La profundidad del azul del cielo llena la cuenca de nuestros ojos, enciende nuestra imaginación y hace que le crezcan alas a nuestro pensamiento. Nada hay tan hermoso como un cielo azul luminoso, tachonado de fluorescentes nubes blancas. Mirarlo extasiados nos ensancha el alma y nos inunda de ilusión. Nada tiene de extraño que lo hayamos convertido en metáfora de toda belleza y esperanza y construido en él la feliz residencia no solo del incomparable Dios en el que creemos, sino también de nuestros seres queridos idos.

Salvo que las nubes se apoderen de él y la niebla, curvando nuestra mirada hasta el suelo, nos obligue a mirar fijamente de frente para no chocar con cuerpos que parecen surgir del misterio, todo nos parece en él limpio y hermoso. Pero sabemos que lamentablemente no es así. Aunque muchas veces ni siquiera lo percibamos, nuestra actual forma de vida lo está tomando como un gran basurero en el que lentamente va depositando los residuos de un desorbitado consumo de energías que dejan lastre. Por otro lado, tras servirnos de su espacio para colocar artefactos que facilitan nuestra instantánea comunicación mundial, cuando estos han concluido su misión los abandonamos como chatarra inservible, condenada a vagar eternamente girando en torno a la Tierra. Del cielo-paraíso que dibuja toda inspirada imaginación hay solo un paso al cielo-infierno como estercolero de tantos desechos humanos.

Lo que precede viene a cuento de que hoy se celebra, por primera vez, el “día internacional del aire limpio por un cielo azul”, enunciado que contiene la razón profunda de la celebración: conseguir que el aire sea limpio para que el cielo pueda seguir siendo azul. Para vivir con algún aliento y alguna ilusión, necesitamos tener sobre nuestras cabezas un cielo abierto y despejado, un cielo azul. A veces he oído contar que lo más más insoportable para un preso, confinado en una lóbrega celda sin ventana o rendija hacia el exterior, es no poder ver ni siquiera un trocito del cielo. Puede que ello achique sus horizontes de tal manera que el recluso se vea reducido a pura animalidad, sin imaginación ni perspectiva.

En diciembre pasado, la ONU invitó al Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) a celebrar este día subrayando que “la contaminación atmosférica es el mayor riesgo ambiental para la salud humana y una de las principalescausas evitables de muerte", al tiempo que destacaba la importancia y la necesidad urgente de aumentar la conciencia pública sobre dicho tema y de promover acciones para la mejora del aire. Recuerdos tengo de que, cuando, en los años setenta, viví un corto período de tiempo en Santa Eugenia, al desplazarme por la mañana para trabajar en Madrid, desde la pequeña altura de Vicálvaro divisaba la enorme nube tóxica en que me veía obligado a pasar toda la jornada laboral. El solo hecho de verla resultaba asfixiante.

La pandemia que padecemos añade un plus de urgencia a la necesidad de reducir la contaminación atmosférica, valorando ese virus como un elemento más, quizá el más corrosivo, de esa misma contaminación. El cielo es esperanza y el aire es vida. Si a nuestra vista le abrimos un gran horizonte y logramos que nuestros pulmones se ensanchen respirando aire limpio, habremos resuelto más de la mitad de los problemas que hoy nos acosan. Sin duda alguna, las vacunas contra el coronavirus, ya al alcance de la mano, y el clamor mundial por una solidaridad que logre niveles todavía no conocidos para que muchos seres humanos no sigan muriendo de hambre son cielos limpios para avivar nuestra mirada y oxígeno puro para nuestros pulmones.

A la nota de limpieza y transparencia que nos trae la mañana hemos de añadir hoy la pequeña historia del desaparecido grupo Mecano por algo tan anecdótico como que una de sus canciones se titulase “7 de septiembre”, canción que recuerda el aniversario de una declaración de amor que cuaja un tiempo y que, una vez roto, sigue perdurando en el recuerdo, pero no como basura depositada en los cielos, sino como vibración que bombea sangre a todo el cuerpo desde el corazón. Lo trasluce muy bien su primera estrofa: “Parece mentira / que después de tanto tiempo, / rotos nuestros lazos. / sigamos manteniendo la ilusión / en nuestro aniversario”. Afortunadamente, en la vida hay muchas cosas que parecen mentira, pero que siguen ahí, a nuestro lado o dentro de nosotros mismos, proporcionándonos razones para vivir. Para los cristianos, la principal cosa increíble que sigue ahí es que nuestra fe nos dice que Jesús vive, que su exigente voz resuena también hoy en nuestros oídos y que él se camufla en el cuerpo deteriorado y desesperanzado de tantos pobres y oprimidos para que lo socorramos. Sin la menor duda, no solo este 7 de septiembre, sino cualquier fecha del calendario es aniversario de vivencias que nos ayudan a seguir vivos. Recordando el dolor sufrido y aferrándonos al destino que nos espera, vamos construyendo nuestras vidas con cimientos de pasado y estructuras de esperanza. A pesar de su intrincada sintaxis, la siguiente estrofa de la canción aludida lo refleja muy bien: “y, aunque la historia se acabó, / hay algo vivo en ese amor / que, aunque empeñados en soplar, hay llamas que ni con el mar”.

Para un creyente, una de esas bonitas historias, cuya llama ni el mar entero apaga, es sin duda la honradez y la rectitud moral del rey Balduino de Bélgica. Lo traemos a colación porque hoy sería su cumpleaños al haber nacido en este día del año 1930. Nos referimos a la anécdota que es seguramente lo más reseñable de su reinado. De todos es sabido que, para no tener que sancionar la ley del aborto, cosa que no le permitía su conciencia cristiana, un día delegó en el gabinete el ejercicio de sus funciones, alegando incapacidad temporal, con lo que facilitó que dicha ley fuera debidamente sancionada. Al día siguiente, una gran mayoría del Parlamento belga declaró que dicha incapacidad había cesado. Una treta legal anecdótica que no tiene más valor ni trascendencia que el hecho mismo de la anécdota en sí y, quizá, la de permitir que Balduino pudiera seguir durmiendo tranquilo.

Sin la menor duda, el cristianismo tiene mucho que ver con el cielo y, desde luego, también con el aire puro y la pureza innata de todas las cosas, que solo pueden ser contaminadas por la utilización abusiva que de ellas haga el hombre. Solo el hombre contamina y  convierte el paraíso en infierno. Solo el hombre distorsiona la realidad. Valor, que siempre es constructivo, y contravalor, que siempre es destructivo, son categorías exclusivas de sus acciones. El eje del devenir humano es la vida y la clave de la moralidad está en favorecerla o entorpecerla. Jesús mismo declaró que había venido a este mundo para que tuviéramos vida y la tuviéramos abundante. Que el covid-19 y el hambre sean malos se debe a que nos arrebatan la vida. ¡Ojalá que el coronavirus no intoxique el aire que respiramos y, cual chatarra contaminante, desparezca de nuestro cielo! Y ¡ojalá que el hambre, producto de la crisis económica en general y de la rapiña de muchos en particular, no siga contaminando la tierra que tan generosamente provee a nuestra alimentación!

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com