Lo que importa – 17 Claridades en el lodazal pedófilo
¿Hay realmente una pederastia eclesial?
Hablamos sencillamente de delincuentes y, como tales, también los clérigos y religiosos deberían vérselas con los tribunales civiles para “pagar” por sus delitos lo que la ley determina. Obviamente, sus delitos son solo suyos, razón por la que no pueden ser imputados de ninguna manera a la institución a la que pertenecen, a menos que sea ella la que instigue o fomente ese tipo de conductas delictivas. Por poner solo un ejemplo, no sé de ningún caso en el que, al ser el pederasta profesor de un colegio público, se achaque su delito de pederastia al Ministerio de Educación y se obligue al Estado a pagar la indemnización que corresponda, tal como se hace con la Iglesia católica cuando el profesor pederasta es un clérigo, un fraile o una monja. Por tan sencilla razón, no creo que pueda hablarse con propiedad de una pederastia eclesial o familiar o profesional, sino de una sola pederastia, sea cometida por clérigos, parientes o maestros.
De ello se deduce que imputar a la Iglesia católica la pederastia que cometen algunos de sus ministros o servidores es aprovecharse de que el Pisuerga pasa por Valladolid para, tras mezclar churras con merinas, pegarle un palo de órdago a una institución que no solo no tiene nada que ver con semejante lacra social, sino también que desecha y condena en sus ordenamientos y códigos de conducta no ya los actos sexuales desordenados, sino incluso los “pensamientos lascivos”. En la doctrina que predica la Iglesia católica, en sus libros de espiritualidad y en las “reglas monásticas” a las que se atienen los consagrados, nada, absolutamente nada, hay que favorezca o incentive semejantes actos. Es más, creo que no hay ninguna otra institución humana que fomente y promueva como la Iglesia católica la virginidad y la castidad hasta el punto de que, a mi criterio, peca gravemente por todo lo contrario, por un exceso de contención del instinto sexual, es decir, por un rigorismo que ve en el sexo algo poco menos que demoníaco.
Dicho lo cual, en el barullo o cacao mental en que se envuelve la “pederastia clerical”, que tanto revuelo está causando, sí que hay matices y agravantes que denuncian de por sí tremendas responsabilidades eclesiales, entendiendo por tales las dejaciones evidentes de quienes, teniendo mando en plaza, han permitido o permiten que el recinto eclesial se convierta en nido de víboras depredadoras de humanidad. La sospecha fundada de que un “mal bicho”, cura o fraile, abuse de un niño es motivo más que sobrado para que el superior eclesiástico a que está sometido su ministerio no solo le retire su confianza y lo degrade, sino también para que lo denuncie a la justicia ordinaria por ser, presuntamente, un delincuente cuya conducta causa daños muy severos. Todo lo que no se atenga a este proceder incurre en el delito de amparar al delincuente como tal y de favorecer su comportamiento delictivo.
Hemos entrado en un campo en el que, sin duda, hay grandes responsabilidades de superiores religiosos y obispos. Me refiero a delitos muy graves y de muy funestas secuelas de escándalo para los fieles y de daños irreparables para los afectados, pero delitos que también deberían imputarse personalmente solo a ellos, exactamente igual que he propuesto que se haga con la pederastia de catequistas, curas, frailes y monjas. Insisto en que no son delitos de la Iglesia sino de sus pastores y representantes. Por ello, me duele profundamente y me incomoda sobremanera que sean las diócesis las que tengan que pagar cuantiosas indemnizaciones por claudicaciones personales, como también me duele que la abultada deuda pública española, debida en gran parte a malversaciones de caudales públicos y a despilfarros políticos, recaiga sobre las doloridas espaldas de los ciudadanos españoles. Digamos de paso que no es fácil que los obispos y superiores religiosos denuncien y pongan en manos de la justicia ordinaria a sus ministros y hermanos por la funesta razón de evitar escándalos que, con el tiempo, terminan multiplicando sus efectos nocivos cual bolas de nieve lanzadas montaña abajo. Hace años me contaron que, al pedirle que abriera el Régimen a la libertad de expresión, Franco se limitó a abrir un cajón y decir a los clérigos que le pedían tal cosa que, en tal supuesto, las fotos que había en él serían las primeras en ser publicadas. No hay que ser muy listo para adivinar su contenido, pero debemos dejar constancia de que tanto los clérigos como el interpelado del caso optaron lamentablemente por la opacidad de unos delitos graves cuyo conocimiento público es indudablemente el principio de una posible redención.
Si la justicia propugna que a cada uno se le dé lo suyo, también en esto cada cual debe cargar con su propia responsabilidad. El cura, el fraile o la monja que abusan de niños son depredadores humanos que deben ser perseguidos y excluidos de una sociedad cuyos fundamentos destrozan. No hay razón para ir más allá e imputar por su conducta a los estamentos o instituciones que tan deficientemente representan como las rémoras en que se convierten por su conducta delictiva. Su delito, insisto, es exclusivamente suyo. En todo caso y en su contra, habría que valorar el hecho de que los pederastas sean eclesiásticos como un agravante porque la condición de profesores, confesores y directores espirituales los reviste de una preciosa autoridad que favorece el acercamiento de los pequeños y aureola el desfogue de sus perversos instintos sexuales como si se tratara de algo bonito e incluso sagrado. Ante sus familiares o sus directores espirituales, pongamos por caso, los niños son mucho más vulnerables porque se entregan a ellos con absoluta confianza.
Aclaremos, pues, las cosas y aclarémonos nosotros mismos no permitiendo que nos la metan doblada quienes, aprovechándose del lío, confunden el culo con las témporas y atacan, con furor y risotadas despectivas, a una Iglesia, la de Jesús, que con tanto ardor defiende al ser humano en todas las dimensiones de su vida, por más que sean muchos los clérigos y mandatarios que ni siquiera saben lo que se traen entre manos. Es un dolor constatar, por un lado, que, en la pléyade de servidores fieles con que cuenta la Iglesia católica se cuelan depredadores desaprensivos que se aprovechan de la intimidad espiritual que en ese campo se cultiva, y, por otro, padecer la sinrazón con la que, defendiendo intereses espurios, muchos otros se ceban en ella tratándola como un trapo sucio y embadurnándola con la mierda pestilente de conductas reprobables que le son totalmente ajenas ¡Pura mierda e interés insaciable de revolverla!
Cuando se quiera hablar de la Iglesia con la justicia y la mesura que requiere un tema tan transcendental para la marcha de la humanidad, no vendría mal tener presentes a los millones de creyentes, clérigos o no, que realmente lo dan todo por sus semejantes y no olvidar que, en el frontispicio de la Iglesia de Jesús, está grabada la palabra “amor” como piedra angular que soporta todo su peso. En tema tan delicado como la pederastia deberíamos tener siempre presente que el reino de los cielos pertenece a los niños por su transparencia, inocencia, hermosura y generosidad. Solo los que se comportan como ellos entrarán en un reino que colma nuestras más íntimas y profundas aspiraciones. Afortunadamente, la muerte, que a todos nos iguala sin componendas de ninguna especie, no solo nos hace degustar una impotencia abisal que desinfla todas nuestras ínfulas, sino también nos convierte a todos en niños tras purificarnos severamente. Al final, afortunadamente todos nos volveremos niños y todos poseeremos el reino de Dios. Termino la tremebunda reflexión de hoy confesando a los sufridos seguidores de este blog que tengo dos hermosos nietos, niño y niña (9 y 5), y que, con solo mirarlos, entiendo muy bien lo de que el reino de los cielos les pertenece.