"Los humanos podemos tropezar hasta cien veces en la misma piedra" La COVID-19 y la vida: ¿deterioro o mejora?

La Covid-19 y la vida
La Covid-19 y la vida

"El hecho positivo incuestionable de que, con sangre, sudor y lágrimas, vamos adquiriendo una conciencia más clara sobre el valor de la vida y, más si cabe, de la vida compartida con las personas que forman parte de ella, como los convecinos, los familiares y los amigos"

"La COVID-19 viene a ser como un frenazo brusco a la velocidad desbocada de una vida humana cifrada en el tener y no en el ser"

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En el inicio de esta nueva serie, A salto de mata, bien está que echemos una mirada a lo que más nos preocupa, sin duda, en estos momentos. Dos años a cuestas con el maldito coronavirus, que tantos quebraderos de cabeza nos está dando, que tantas vidas ha barrido de la forma más inhumana imaginable y que colea tan cruelmente en nuestros días, parecen tiempo sobrado para preguntarse si, en adelante, podremos seguir manteniendo el sabio proverbio, mil veces contrastado, de que “no hay mal que por bien no venga”.

De hacer una encuesta con tal propósito, habría respuestas para todos los gustos. Quede claro desde el principio que mi posición sobre si, a la postre, este maldito virus nos arrebata la vida o terminará mejorándola, obviando por ignorancia todo lo técnico y sapiencial sobre su ser y sus comportamientos, solo puede atenerse a valoraciones de carácter general y social.

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Dejemos sentado primero que la vida misma, que nunca deja de ser potencialidad (fuerza en acción), es un proyecto siempre abierto a una mejora que le sirve de sostén. De no poder mejorar, seguro que no podríamos vivir. De suyo, la vida es un valor que es preciso cuidar y alimentar para que no se nos vaya de las manos como hoja seca arrastrada por el viento. Por ello, cada día de vida es un triunfo en sí mismo, al margen de otras consideraciones o valoraciones, como por ejemplo haber vivido una jornada negra que mereciera ser borrada del calendario.

Vivir es un proyecto complejo que abarca no solo el hecho somático de mantenerse en pie vivo, lo que de suyo no sería más que vida meramente vegetativa, sino también el funcionamiento o desarrollo de todas sus potencialidades psicosomáticas. Además de la salud, que se expresa en el bienestar físico y mental, en la vida humana están muy presentes la necesidad de ganarse el pan de cada día, el ansia de conocer, el goce de la belleza, el deseo irrefrenable de bondad, la distensión lúdica del relax físico y de la diversión, las enriquecedoras relaciones sociales y la incisiva inquietud religiosa, derivada de la certeza de que dependemos de algo mucho más grande que nosotros mismos.

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Qué impronta está dejando el coronavirus en todas esas dimensiones, tras cobrarse innumerables víctimas de una forma terriblemente despiadada, es la pregunta que deberíamos hacernos tras el tiempo que llevamos padeciéndolo.

Al principio, cuando se desencadenó esta hecatombe epidémica, el miedo y el terror de la población se desmadraron con tal fuerza que hasta el papel higiénico desapareció de las estanterías de las tiendas y de los supermercados. Estuvimos entonces realmente muy aterrados, tan acojonamos que nos dejamos encerrar en nuestras viviendas, sin rechistar siquiera, como corderos cercados por el lobo. De hecho, como desahogo psicológico y descarga de nervios, salíamos cada día a los balcones y ventanas de nuestras casas a aplaudir a quienes nos parecían, con buen criterio, que eran nuestros más grandes héroes: a los que trataban de hacer frente a tan despiadada fiera en los hospitales y en las cámaras mortuorias en que se habían convertido las UCI, y también a quienes siguieron cultivando los campos y distribuyendo los alimentos para no convertir el hambre en otra horrorosa pandemia sobrevenida.

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Hoy, casi dos años después, inmersos como estamos en una sexta ola que campa a sus anchas por doquier y cuando, gracias a las vacunas y a los experimentos de laboratorio que las han hecho posibles en tiempo récord, parece que el coronavirus, aunque siga mostrándose muy agresivo, no es tan fiero como lo pintan. Pero el miedo sigue siendo libre y, ahora, nuestras preocupaciones se cifran, como hemos visto estas Navidades, en librarnos de las garras del bicho para poder disfrutar las fiestas navideñas, tan entrañables y fraternas, pero no ya como el rito sagrado y la costumbre social dictan, sino a lo bestia, dándole suelta al cuerpo en la diversión alocada, incluso convirtiendo el desenfreno en revancha. De ahí que los antígenos, aunque sean certificados poco fiables de garantía y libertad, desaparecieran de las farmacias como si del primer papel higiénico se tratara. 

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Frente a la enorme columna de los contras que este coronavirus genera y de los latigazos que nos propina, apuntemos, siquiera tímidamente, el hecho positivo incuestionable de que, con sangre, sudor y lágrimas, vamos adquiriendo una conciencia más clara sobre el valor de la vida y, más si cabe, de la vida compartida con las personas que forman parte de ella, como los convecinos, los familiares y los amigos. Hoy, todos somos algo más conscientes de que defender nuestra vida requiere que también defendamos la de cuantos se relacionan con nosotros. En definitiva, hemos aprendido que somos “manada”. La conciencia social de que el gran éxito de las vacunas se alcanza cuando se logra la “vacunación de rebaño” impone con claridad la conclusión de que tu vacuna también defiende mi vida. Dependemos unos de otros, somos comunidad. Llegados a este punto, cabría gritar aquí, si fuera preciso, que el cristianismo auténtico lleva dos mil años recordándonos que todos los seres humanos somos hermanos, que formamos una comunidad, incluso un solo “cuerpo”, a pesar de que la humanidad siga comportándose muchas veces como jauría de lobos o aves carroñeras.

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Además de la “conciencia de manada”, tras someter a muchos a la horrorosa experiencia de una UCI, tantas veces con el amargo trago de morir en absoluta soledad, el coronavirus debería habernos dejado muy claro a estas alturas la absoluta relatividad del valor dinero. Hacerle frente a esta pandemia nos está costando mucho dinero y, además, ha mermado considerablemente nuestra propia productividad. De hecho, el erario público ha tenido que desviar muchos de sus fondos y son muchas las empresas que han perdido fuste o desaparecido por su causa y también son muchas las familias que han visto disminuir drásticamente sus ingresos. Por ello, aspirando siempre a más, muchos hemos tenido que acostumbrarnos a vivir con menos, y eso, que frena la dinámica natural de la vida misma, resulta sumamente frustrante y doloroso.

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Pero la austeridad, incluso la obligada, resulta saludable cuando nos conduce o fuerza a enriquecernos con valores que poco tienen que ver con el dinero, prestando más atención a otras dimensiones vitales, se hayan visto o no afectadas por la pandemia. Me refiero, por ejemplo, a las relaciones sociales, que nos han hecho añorar los contactos físicos de afecto; a los valores propios del conocimiento, como estudios y lecturas; a los del arte y a todo lo relacionado con la belleza, que tanto nos hace vibrar; a los del deporte, que nos entretiene, nos divierte y nos mantiene en forma; a los de comportarnos como buenas personas, y, finalmente, a los de la oración, que nos apacigua y nos regala el sos¡ego de un más allá bien resuelto.

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En definitiva, la COVID-19 viene a ser como un frenazo brusco a la velocidad desbocada de una vida humana cifrada en el tener y no en el ser, una forma de vida que, más bien pronto que tarde, nos estaba arrastrando al precipicio, para obligarnos a cambiar de rumbo. Tras despertar como de un letargo, hemos tenido que aprender incluso a encender de nuevo los motores y a acelerar suavemente para comenzar a recuperar, poco a poco, un ritmo de marcha conveniente. Frenazo en seco y parada brusca del motor frente al despeñadero; nuevo encendido y marcha atrás para enfilar bien el camino y seguirlo sin sobresaltos.

Aunque el dolor que el coronavirus nos ha causado sea inmenso y sean muchas sus heridas, y aun sin ser todavía plenamente conscientes de la tragedia sufrida durante los dos años que llevamos metidos en el ajo, el lastre que este sufrimiento nos está dejando funcionará no solo como contrapeso de nuestros posibles desmanes futuros, sino también como combustible para revolucionar vidas sin nervio, para reanimar vidas marchitas.

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Sigue habiendo vida a pesar de que hoy se tambalee nuestra salud y nuestra cartera se haya vuelto anoréxica. Es más, la conciencia de que “a la fuerza ahorcan” nos está obligando a quemar etapas en nuestro empeño de defender la vida, como está ocurriendo en muchos laboratorios entregados a esa tarea. Y hasta es posible que la pérdida de vigor económico que hemos padecido nos obligue a atarnos bien los machos para esbozar formas de trabajo alternativas y para alumbrar audaces empresas nuevas. Groso modo, podría decirse que nos esperan tiempos que serán cualquier cosa menos aburridos, justo como en estos momentos les está ocurriendo a los habitantes de la isla de La Palma: tras haber perdido todos sus haberes, la nueva vida que se ven forzados a emprender, partiendo de cero, no les deja tiempo ni para lamentarse ni para deprimirse, como si los bramidos del volcán apagado brotaran ahora de su ánimo emprendedor.

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Burros, lo que se dice burros, los humanos lo somos a discreción. Por tropezar, tropezamos hasta cien veces en la misma piedra. Por ello, puede incluso que, tras los terribles azotes de la COVID-19, muchos vuelvan a las andadas, a vidas mezquinas, a los cierres perimetrales de sus egoísmos  parasitarios y a endiosamientos insensatos. Pero seguro que muchos otros no lo haremos y nos armaremos de paciencia hasta hacer florecer poco a poco los frutos maduros de tanto sufrimiento: aprender a vivir con menos para vivir mejor; valorar nuestra siempre precaria salud como es debido; adquirir mucha más conciencia sobre lo que los demás significan realmente para nuestra propia vida y sobre lo mucho que nos debemos unos a otros; saber que mientras cruzamos este valle de lágrimas, nos reconforta y ayuda dejar una huella de bondad y positividad;  en definitiva, por mucho que nos complazca echar raíces en este mundo y prolongar nuestra vida incluso más allá de lo razonable, convencernos de que somos peregrinos que caminan hacia un santuario en el que esa misma vida desplegará todo su esplendor.

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Ni acaparamiento de papel higiénico ni colas frente a las farmacias a la caza de antígenos, sino puro y sencillo sentido común para afrontar, con todos los medios disponibles, los inevitables zarpazos de la vida, sean telúricos o sanitarios. Seguro que también esta vez descubriremos todas las añagazas del verdugo que hoy nos tortura y de que sabremos pararle los pies. Por habilidoso y escurridizo que sea el maldito coronavirus, nuestro tesón y nuestra inteligencia le ganarán la partida no solo de la salud que pretende arruinarnos, sino también de la esclavitud a que pretende someternos. Seguro que también de esta saldremos vivos y libres. Aunque no podamos predecir cuánto durará la vida humana sobre la tierra porque ello depende de muchos factores, algunos de los cuales escapan por completo a nuestra previsión y a nuestro impresionante poder tecnológico, hoy sabemos que esa vida dependerá en gran medida de cómo nos comportemos nosotros mismos en terrenos tan esenciales como construirle un confortable hogar sostenible (cuidar el medioambiente) y defenderla de enemigos directos (enfermedades) o sobrevenidos (conductas degeneradas).

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