A salto de mata – 35 ¿Buenismo ilusorio?

En un mundo ambivalente

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La salvación no solo de todos los seres humanos, sino también de todo el universo creado, hacia la que apuntaba mi reflexión de la semana pasada sobre Jerusalén no responde a una especie de “buenismo” bobalicón o a la pura ensoñación de quien no quiere o no se atreve a mirar de frente la cruda realidad de la vida humana, tan saturada de maldades espeluznantes, a veces incluso horrorosamente crueles. Seguramente, la RAE tiene razón cuando dice que el “buenismo” es la “actitud de quien ante los conflictos rebaja su gravedad, cede con benevolencia o actúa con excesiva tolerancia”, debido a que piensa que la buena disposición y el diálogo, revestidos de solidaridad, resuelven todos los problemas. No es cuestión de entrar a valorar aquí si la actitud del buenista a carta cabal tiene alguna validez para enfocar el desarrollo del conjunto de la vida humana que realmente estamos llevando, tan plagada de salvajadas, o si se construye sobre un infantilismo persistente que navega en una superficie de sonrisas y abrazos sin ahondar jamás en las tenebrosas razones de los recovecos y cavernas con que tropieza ese mismo desarrollo.

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La convicción manifestada en dicha reflexión parte de una doble fuente, alimentada la primera por el cristianismo que he tenido la fortuna de mamar desde los albores de mi racionalidad y la segunda, por el sistema de pensamiento de mi maestro Chávarri, que emplaza al hombre, nacido a medio hacer, a recorrer, para alcanzar su plenitud, el camino de la vida por las sendas beneficiosas de la cultura ,de la pradera cósmica y del paraíso metahistórico. En cuanto al cristianismo, a estas alturas de la historia, los cristianos no deberíamos tener la más mínima duda de que nuestra religión fomenta la bondad, impone el amor incondicional a uno mismo y a todo lo existente (su único mandamiento) y predica el perdón evangélico del “siempre”, del setenta veces siete. Como tal religión, jamás debería volver a alimentarse de amenazas de crueles castigos eternos ni afirmar en ninguna circunstancia que Dios dará definitivamente la espalda al pecador que no se arrepienta. En los tiempos convulsos que vive la humanidad, cuya forma de vida ha sido construida sobre infinidad de egoísmos excluyentes, basados en el bienestar físico-psíquico y en el dinero, una religión como la cristiana debería esforzarse por ser una gran esperanza de cambio radical, de humanización de las conductas. A menor egoísmo, mayor justicia, más participación y, en suma, mejor forma de vida.

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En cuanto al sistema de pensamiento indicado, que aboca a la bondad irrenunciable de formas de vida cada vez más ricas, siguiendo sus líneas maestras uno se ve obligado a contemplar toda la trayectoria humana como un esfuerzo continuado en pos de la mejora de la vida que llevamos, no solo renunciando a los contravalores que la lastran, sino también fomentando la mejora permanente de los valores que esta ya posee. El esquema es sumamente sencillo: al iniciar la aventura de la vida, lo hacemos como miembros de una especie que se ha emancipado de los ecosistemas para proceder con autonomía, sabiendo que lo que nos mantiene en pie en el decurso del tiempo es el deseo irrenunciable de aspirar siempre a más y mejor, sin cuya fuerza la humanidad desaparecía irremisiblemente en poco tiempo. El camino que nos traza el sistema de Chávarri sobre los valores y los contravalores está muy bien delineado y es muy preciso: tras respetar la autonomía de cada una de las ocho dimensiones vitales en que concreta la virtualidad de la persona (biosíquica, económica, epistémica, estética, ética, lúdica, social-política y religiosa), vigilando que ninguna de ellas se apodere de los objetivos de las demás,  modulándolos o ajustándolos a su propia estructura y finalidad, es preciso esforzarse no solo por achicar y orillar los contravalores, sino también por mejorar sin cesar sus correspondientes valores. Tal es la ardua tarea del ser humano para cumplir el afán que lo mantiene en pie: conseguir cada vez una mejor forma de vida.

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Jesús con su Evangelio y Chávarri con su sistema de valores y contravalores apuntan directamente a la bondad. La espada, la guerra y el fuego que Jesús dice haber traído a la tierra se refieren seguramente, a pesar de la alusión explícita a la familia y más en concreto a los hermanos, solo al desarrollo individual, a lo que acontece en el interior de cada persona, para producir la “conversión” fundamental o el cambio de rumbo del comportamiento para que el pecado ceda su lugar a la gracia y, en última instancia, el hijo pródigo retorne al hogar paterno. Cambio radical, que secciona y arrasa, para la mejora irrenunciable de la forma de vida que se está llevando, que siempre es de suyo muy inferior a la que se anhela llevar. Es exactamente lo mismo que pasa en el sistema de Chávarri que, exponiendo lo que realmente son los valores y los contravalores en el desarrollo de nuestra vida, no renuncia a ser una llamada persuasiva a atemperar e incluso erradicar los contravalores para utilizar el ímpetu que ponemos en ellos en el cultivo de los valores a fin de que sean cada vez más y mejores.

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Cuando el escabroso tema del mal sale en alguna conversación con amigos y conocidos, a estas alturas de mi vida ya no me ando con rodeos y afirmo con contundencia que el mal no existe, que su entidad, en todo caso, no es substancial sino adjetival, pues lo que realmente existe son los actos “malos”, los actos equivocados o que se producen fuera de madre, los “pecados” si se prefiere. Pero no son pocos los que califican mi postura como ilusa por carecer de fundamento, pues, así es su réplica, el mal es tan obvio y universal que no necesita demostración alguna. ¿Alguien en su sano juicio puede negar que vivimos en un mundo malo, poblado por miles de seres humanos perversos que se divierten haciendo daño a los demás?

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Pero, ¿vivimos en un mundo realmente malo? Chávarri da en el clavo cuando hace girar su genial sistema de pensamiento en torno a los valores y contravalores. Cada valor lleva aparejado un contravalor y la vida es un proceso en el que cada acto puede hundirse en la máxima perversidad o elevarse al más deslumbrador heroísmo. Nuestras acciones pueden oscilar gradualmente de lo pésimo a lo óptimo y viceversa. La innata aspiración a la mejora amplía una barbaridad el campo de maniobras del obrar humano al enfrentarnos a una guerra sin cuartel no solo por conseguir los miles de valores que se nos ofrecen en cada una de las ocho dimensiones vitales, sino también por mejorar los valores hasta alcanzar un grado óptimo. Se trata, pues, de conseguir muchos y mejores valores. En otras palabras, en este mundo nuestro, tan saturado de maldades, nuestra actual forma de vida, tan rica y tan pobre a la vez, solo puede mejorar a base de desterrar contravalores para que en su lugar crezcan valores cada vez de mayor calibre.

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Por ello, cabe concluir esta reflexión con que no vivimos en un “mundo malo”, sino ambivalente, dicho sea aquí con toda propiedad. A quien nos aporte un testimonio de por qué el mundo es malo (un genocida, un asesino en serie, un maltratador) podemos replicarle presentándole no uno sino varios testimonios de personas nobles y generosas que no solo mantienen en pie nuestro mundo con su conducta, sino también hacen que la vida merezca la pena ser vivida. ¿Hay alguno entre los seguidores de este blog que no conozca diez o tal vez cien personas de vida ejemplar, que vivan completamente entregadas a sus semejantes? He dicho diez o cien cuando debería haber dicho miles, porque realmente en este atribulado y torturado mundo nuestro por cada ser negativo y destructivo que lo habita hay miles de seres positivos y constructivos. De hecho, donde menos nos lo esperamos, nos topamos con un héroe, capaz incluso de arriesgar su vida por salvar la de un desconocido. Así es como veo yo el mundo que tengo delante, razón por la que no puedo más que mirarlo con ojos complacidos. Este optimismo radical se acrece con el convencimiento de que el Dios en quien creo ha dejado de ser para siempre un “cruel verdugo justiciero” para mostrarnos su verdadero rostro de padre compasivo, infinitamente más bondadoso que el mejor de los padres humanos.

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