Desayuna conmigo (martes, 24.11.20) Creación activa

Recorrido de ida y vuelta

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Posiblemente, el ataque más directo, supuestamente definitivo, que ha recibido no solo el cristianismo, sino también la dimensión religiosa del hombre, esa que incluso se desvela al mismo tiempo que despunta la inteligencia humana, sea el originado por la teoría de la “evolución de las especies” como alternativa total del creacionismo y de la necesidad de la redención. En cuanto a la redención, ya apuntábamos el domingo pasado que la falta de un “Adán” como padre único y, por tanto, único introductor del pecado en el mundo, a lo más que llega es a desfondar la lectura que san Pablo hace de la salvación. En cuanto al creacionismo, digamos que tanto esta creencia o verdad revelada como el evolucionismo, hipotética verdad surgida de la ciencia, no dejan de ser, todavía hoy, más que herramientas conceptuales de las que los humanos nos servimos en nuestro afán de meter el océano en el hoyo que hemos cavado en la playa para entretenernos. De todos modos, tanto una como otra no pueden más que llegar a conclusiones provisionales debido a que la realidad descrita por ambas sigue activa. La mejor concepción de la creación está obligada a verla como obra permanente, de duración eterna, valga el oxímoron, la obra de un Dios que continuamente genera el mundo y lo sostiene; la evolución, por su parte, no hace más que aportar datos de un proceso al que sería insensato ponerle fin.

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Hablamos de temas que ningún judío del siglo primero podía plantearse en los términos que hoy lo hacemos, porque son temas a los que nos ha abocado precisamente "la evolución del pensamiento", temas de nuestro tiempo. Lo digo porque hoy se celebra el “día mundial de la evolución” como conmemoración de la publicación, un día como hoy de 1859, de “El Origen del as Especies”, de Charles Darwin, hecho al que se ha venido a sumar después, como complemento conmemorativo, el descubrimiento que de “Lucy” hizo en 1974 el arqueólogo Donald Johanson. Darwin defiende que toda vida en la tierra tiene un antepasado común y Johanson encuentra en “Lucy”, cuya antigüedad se fija aproximadamente en tres millones de años, la madre de todos los homínidos. El de Lucy fue el hallazgo arqueológico más portentoso hasta ese momento. Después se hicieron otros de restos de hace más de siete millones de años.

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La teoría de la evolución, basada en hallazgos y evidencias científicas, explica la aparición de las distintas especies a partir de un origen primario que, por la selección natural de la mejor adaptación al medio de los individuos más fuertes, va generando nuevas especies. Y así, la vida se inicia en un proceso cuyo inicio se desconoce, pero que va progresando de lo más simple a lo más complejo, de la primitiva ameba a la inteligencia racional del hombre, progreso que previsiblemente terminará por hacer aparecer sobre la tierra seres más complejos y dotados que los humanos y que bien podrían existir ya en otros planetas más evolucionados que el nuestro. El cine y la televisión han encontrado en esta materia un filón inagotable para dar rienda suelta a las más osadas imaginaciones.

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Por lo que atañe a nuestro tema, cifrado en determinar en lo posible los auténticos valores de la dimensión religiosa del hombre, la teoría de la evolución ni contradice ni perturba la creencia sobre la creación si entendemos esta como un “acto continuo”, es decir, como algo que no ha sido hecho una vez y para siempre, sino que se está haciendo en todo momento. Ese “acto continuo” es la concepción más próxima que los hombres podemos tener de la “eternidad”, idea casi mágica que no solo hace presentes el pasado y el futuro, sino también “aquieta” el movimiento y “condensa” en un punto el espacio, esa inmensidad en la ya sabemos que hay, al menos, un millón de trillones de cuerpos celestes, dato que hemos recogido en este blog hace solo unos días.

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De hecho, el “big bang”, como hipótesis de la aparición del universo, se reduce a describir una larga trayectoria de ida y vuelta, pues su andadura se inicia con la explosión de un algo de densidad casi infinita y concluye, previsiblemente, con el retorno de todo lo existente a un agujero negro de similar densidad, trayecto durante el que, en cuanto a los seres vivientes se refiere, irán apareciendo evolutivamente nuevas especies y desapareciendo las más debilitadas o sometidas a un estrés insoportable. ¿Por qué no llamar Dios a ese primer punto “explosivo” y entonces el “big bang” no sería otra cosa que un acto de creación? Y también, siendo consecuentes, ¿por qué no llamar Dios también a ese “agujero negro” final, en cuyo caso la meta de la trayectoria del universo sería su mismo punto de partida, es decir, Dios mismo?

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La reflexión que precede no es casual, pues la he traído a colación debido a que, un día hoy de 1632, nació el filósofo sefardí-neerlandés Baruch Spinosa, tenido, por unos, como el más recalcitrante de los panteístas al concebir a Dios como “natura naturans”, naturaleza que lo abarca todo y se engendra a sí misma, concepción que, sin embargo, bien podría entroncarse con la tomista de “motor inmóvil” o “ens a se”, es decir, la de Dios como ser que existe por sí mismo, y, por otros, como un genio de la filosofía al que alguno de sus seguidores calificó incluso como el  “príncipe de los filósofos”. Aunque para él todo cuanto es, lo es en Dios, y sin Dios nada puede ser ni concebirse”, su descarnada concepción de ese Dios, a pesar de que sea la “substancia” única que lo contiene todo, lo hace ajeno a cualquier pensamiento y sentimiento hasta el punto de dejar sin contenido ni razón de ser toda religión, incluida la judía. Nada tiene de extraño que en vida fuera encarnizadamente perseguido por el judaísmo y que, tras su muerte, sus obras fueran incluidas en el Índice de libros prohibidos.

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Basten las pinceladas que preceden sobre un gran pensador que nos sale hoy al paso como agitador de la tentación perenne que tanto el pensamiento como la mística tienen de fundir el mundo en Dios para hacer aparecer todo como un único ser. La verdad incuestionable es que el hombre sincero que escudriñe a fondo no solo su interior, sino todo su ser, no podrá menos de concluir que él, por sí mismo, es realmente nada, por muy grande y trascendente que haya sido su obra como pensador, como líder, como investigador, como técnico, como obrero o como simple padre de familia. De hecho, son muy pocos los hombres que, habiendo llevado a efecto una gran obra para la humanidad, tienen conciencia durante su vida de haber realizado semejante cosa (de Jesús se ha llegado a decir incluso que solo tras su muerte fue elevado a la condición de Dios),  mientras que son muchos los ilusos que revisten de genialidad su propia mediocridad.

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Y así, cuando un hombre como yo, que ya ha rebasado los ochenta años, mira hacia atrás con honestidad, descubre asombrado que nada de lo hecho merece la pena y que el día que inicia se le presenta como el primero de su vida. De ahí al panteísmo y al éxtasis místico no hay más que una muy delgada línea, prácticamente imperceptible, que es muy fácil y tentador cruzar. Si, al decir de Spinosa, “todo cuanto es, lo es en Dios”, que cada cual saque la conclusión que prefiera y vea si tanto al “big bang” como a la “evolución” no los podemos llamar “Dios”. Otra cosa, claro está, es que a ese Dios, tan aséptico y distante del pensamiento racionalista,  los cristianos tengamos la fortuna de poder ponerle la cara de Jesús y la de cualquier harapiento de los que estos días de tanto frío duermen a la intemperie en nuestras calles.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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