A salto de mata – 32 ¿Cristianismos?

Transfiguración de la realidad

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Es obvio que sobre la figura de Jesús de Nazaret se estructura, de un modo o de otro, un buen número de “iglesias” o congregaciones y una ingente cantidad de sectas. Todas ellas se nutren del mismo personaje y se cohesionan, social y espiritualmente, en torno a su figura o a algún rasgo especial suyo.  De ahí que todas ellas se consideren con pleno derecho cristianas, es decir, nacidas al amparo de un personaje, Cristo, que, siendo Dios, se ha hecho hombre en la persona de Jesús de Nazaret, que ha llevado una vida de relativa austeridad y que ha predicado el reino de Dios, invitando a sus seguidores y a todos los demás hombres a la “conversión”, a realizar un cambio serio y profundo en su forma de vida. Pero, ¿son todas ellas realmente cristianas a secas o lo son solo en un determinado grado? Sin duda, cada uno de sus adeptos o de sus seguidores se considera cristiano en su totalidad, convencido de que la lectura que su grupo hace de la persona y de la vida de Jesús de Nazaret es la correcta, la fiel, la mejor, la que garantiza en última instancia la salvación.

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De sobra es conocida la postura a este respecto de la Iglesia católica ("extra Ecclesiam nulla salus") de la que me honro en ser miembro o, al menos, de la que pretendo serlo. Sin embargo, de ser fiel a la forma de pensar que vengo exponiendo en este blog desde sus inicios, no me queda más salida que considerar cristianos no solo a todos los que se consideran tales, estén afiliados a iglesias o sectas, sino también a otros muchos cuya vida, incluso sin ni siquiera saber quién fue Jesús de Nazaret, se acopla bien a los principios evangélicos y, "obrando el bien", tratan de mejorar su vida y la de los demás seres humanos. Claramente he defendido que no nos hace cristianos el bautismo sino la creación, pues es irrenunciable condición de lo creado que el Creador lo sostenga en el ser, en toda la envergadura que alcance ese ser. Aunque nos cueste admitirlo, el Dios en el que creemos, el de Jesús de Nazaret, está en todas partes haciéndonos partícipes de su propio ser en un solo acto inmutable y eterno.

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Viniendo al campo propio, donde mejor juega la Iglesia católica, al seno materno y al hogar, al refugio y al bastión de autodefensa, uno ve tantas formas de ser cristiano que, más que sentirse miembro de una congregación fraternal, tiene la impresión de haber entrado en un patio lleno de locos, cada uno de los cuales grita su idea particular y se decanta por su forma de vivir su peculiar pertenencia. ¿Somos los católicos realmente una familia bien avenida, testigos fieles del amor predicado por Jesús? Parece que ni siquiera lo lograron los más próximos seguidores de Jesús, los que ponían todas las cosas en común, pero aspiraban a ocupar los primeros puestos. Si miramos al Vaticano y a la Curia que lo habita, puede que incluso tengamos la sensación de entrar en un avispero, o tal vez en una corte donde reinan las buenas maneras, un exquisito protocolo y mucha sonrisa e incluso se hacen muchas reverencias ("cortesías"), pero en el que los ostentosos ropajes de muchos presumidos protagonistas ocultan puñales afilados. ¿Se puede encontrar un hombre más servicial y fraternal que el actual papa Francisco? Y, sin embargo, frente a quienes estarían dispuestos a dar por él y por su forma de encarnar el cristianismo en nuestro tiempo no solo sus bienes, sino incluso su vida, hay otros muchos que, guiados por intereses de muy distinto calibre, desde los políticos y económicos a los puramente religiosos, querrían convertirlo en emérito o incluso celebrar ya sus exequias para hozar a sus anchas en la pradera del reino de Dios que Jesús de Nazaret ha instaurado entre nosotros.

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La verdad es que, en este orden de cosas, yo mismo, para no implicar a ningún otro, si para ser católico tuviera que alimentarme de la espiritualidad ignaciana, ilusionarme con las metas perseguidas por los neocatecumenales, militar como un “legionario” de Cristo Rey, afiliarme al Opus Dei o pasarme media vida con la rodilla hincada en tierra adorando y consolando al Señor, recluido en un sagrario, me pensaría muy en serio mi condición de tal. Es más, de toparme de frente con el mismo Jesús, le preguntaría a bocajarro si seguirle requiere pasar por ese aro, si no caben otras formas de ser su discípulo. Una posible respuesta negativa suya tiraría por tierra mis ilusiones y desencadenaría en mi interior tal hecatombe mental que seguramente me vería obligado a emprender otro camino vital. Hemos de admitir que lo muy sabroso para unos puede resultar muy desabrido para otros.

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Debo subrayar que he escrito el párrafo anterior con sumo respeto y reconocimiento de que esas formas de vivir el cristianismo son legítimas, dignas y encomiables, aunque a mí no me digan absolutamente nada ni, por tanto, pueda identificarme con ellas o hacerlas mías. Me parece –y estoy muy convencido de ello- que seguir a Jesús conlleva el más alto grado de libertad que un hombre puede alcanzar, la libertad suprema, que es privilegio solo de quienes realmente aman a sus semejantes. Por lo demás, creo que la inmensa mayoría de los creyentes de nuestro tiempo que, confundidos o desengañados, se desentienden de las instituciones eclesiales y abandonan las prácticas religiosas, siguen fieles a sus creencias cristianas en su foro interno e incluso en sus comportamientos. ¿Se tiene en pie todavía la idea de “minorías escogidas o elegidas” con que muchos dulcifican su auténtica condición de sectarios? La gran elección que Dios ha hecho de nosotros es habernos creado. ¿Debemos por ello convertir el cristianismo en un régimen de “cristiandad” a rajatabla, como ha ocurrido durante tantos siglos, invadiendo y dominando todos los recovecos de los comportamientos humanos? ¿Qué sería de nuestro mundo si, enfervorizados por la mística de los “consejos evangélicos”, todos hiciéramos voto de castidad y lo cumpliéramos?

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Los seguidores de este blog saben muy bien que el Dios en quien creo no tiene absolutamente nada de “juez implacable” y mucho menos de “verdugo”. Sus entrañas son de padre que sufre mucho más que su hijo cuando este se descarría. Hablamos de un padre que, además de perdonar a su hijo descarriado sin condición previa alguna, sale cada mañana a los caminos con la esperanza de verlo retornar arrepentido a la casa paterna. La religión que no presente un Dios así es abusiva y manipuladora, todo un pufo. Muchos se cuestionan para qué sirve una religión que predique un Dios tan benevolente si, a la postre, no va a castigar a tantísimos malvados que pueblan este mundo. Pero la lucha en la que ellos mismos creen estar inmersos (bien-mal, gracia-pecado, cielo-infierno) no tiene más sentido ni valor que la de una mera explicación dialéctica frente a una realidad en la que somos nosotros mismos quienes nos dejamos seducir por el oropel venenoso de los contravalores que cultivamos.

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Al margen del gran coco que es el diablo, del mal absoluto usurpador e imposible, del pecado que a sabiendas nadie podría cometer y del infierno como fuego de eterno tormento, espada que solo puede ser blandida por un loco, la auténtica religión, la que alimenta la potencialidad de una de las ocho dimensiones vitales humanas de que habla el sabio dominico Chávarri, fomenta el perdón, promueve el amor, genera fraternidad y consuela la desolación humana, haciéndonos sentir en cuanto somos y hacemos la gozosa presencia divina. En otras palabras: la religión mejora substancialmente nuestra forma de vida, la "transfigura". El creyente es mucho más rico que el ateo o el agnóstico, en el supuesto, claro está, de que haya realmente ateos y agnósticos, cosa que dudo muy seriamente. Quien cree es mucho más rico que quien cierra esa puerta a la vida porque, haciéndolo, es el único que puede aducir una razón para existir. La religión nos hace herederos del mejor de los patrimonios existentes, del todo que es Dios mismo. El cambio que la conversión produce en la vida del creyente es de tal envergadura que lo sumerge en el maravilloso mundo de la oración, le hace respirar continuamente el perdón, lo nutre de amor y le ayuda a vivir a fondo la fraternidad humana.

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Todo lo demás, desde los dogmas hasta las últimas disposiciones eclesiales, es meramente funcional y anecdótico; está sometido a los vaivenes del tiempo y supeditado, desde luego, a las pulsiones con que el Espíritu aviva la Iglesia. Es tiempo ya de que los cristianos eliminemos de nuestra mente, y también borremos de nuestros mamotretos teológicos y devocionarios, la idea de la muerte como un juicio terrible y vergonzoso, del que además podemos salir chamuscados, con una condena a fuego eterno no revisable bajo el brazo. A estas alturas del desarrollo de la vida y de la comprensión del Evangelio cristiano deberíamos estar completamente persuadidos de que la muerte no es más que el retorno a la casa paterna y de que, en ella, se transfigura toda la realidad al producirse un fortísimo abrazo amoroso entre el moribundo y su Creador. El cristianismo entero se condensa en obrar bien y amarse. Todo lo demás que le echemos encima no son más que costras hirientes y malolientes, pesados fardos con cuyo transporte los seres humanos nos castigamos unos a otros.

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