Desayuna conmigo (viernes, 14.8.20) Cruz de palo, lluvia y sol

Valentía

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Hace un par de días, un amigo me sugirió que escribiera algo en este blog sobre Pedro Casaldáliga, el longevo obispo entregado por completo a los necesitados, recién fallecido. En algún desayuno me parece haber aludido a él indirectamente, pero la verdad es que me siento descolocado, incapaz de decir nada coherente e interesante por dos motivos. Primero, porque no me he movido en su órbita ni pisado su terreno y, segundo, porque viendo lo que muchos, tan doctos y cercanos a él, han escrito estos días en este mismo medio sobre su admirable vida y su excepcional obra evangélica, me siento menos que una pulga comparada con un elefante. ¿Podría yo realmente aportar algo nuevo que no fuera pura elucubración o teorización sobre su forma de entender no ya el cristianismo, sino el catolicismo?

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Me sorprendió muy gratamente que, a este buen hombre, dirigente cualificado de la Iglesia católica, tuvieran que prestarle una sotana para cumplir con los rudimentos del protocolo necesario a la hora de recibir al papa JPII. Y confieso que me incomodó seriamente la anécdota que los medios difundieron sobre ese encuentro, una anécdota que, analizada con ojos limpios, encumbraba al humilde y cuestionaba la actitud del magnate.

También me ha sorprendido gratamente e incluso me ha emocionado saber que el epitafio de su tumba es el título que encabeza este desayuno, epitafio que, por una parte, ensalza la obra de salvación de Jesús con la crudeza y desnudez de una cruz bendita y, por otra, utiliza el sol y la lluvia, esas dos enormes gracias para la vida de los seres humanos, como oración de acción de gracias por la magna obra de creación del Dios en quien creemos. Desde luego, hay mucha poesía en ese epitafio, pero también mucha teología.

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Por lo demás, que Casaldáliga haya sido sepultado en tierra entre un peón y una prostituta y que ello haya tenido lugar, según me parece haber leído en este medio, en el “cementerio de los olvidados”, me produce un profundo impacto emocional. También el Jesús de los Evangelios fue, según lo primario de las narraciones de su pasión, crucificado entre dos “malhechores” y, luego, sepultado, podría decirse, en el “sepulcro de la resurrección”. Me parece que las tumbas del peón y de la prostituta son dos hermosos floreros vivos que adornan el sepulcro de Casaldáliga. Lo digo porque también ellos son dos criaturas intensamente amadas por un Dios que hace florecer la putrefacción. Dicho lo cual, dudo seriamente que Calsaldáliga haya sido enterrado en el “cementerio de los olvidados”, porque, en hablando de sepulturas, pienso que la más importante para cada ser humano son la memoria y el corazón de quienes, llorando su pérdida, siguen conviviendo con él de alguna manera. Tras la muerte de cada ser humano lo único importante y valioso es el recuerdo y el afecto de sus allegados. Este convencimiento me da pie para asegurar que, al igual que Jesús, Casaldáliga también ha sido sepultado en el “cementerio de la resurrección” y que, por ello precisamente, también él seguirá mucho tiempo vivo entre los vivos.

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Creo haber leído también aquí que “tocar a Casaldáliga es tocar carne de santo” y esa, me parece, es una gran verdad que un cristiano convencido debería decir no solo de un santo varón como este, sino también de cualquier otro ser humano muerto, sobre todo si es un ser querido suyo. Lo digo porque, en cuanto uno muere, es decir, en cuanto se rebasa el período de prueba que es la vida, se entra en una dimensión divina en la que todo es santo, como Dios es santo. La razón de la santidad de cada cual dimana de Dios, razón por la que, al otro lado del tiempo, la dimensión divina, incluso la carne pecadora del hombre es santa. Otra cosa es que su vida haya sido o no ejemplar, lo que, en última instancia, solo tiene un valor estimulante y propagandístico.

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Sirvan estas pinceladas circunstanciales para calibrar, al menos, la gran admiración que un mosquito como yo le profesa a un gran elefante como Casaldáliga, con la simpatía especial de saber que, conforme a los propósitos más sólidos e irrenunciables de este blog, él no solo predicó, sino que vivió a fondo un cristianismo que nada tiene que ver con el poder, con el prestigio, con el dinero y hasta con lo “santo”, pues lo realmente santo suyo son el palo, la lluvia, el sol, el peón y la prostituta, es decir, los adornos de su tumba que seguirán mucho tiempo a su lado. Su Iglesia, la misma de Jesús, ha sido una forma de vida y una apuesta decidida por los pobres y necesitados. Por ello, puedo decir o rezar diciendo: “gracias, san Pedro Casaldáliga, por la brisa fresca y la bocanada de oxígeno que, para este mosquito y seguramente para millones de hombres y mujeres de buena voluntad, son todas las noticias difundidas estos días sobre tu vida. Loado sea el cielo por habernos regalado una vida tan fructífera y por la joya que ahora es tu tumba para Brasil y para el resto del mundo”.

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Consciente de haber dicho “san” Pedro Casaldáliga, este desayuno parece querer corroborarlo, pues, un día como hoy del año 257, fue martirizado el joven Tarsicio, el mártir de la eucaristía. La significación etimológica de Tarsicio (“tarsus”), “valeroso”, dice mucho de su sacrificio. San Tarsicio fue un joven convertido al cristianismo a mediados del siglo III, que colaboraba como acólito de la Iglesia de Roma en las catacumbas durante la persecución a los cristianos por parte de la administración del emperador Valeriano”. Y, más en concreto, el Martirologio se refiere a él en los  términos siguientes: “En Roma, en la Vía Apia fue martirizado Tarsicio, acólito. Los paganos lo encontraron cuando transportaba el sacramento del Cuerpo de Cristo y le preguntaron qué llevaba. Tarsicio quería cumplir aquello que dijo Jesús: «No arrojen las perlas a los cerdos», y se negó a responder. Los paganos lo apedrearon y apalearon hasta que exhaló el último suspiro, pero no pudieron encontrar el sacramento de Cristo ni en sus manos, ni en sus vestidos. Los cristianos recogieron el cuerpo de Tarsicio y le dieron honrosa sepultura en el cementerio de Calixto”.

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Pero hoy contamos con otro tipo de santidad a contemplar, la que nos llega de un político, el rey Fernando III el Santo, y la que puede adscribirse a una catedral, pues un día como hoy de 1225, él y el arzobispo Rodrigo Jiménez de Rada colocaron la primera piedra de la catedral de Toledo, la “dives toledana”. Sin duda, muy hermosa y santa la vida del rey y también muy hermosa y santa la hechura de la catedral, pero son, seguramente, santidades de otro género.

Desde luego, nada hay que objetar a ninguna de esas santidades, pero choca, a primera vista, que Casaldáliga haya sido no ya un obispo no ya sin catedral, sino también sin mitra, como aquí se ha contado, pues fue un apóstol que se calzó bien las sandalias y realizó su labor a pie de calle, en la penuria y la necesidad de todos aquellos por los que se desvivía. Y Tarsicio, por su parte, se movía por las catacumbas y ejercía de acólito viajero con la eucaristía para llevarla a quienes no podían acudir a la Cena del Señor, de “viático”. Un rey obra de otra manera y tiene otras obligaciones profesionales, las cuales, como no puede ser menos, también pueden ejercerse de forma ejemplar y loable.

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La principal objeción podría venir de la “santidad” de la catedral, un hecho chocante para quien lee con atención el Evangelio, ya que, a tenor del ejemplo del mismo Jesús y de sus palabras, en adelante ya no son necesarios los templos para orar, pues los desiertos, las montañas, los valles y hasta los mares son preciosos lugares para hacerlo. ¿Por qué entonces la Iglesia ha cifrado una de sus principales ocupaciones a través de sus dos mil años de historia en construir miles y miles de catedrales, basílicas, templos y capillas, siempre a expensas de creyentes humildes, la mayoría pobres? ¿Está el Dios cristiano más presente en esos templos que en los montes?

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Globalmente, la Iglesia cuenta con un patrimonio sin igual en toda la humanidad, pero lo más que se puede decir hoy de todo ello es que se trata de un patrimonio artístico, no religioso, porque la auténtica religión es vida y está, obviamente, en otra parte. ¿Dónde? Justo allí donde se practica la caridad, donde hay un hombre necesitado, donde hay un hombre de cualquier condición. Resulta crucial entenderlo así si queremos que la “nueva evangelización”, que no puede menos de ser también la más vieja y genuina, tenga efectos beneficiosos para los hombres de nuestro tiempo. Sin duda alguna, Casaldáliga dio de lleno con esa Iglesia y a ella le fue fiel toda su vida.

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El día nos habla, pues, de una santidad esforzada, valerosa, como la vivida por el joven Tarsicio y como la practicada por el admirable hombre entregado a los necesitados que fue Pedro Casaldáliga. Si miramos hacia estos santos, uno muy joven y otro muy mayor, en vez de estudiar densos tratados de teología y voluminosos mamotretos de magisterios eclesiales o de acoplar nuestras vidas a tantas pautas y reglas monásticas, tan meticulosamente detalladas en las constituciones religiosas y en el Derecho Canónico, nos situaremos en el camino que nos conduce realmente a nuestro destino. Visitemos la catedral de Toledo para asombrarnos con su belleza, pero, de buscar a Dios, hagámoslo en el único lugar donde realmente está: en el pobre y en el necesitado, sabiendo que todos los hombres somos pobres y necesitados.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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