tan monumentales como el Vaticano, las catedrales y los templos que ocupan los mejores lugares de nuestros pueblos y ciudades? ¿Son realmente cristianos el embelesamiento y el misticismo que envuelven la monumental Sagrada Familia de Barcelona? ¿Por qué se arma tanto lío a la hora de entender y aceptar la sexualidad con que Dios, nuestro padre, ha enriquecido nuestros cuerpos? ¿Por qué tantas reticencias a la hora de proclamar y aceptar en todos los órdenes y roles sociales y religiosos la igualdad de hombres y mujeres? ¿No es mejor celebrar la eucaristía como una comida o cena familiar que servirse de ella como si de un estandarte de fiesta o de un trofeo deportivo se tratase? Son preguntas inaplazables, entre otras muchas, que requieren urgentemente respuestas atinadas para encarnar el mensaje de Jesús en nuestro tiempo.

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