Desayuna conmigo (viernes, 21.8.20) Construir y derruir

Caminos de santidad

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Ayer he tenido la fortuna de pasearme sosegadamente por La Alberca, el pueblo que me tocó patear de niño en incontables ocasiones como ayudante de vendedor ambulante en los últimos años cuarenta, unos poquitos años después de que fuera declarado, como el primer pueblo español, “monumento histórico artístico nacional”, hoy denominado sencillamente “conjunto histórico”. Eran tiempos aquellos de extrema pobreza que contrastan escandalosamente con estos, a pesar de los estragos del coronavirus y de los zarpazos que ya nos da la crisis económica. En La Alberca acaban de tener lugar las no-fiestas de la Asunción de este año.

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La visita me resultó sumamente agradable. Tras pasearnos ufanos por sus calles por la alegría que añadía al ambiente la presencia de nuestra nieta, todavía bebé, y hacer algunos aprovisionamientos, nos sentamos en una de las terrazas de su plaza mayor a tomar unas cervezas, que, por cierto, pagamos a precios que, cuando menos, están a la altura (sablazo) de los más caros de Asturias y Madrid. Aunque armados por lo general de mascarillas, la mañana fresca y el radiante día acompasaban el ir y venir continuo de turistas, como si no estuviéramos en las postrimerías de unas no-fiestas y como si no tuviéramos encima ninguna crisis, ni sanitaria ni económica. Pero, elucubraciones aparte, me gustó volver a pasearme por enésima vez por este pueblo único, mío propio de adopción, primer “conjunto histórico” de España y uno de los más bonitos del mundo. Ya en los años cuarenta eran perceptibles en él los esfuerzos de muchos albercanos, sacrificados y austeros, que legaron un rico patrimonio cultural y arquitectónico como soporte y fuerza de unas tradiciones, bien conservadas e incluso mejoradas, que hoy reviven no solo como expresión bella de una forma de vida, sino también como reclamo comercial de un pueblo y una comarca que se niegan a vaciarse y morir.

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Frente a este esfuerzo colectivo por mantener bello y atractivo un pueblo que es, cultural y económicamente, cabecera de una veintena de pueblos, se alza la piqueta cruel del terrorismo como demolición del edificio más bello que la naturaleza ha logrado levantar, el de la vida humana. Lo digo porque hoy se celebra el “día internacional de conmemoración y homenaje a las víctimas del terrorismo”. Antonio Guterres, a la sazón secretario general de la ONU, acogía así la declaración de este día: “Celebro la decisión de la Asamblea General de establecer el Día Internacional de Conmemoración y Homenaje a las Víctimas del Terrorismo. Debemos levantar las voces de las víctimas y sobrevivientes de atentados terroristas que constantemente exigen responsabilidades y resultados. Cuando respetamos los derechos humanos de las víctimas y les damos apoyo e información, mitigamos el daño de larga duración que los terroristas han infligido a las personas, las comunidades y las sociedades.”

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Y, de hecho, la ONU creó la “Estrategia global contra el terrorismo” a seguir por sus estados miembros, proponiéndoles: “hacer frente a las condiciones que propician la propagación del terrorismo; prevenir y combatir el terrorismo; desarrollar la capacidad de los Estados Miembros para prevenir y combatir el terrorismo y fortalecer el papel del sistema de las Naciones Unidas al respecto y garantizar el respeto universal de los derechos humanos y del estado de derecho como pilar fundamental de la lucha contra el terrorismo”. Las víctimas del terrorismo se ven todavía hoy obligadas a luchar “para que se escuchen sus voces, se apoyen sus necesidades y se respeten sus derechos, pues, a menudo, se sienten olvidadas y abandonadas una vez que se atienden sus necesidades inmediatas. Esta situación, sumada a los pocos recursos de los Estados Miembros y su capacidad para satisfacer las necesidades a medio y largo plazo, no contribuyen a lograr su total rehabilitación”.

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A las sociedades, en las que el terrorismo campa por sus fueros y en las que se sigue sintiendo su pesado lastre, les queda por recorrer todavía un largo camino, primero, para parar la barbarie y, después, para restaurar en lo posible sus destrozos de todo orden. En España, por ejemplo, tras un largo período de calma con relación al terrorismo etarra, pero donde de tarde en tarde se sufren los zarpazos del islamista, el desánimo y la desazón no tienen consuelo. Por un lado, uno tiene la sensación de que un estado como el español podría hacer mucho más por la prevención del terrorismo islamista y, por otro, no tendría que facilitar de ninguna manera que el terrorismo sea un plus de fuerza y persuasión a la hora de ejercer el derecho a voto, aberración que conlleva muchas veces incluso la humillación de víctimas que deberían ser mimadas en todos los campos de la vida.

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En resumidas cuentas, digamos que, mientras mis vecinos de La Alberca y otros miles de serranos de la veintena de pueblos a que hemos aludido han construido con tanta laboriosidad y sudor unos bellos pueblos y gestado en ellos unas preciosas tradiciones, otras sabandijas de la sociedad, atendiendo a intereses rastreros, han ido destruyendo salvajemente los más hermosos monumentos de la humanidad, los de la vida humana. Y es que el terrorismo, mírese como se mire, no es más que una piqueta cruel que se ceba en la sangre. ¡Loor y gloria a los muertos y a las víctimas supervivientes del terrorismo y vergüenza y desprecio, claros e imborrables, a quienes se comportan con sus semejantes peor que lo harían las más enfurecidas bestias salvajes!

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Frente a esa barbarie, que remueve las tripas y provoca vómitos, el día nos abre un hermoso horizonte al ponernos delante nada menos que a san Francisco de Sales, el religioso francés nacido un día como hoy de 1567, obispo solo nominativo de Ginebra, que desarrolló su actividad en Annecy, la bella ciudad francesa de la que tengo muy buenos recuerdos. Fue un gran maestro espiritual y un gran predicador, que renunció a títulos y molicies nobiliarios para seguir a Jesús. Muerto en 1622, fue canonizado en 1665 y nombrado doctor de la Iglesia en 1877. En 1923. la Iglesia Católica lo nombró santo patrón de los periodistas y de los escritores. Aunque renunció a todos sus títulos de nobleza, la verdad es que su condición de noble favoreció que su obra tuviera especial resonancia entre la nobleza.

Durante dos años dirigió con cartas la vida espiritual de una devota seguidora suya, que fueron publicadas después como “Introducción a la vida devota”, una de sus mejores obras, de la que se hicieron innumerables ediciones durante su vida.

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El 6 de junio de 1610, junto con la baronesa Juana de Chantal, fundó en Annecy la Orden de la Visitación de Santa María, establecida inicialmente en un modesto edificio conocido como Casa de la Galería, de la cual se conserva la bodega. Es una orden femenina que actualmente cuenta con aproximadamente doscientos conventos en una treintena de países y que se nutre de la espiritualidad diseñada por su fundador. Unos años antes de su muerte, en 1615, escribió el Tratado sobre el amor de Dios, otra de sus principales obras, que trata de la vida espiritual. Lo escribió para que sirviese, además, como libro de lectura y guía espiritual de las religiosas de la Orden fundada por él.

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Resumiendo la temática de hoy, podría decirse que Dios hizo el mundo y que los seres humanos, en especial los cristianos, tenemos la obligación de reconstruirlo y de enriquecerlo aportándole humanidad. La humanización, no nos cansaremos de repetirlo, es el primer objetivo del cristianismo que profesamos, pues nuestra fe se basa en una “encarnación”. Podría afirmarse con rigor teológico que el cristianismo no es una religión sobre Dios, sino sobre el hombre, pues su misión es la “salvación del hombre”. Es la nuestra, por tanto, una profesión de “constructores”, de agraciados con unos talentos que se nos han dado para que los multipliquemos, de operarios de una viña ajena que no deben preocuparse por el salario que tienen asegurado de antemano. Nuestra misión ha de consistir, por ello, en mejorar cuanto podamos la vida de nuestros semejantes a ejemplo del prototipo Jesús. Aun en el supuesto de que el Hijo de Dios en quien creemos hubiera sido ajusticiado por sedicioso, no cabe en cabeza humana imaginarlo siquiera con un arma en la mano, ni, mucho menos, enrolado en movimientos guerrilleros y, menos aún, embozado en un atuendo terrorista, pues vino a este mundo para que todos tuviéramos vida y la tuviéramos abundante, para hacer un bien que hizo hasta la exhalación de su espíritu en la cruz, cuando tuvo la gallardía de personar a quienes lo crucificaban.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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