Lo que importa – 62 Complejidad simple
Ruindad digna


La imagen que se refleja en mi propio espejo es tan descorazonadora y deprimente, que hasta el niégate a ti mismo, ven y sígueme de Jesús parece carecer de sentido, porque ni siquiera queda en ella un "ti mismo", y mucho menos algo que merezca la pena negar. La negatividad se hace tan abrumadora, que el largo tiempo vivido se percibe como completamente dilapidado, y los talentos recibidos, lejos de haber sido aprovechados o, al menos, celosamente custodiados, se han malgastado irremediablemente. La vacuidad y la necedad, señoras y dueñas de todo el panorama, ni siquiera ofrecen un clavo ardiendo al que poder agarrarse. Rien de rien, grita el espejo, mostrando un balance ya innecesario, pues incluso la columna de los haberes ha desaparecido.
¿Desesperación? Si el ayer, reducido por una memoria selectiva implacable, se condensa en una cloaca pestilente, y el hoy no encuentra soporte ni aliciente, ¿qué otra cosa queda para el futuro, sino la desesperación y la náusea? El tiempo se ha esfumado —o está a punto de hacerlo—, y el mundo pierde su consistencia y su encanto justo cuando la vida declina a ojos vista. ¿Puro asco? Ante tanta negrura y desesperanza, de nada sirve siquiera blasfemar. ¿Tendrá algo que ver Dios con todo esto? Mírese por donde se mire, no hay consuelo posible.


Mi mente se debate en estas lacerantes cavilaciones con frecuencia, sobre todo cuando la oración me sitúa frente a un Dios limpio, despojado de todo ropaje y ornamento humanos, concebido como Señor a quien es preciso rendir cuentas. En esos momentos, mi vida entera se me antoja como un agujero negro, devorador insaciable de cualquier sustento imaginable, generador de una deuda siempre creciente, sin aval ni resguardo que pueda amortiguar sus destructivas secuelas. Imposible, de toda imposibilidad, saldar semejante deuda, ni siquiera liquidando cuanto uno posea en beneficio de los pobres.
¿Qué hacer entonces? ¿Cruzarse de brazos? ¿Serviría de consuelo? ¿Acaso importa lo que yo piense, escriba o haga? El mundo ha girado durante millones de años sin mí, y seguirá haciéndolo cuando yo ya no esté en él. Y si eso no bastara para evidenciar mi insignificancia, que queda aún en más clamorosa evidencia por el hecho de que está siguiendo su curso como si yo no formara parte de él.

Llega entonces el momento crítico de enfrentarse, cara a cara, con la dura y descarnada realidad de uno mismo, con su complejidad arbitraria y su ruindad interpelante, para reconocer la pura nihilidad en que se bracea a diario. Ni siquiera un orgullo residual, ese frágil y engañoso soporte de la libertad que decimos tener, permite lanzar un desafío comercial a Dios para proponerle el trato inaudito de que cuanto soy se reduzca a la nada tras mi paso por este mundo, a cambio de que Él crezca un poco más, de que sea un poquito más Dios, por así decirlo y por imposible que parezca. Lo que acabo de escribir es posiblemente una bobada teológica, un efluvio espiritual descabezado, o peor aún, la confesión confusa de una ambición desmesurada, propia de un yo impotente, hundido y aniquilado que, no obstante, quiere apropiarse de algunas migajas del banquete de la vida. Sea lo que fuere, por estúpido y disparatado que parezca, me consuela muchas noches poner en manos del Dios en quien creo una hoja en blanco, firmada de mi puño y letra, para que Él mismo redacte las cláusulas de mi total claudicación ante su imponente figura, en beneficio y gloria suyos.

Se cumple así a la perfección el título y subtítulo con que encabecé esta reflexión: la enorme complejidad de mi vida se reduce a la más absoluta simplicidad de la nada que he sido, soy y seré; mientras que mi ruin nihilidad se transubstancia en la máxima dignidad de la divinidad en la que, finalmente, terminaré disolviéndome. Lo que de sí mismo es tan enrevesado, alambicado y harto complicado —además de caduco, mortal y corruptible—, brillará con el esplendor del Ser perdurable. Quizá sea esa la única forma de concebir una salvación razonable más allá del tiempo, pues, por mucho que forcemos la imaginación, en este lado no lograremos ni siquiera atisbar lo que nos espera tras la muerte, ni prever qué nos acontecerá en un más allá estático y consumado.

Por ello, es un gran error cifrar la salvación que nos ofrece Jesús en un más allá cuyo contenido y acontecer escapan a nuestros ojos y oídos. Tratar de salvarse de la quema, en un supuesto juicio final estrambótico, me parece la idea más egoísta frente al ineludible requerimiento evangélico de "negarse a sí mismo" día a día, y a la genialidad cristiana de hacer de la gratuidad el principio rector, la piedra angular de toda forma de vida que se precie.
Eso, y solo eso, nos salva de nuestros egoísmos —contravalores ruinosos—, que acaparan el placer y aniquilan la vida. Jesús no se anda con rodeos al establecer la condición esencial para quien desee seguirlo: negarse a sí mismo y vender cuanto se tiene para darlo a los pobres.

Podremos construir más Sagradas Familias como la de Barcelona, hacer que nuestros cánticos provoquen envidia en los ángeles, desgarrar nuestras carnes en crueles sacrificios sangrientos, erigirnos en señores de la tierra y hasta lograr que los hombres se arrodillen ante nosotros y nos adoren como ídolos de barro, pero si no nos negamos a nosotros mismos y no entregamos gratuitamente a los demás cuanto somos y tenemos, no seremos discípulos de Jesús de Nazaret, ni seguiremos sus huellas, que es, en definitiva, lo único que nos constituye como cristianos y lo que, como tales, debería importarnos. ¿De qué sirve ganar el mundo si se pierde el alma? (Mt 16,26).

Ya lo sabemos: ganar el alma tiene el altísimo precio de negarse a sí mismo, pues el egoísmo es el pozo de donde brotan todos nuestros males y sufrimientos. La vida cristiana es el formidable reto de ser realmente nada para abrazarlo todo; de sentir, hasta la raíz del alma, que se muere porque no se muere; de simplificar lo complejo, de dignificar lo ruin, y de, siendo los últimos, ocupar los primeros puestos. Llegan tiempos de decantarse, sin titubeos, por la gratuidad evangélica. Llegan tiempos de mirar al cielo, tal como nos invita la celebración hoy del esplendoroso día de la Ascensión del Señor.