Acción de gracias - 40 Columnas anónimas de la Iglesia

“Últimos días”

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Hoy, querámoslo o no, enfocamos la vida social, incluida la particular de cada uno, en función de liderazgos que degeneran por lo general a la condición de ídolos. Me refiero a ídolos que, curiosamente, no dejan de ser “creaciones”, por ejemplo y sobre todo, del fútbol, de la música, de la política e incluso de la religión, terrenos en los que los ídolos campean como sabios líderes indiscutibles. El adocenamiento y el aborregamiento de las masas es tal que la carencia de buenos políticos en España, por ejemplo y mencionando solo un campo muy sensible, nos desconcierta y desorienta a los españoles, y más en unos tiempos en que parece que los profetas no solo han enmudecido, sino también aceptado complacidos que charlatanes de feria “ocupen” su propio habitáculo profesional y su cátedra. Basta asomarse a los medios de comunicación y, sobre todo, a las Redes para ver lo que llevan, como entretenimiento y alimento cultural e informativo de un lugar a otro de la tierra.

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Aunque seamos unos ocho mil millones los habitantes del planeta, parece que todo él pertenece a un puñado de afortunados elegidos, de cualquier cariz que sean, y a un envidiado puñado de ricos, lo mismo si han acumulado su patrimonio como fruto de su propia industria que si lo han conseguido a base de extorsionar o explotar a sus semejantes o por mera decisión caprichosa del azar. En cuanto a todos los demás, el común de los mortales, parece que en este mundo no tenemos más cometido que el de vivir una autonomía o una libertad ilusorias, tras habernos ceñido la esclavitud como atuendo de sastre. ¿Acaso no hacemos únicamente lo que los poderosos y los ricos dictan y caminamos por los senderos que ellos nos trazan?

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Esta cruel y agria introducción viene a cuento de la escena que nos pinta el libro de los Números en la primera lectura de hoy, cuando el espíritu profético de Moisés se posó sobre los Setenta Ancianos del pueblo y estos se pusieron a profetizar como autómatas durante un largo rato. Pero ocurrió que dos de ellos, que se habían quedado rezagados y no por ello dejaron de recibir ese mismo Espíritu, también se pusieron a profetizar fuera de contexto. Informado Moisés de tal improcedencia por sus seguidores y requerido por alguno de ellos para corregir el desmadre, entre esperanzado y complacido, les replicó: “¡Ojalá que todo el pueblo profetizara y que el Señor infundiera en todos su espíritu!”.

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En este mismo orden de cosas, la arenga que Santiago dirige a los ricos en la segunda lectura de hoy más que una piadosa exhortación parece una filípica apocalíptica al detallar la cantidad de males y sufrimientos a que se hacen acreedores con su conducta acaparadora: el óxido de la plata y del oro que acumulan pronto corroerá sus carnes, pues estamos viviendo ya “los últimos días”. Además, les reprocha con vehemencia que, tras haber asesinado a inocentes sin fuerzas para defenderse, hayan engordado como cerdos, advirtiéndoles que se están cebando para el día de la matanza. Tremendo Santiago: ¡últimos días y tiempo de matanza! Pero, ¿quién de nosotros podría asegurar, aun siendo joven, que no está viviendo ya sus últimos días? Enseguida lo desmentiría, en primer lugar, el hecho incuestionable de poder sufrir una muerte intempestiva en cualquier momento, y, en segundo, la certeza palmaria de que incluso una vida centenaria se compone toda ella de “últimos días” debido a que los días de vida, por muchos que sean, siempre serán pocos y cortos. O es que, habida cuenta de la velocidad con que pasa el tiempo, ¿acaso duran una eternidad y son realmente muchos los 36.525 días que forman cien años?

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Marcos, por su parte, recoge en el evangelio de hoy una serie de variadas consignas de Jesús que encajan muy bien en la fuerza salvadora de su mensaje profético y realzan lo mismo la oportunidad y la legitimidad de cualquiera otro que cure “en su nombre”, sea cual sea su pertenencia o asignación cultural y religiosa, que la condena fulminante de quienes escandalizan con su conducta a los pequeños, cuyo es realmente el reino de los cielos que él predica. A estas alturas de la película, deberíamos tener muy claro que no son nuestras opiniones las que cambian a mejor el mundo mejorando nuestra forma de vida, sino nuestra "mejor" conducta (recordemos que "valores" son solo las acciones que enriquecen nuestra propia entidad y mejoran nuestra forma de vida).

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¿Cuáles son realmente, podemos preguntarnos abiertamente a la sombra de los textos litúrgicos de este domingo, los fundamentos de la Iglesia de la que decimos formar parte? ¿Quién tiene realmente el derecho y la obligación de profetizar, es decir, de actualizar y avivar el mensaje de Jesús? ¿Son acaso el sostén de la Iglesia los papas y los obispos que llevan, cuando menos, una vida relativamente holgada, mientras nos aseguran y juran que viven solo para ella? ¿Puede fundamentarse la acción salvadora de la palabra de Jesús en las enormes riquezas que, con la excusa de que a Dios hay que ofrecerle lo mejor de nuestros haberes, los dirigentes eclesiales han ido acumulando a lo largo de los siglos? ¿Dependen, tal vez, su fortaleza de la solidez de los esbeltos muros de tantos templos y santuarios, y su belleza de los ricos ornamentos y demás utensilios áureos del culto? ¿Creemos en serio que su único e indestructible cimiento es la fuerza del Espíritu indomable que la anima, que sopla cuando le place y donde quiere? Si, tras un ataque de coraje, racionalidad y cordura, respondemos que solo lo último es lo correcto, ¿por qué entonces tenemos tanto miedo a que profeticen personas anónimas, sin relieve ni relumbrón social alguno, en caso de que el Espíritu lo quiera así, y a que las sencillas vidas de gente humilde, entregada al servicio de sus semejantes, sean los legítimos modelos del comportamiento cristiano? En la visión cristiana de la vida, ¿acaso merece más atención y reconocimiento un gran papa y un gran teólogo, pontificando ambos desde su cátedra de piedra, que un donnadie lavando los pies y curando las pústulas de desconocidos?

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El panorama que hoy nos toca vivir se presta lo mismo al más corrosivo de los pesimismos que al más fundado y esperanzado de los optimismos, debido a que los ejemplos de uno y otro orden sobreabundan y son bien conocidos gracias a los medios de comunicación. Todo dependerá de cómo enfoquemos la cuestión y, sobre todo, del camino que cada uno decidamos emprender. Si bien son millones las conductas abusivas hasta la máxima depredación de robar la libertad de muchos y de condenarlos al hambre, no son menos las generosas de los también muchos que regalan a los demás no solo su hacienda, sino también su propia vida. Hoy, las únicas profecías que realmente cuentan son las que colocan en la hornacina social las vidas de quienes, tras afianzarse en la certeza de que Dios es nuestro padre, tratan a los demás seres humanos realmente como hermanos. Todo lo demás, lo mismo si hablamos de hazañas que de fortunas, no son más que campanas que tañen al viento sin dejar ni siquiera una huella acústica.

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En este contexto, ¿cabría seguir diciendo lo de que quien no está conmigo, está contra mí, como parece que hace el mismo Jesús en el evangelio de hoy? Bien mirado y analizado, de apurar la situación, incluso la que acumula razones sobradas para ser muy pesimista, los cristianos al menos no deberíamos admitir que haya nadie que esté contra nosotros, porque a favor nuestro juegan, en última instancia, lo bueno y lo malo, la salud y la enfermedad, pues de todo ello saca partido la confianza que hemos depositado en un Dios providente. Nos referimos a un pensamiento y a un sentimiento que no deberíamos cambiar ni siquiera en el caso de obcecarnos con la posibilidad de que alguna criatura se rebelase contra su Creador, pues, en tan infundado e inverosímil supuesto, tendríamos que concluir que el fracaso final no sería imputable, en última instancia, a la criatura fallida, sino a un creador que no podría ser más que impotente o perverso, que no es el caso. No hay, pues, lugar ni entidad en este mundo para que crezcan y convivan criaturas que estén a favor o en contra de Dios, pues, siendo todas ellas su obra, en él no hay cabida para nada que le pueda ser ajeno. ¿Cuánto tiempo vamos a necesitar los seres humanos, en especial los que nos decimos cristianos, para entender y vivir a fondo la certeza incuestionable de que, al final, todo retorna a Dios, y de que, por tanto, en este mundo no hay más espacio ni forma de ser legítima que los que corresponden al fundado optimismo entitativo de que, a la postre, Dios lo es todo en todos?

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