Desayuna conmigo (martes, 13.10.20) La Candelaria y Fátima

El color de la sangre

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Es asombroso pararse a mirar el calendario litúrgico y reparar en la cantidad de advocaciones y títulos con que es honrada y celebrada María, la madre de Dios. Y también lo es viajar, por ejemplo, por las distintas autonomías de España y ver la cantidad de ermitas, templos, santuarios y basílicas que están dedicados a ese mismo fin. Nada de lo humano, sobre todo lo referente a las tradiciones culturales de los pueblos, ha sido ajeno a la hora de trasplantarlo a la religión para dar cuerpo y consistencia al recuerdo emocionado de una mujer sencilla elevada por la fe a la condición de Madre de Dios, no solo celebrada por ello como la madre espiritual de todos, sino también venerada con una intensidad cultual rayana en la idolatría. Todavía no hace mucho, en este mismo blog nos hemos referido a su Natividad, fiesta patronal de muchos pueblos, villas y ciudades, y a la Virgen del Rosario, advocación que repercute todavía hoy, incluso diariamente, en la vida de muchos sinceros cristianos. Y ayer mismo lo hacíamos a la Virgen del Pilar. El desayuno de esta mañana nos pone encima de la mesa dos advocaciones relacionadas con la fecha en que estamos: la virgen canaria por excelencia, la de la Candelaria, y la Virgen de Fátima, quizá las más sorprendente de todas las Vírgenes veneradas.

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En efecto, un día como hoy de 1889, la Virgen de la Candelaria, patrona de Canarias, fue canónicamente coronada por el obispo de Tenerife, don Ramón Torrijos por una Bula de León XIII que le otorgaba un privilegio que, en aquel momento, era el primero que se hacía a una virgen de Canarias y el quinto a todas las de España, privilegio que da gran importancia y realce universal a la advocación a la que se le otorga. Se trata de un privilegio que se ha venido dando a lo largo del tiempo a cientos de otras Vírgenes veneradas en toda España, lo mismo si tienen su trono en santuarios a los que acuden peregrinaciones multitudinarias que si ejercen patronazgos de menos alcance en templos más modestos o solo reciben la veneración de un puñado de fieles en pueblos remotos. La de la Candelaria, “La Morenita”, una de las enigmáticas vírgenes negras que se veneran en tantos lugares, guarda en sus entrañas los tesoros de la cultura precristiana que desarrollaron los guanches. Cuando he tenido la fortuna de visitar ese santuario, me ha sorprendido y conmovido sobremanera la arraigada devoción que en él se profesa a la Madre de Dios, razón por la que hoy me complace recordarlo y sentirme muy cerca de todo el pueblo canario, incluso de aquellos a los que les resulten indiferentes tanto el lugar de la Candelaria como la devoción y el culto que en él se profesan a la Virgen titular.

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Por otro lado, la crónica de este mismo día de 1917 nos relata la última aparición de la Virgen de Fátima y el problemático milagro con que dicen que ella misma se dignó dar cuenta de la veracidad de las apariciones que durante varios meses había venido haciendo a tres niños pastores del lugar. Parece que ser que muchos de los más de setenta mil peregrinos que acudieron ese día al encuentro con la Señora de los cielos, adornada con el rosario de una gran devoción cristiana secular, vieron un extraño fenómeno meteorológico producido por el espectáculo multicolor de una especie de danza o baile del sol. Aunque no todos lo vieran, un periodista que formaba parte de la concurrencia afirmó tajante en la crónica que al día siguiente publicó en su periódico: “¡yo lo he visto, lo he visto!”. Fuere lo que fuere lo que realmente allí ocurriera, lo cierto es que la advocación de la Virgen de Fátima, nacida de esas apariciones a niños sin apenas formación alguna, ha estado siempre envuelta en el misterio de “mensajes secretos”, valorados por muchos creyentes como apocalípticos, pues, en el curso de la primera guerra mundial no resultaba difícil pensar incluso en el fin del mundo.

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Transcurridos muchos años, en tensión y a la espera de saber qué presagiaba el último secreto, el tercero, recogido en una intrigante carta, el descubrimiento de que al parecer, en ella se hablaba solo del fallido atentado contra el papa JPII, ocurrido en la Plaza de San Pedro, no solo desvirtuó por completo la fuerza intrínseca de todo misterio, sino también resultó un completo fiasco, pues a muchos nos pareció que el gran parto de los montes, orquestado en torno a esa carta, solo parió un minúsculo ratón. Ignoro la razón, pero lo cierto es que, al contrario de lo que me había ocurrido en la Candelaria, cuando tuve la ocasión de visitar Fátima nada hubo allí que me conmoviera, a pesar del enorme despliegue de religiosidad que brotaba no solo del corazón de miles de peregrinos entregados, sino también de las piedras que formaban tan magnífico escenario.

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Tras reparar hoy en estas advocaciones de María, la Virgen Madre de Dios, el día nos obliga a zambullirnos en el color de la sangre con un doble toque de atención. El primero se refiere a que, un día como hoy de 1843, Isabel II decretó que fuera oficial para todos los cuerpos del ejército español el diseño de los colores de la bandera española que casi setenta años antes, en 1785, había elegido Carlos III: la bandera rojigualda que los españoles hemos venido enarbolando desde entonces, excepción hecha del periodo de la Segunda República. Sin duda, el color rojo hace referencia a la sangre derramada por tantos españoles en defensa de su patria.

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Por lo demás, a nadie se le escapa que una bandera, sean cuales sean sus colores y el simbolismo que los acompaña, fuera de su función propia no es más que un trozo de tela con el que pueden hacerse muchas cosas, desde cubrirse las propias vergüenzas hasta quemarla en una plaza pública tras convertirla en reflejo de las propias mezquindades. Digamos con serenidad y no poca ironía que una tela coloreada solo adquiere la condición de bandera cuando es debidamente enarbolada en un mástil, en representación del sentir de un pueblo. En todos los demás usos posibles se trata solo de un trozo de tela o de un trapo. Dicho queda como advertencia a tantos descerebrados, corroídos por sus propios demonios, que se creen héroes por el simple hecho de prender fuego a un trapo. Hay solo dos formas de acercarse a la bandera de España y de revestirse con ella: hacerlo por la vía de sus dos colores, el rojo (sangre), que exige darlo todo, y el gualda (oro), que invita a engrandecer la patria.

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El segundo toque de atención a la sangre nos viene hoy de que se celebre el “día mundial de la trombosis”, enfermedad que se deriva de la formación de coágulos en la sangre que taponan una vena o una arteria, produciendo infartos o enfermedades cardiovasculares.  El día de hoy fue elegido para conmemorar el nacimiento del docto Rudolf Virchow, que descubrió y describió la patología de la trombosis, conocida como “embolia” y que es causa de muchas muertes, sobre todo en el mundo occidental. La llamada “trombosis venosa” se forma por lo general en las venas de las piernas y termina alojándose en los pulmones, provocando “embolias pulmonares”; la “trombosis arterial” lo hace en las arterias y termina produciendo paros cardíacos fulminantes.

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Esta celebración nos recuerda que un simple chequeo médico descubre fácilmente si tenemos algún tapón en el torrente sanguíneo y que a quienes son propensos a tenerlo, sobre todo las personas mayores, les basta tomar diariamente una dosis muy baja de anticoagulante. A todos nos conviene cuidar como es debido nuestra sangre, pues, aunque la vida no esté en ella, como creían los antiguos, lo cierto es que de su correcto funcionamiento y del de otros órganos, que no funcionarían sin su aporte constante, depende la vida. Es curioso que, en hablando de la vida cristiana como vida participada de Cristo, se haya diseccionado su ser en cuerpo y sangre, el pan y vino sacramentales, cuando obviamente también la sangre es cuerpo. Al hacerlo así, se cifra en el derramamiento de sangre la entrega de la propia vida como redención.

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Quedémonos hoy con esto último, con el acontecimiento redentor cifrado en el derramamiento de sangre, la que adorna nuestro ser de españoles, simbolizada tan hermosamente en nuestra bandera, y la que nos sirve de alimento a través del sacramento de la eucaristía. Es precisamente en ella, en el hecho de dar su propia sangre a su hijo, como hacen todas las madres, donde adquieren consistencia y sentido todas las advocaciones marianas, sean cuales sean los componentes históricos o culturales que cada pueblo refleje en ellas.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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