Desayuna conmigo (martes, 3.11.20) Desayunemos un sándwich

La Sagrada Familia y fray Escoba

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Aunque ni la climatología de un día tan plomizo y sin horizonte como este, por un lado, ni la amenaza de cárcel en el juicio al que nos ha arrastrado el coronavirus, por otro, inviten a ningún tipo de celebración festiva, lo cierto es que la mañana de hoy nos sorprende con un buen sándwich, tipo “club”, servido sobre la mesa de nuestro desayuno. Comer es una de las grandes preocupaciones humanas siempre, pero sobre todo en tiempos en que uno tiene que quedarse encerrado en casa contemplando las musarañas o, si es afortunado, entregado de lleno a aficiones que no sean deportivas, o, si se es realmente un privilegiado, trabajando online y ganándose honradamente un salario. Lo digo porque, por mucho que nos pisen el gaznate, el hecho de que no puedan cerrarnos la boca y condenarnos a un ayuno riguroso más allá de dos o tres días, con o sin coronavirus nadie en su juicio intentaría paralizar las empresas del sector alimenticio. Sea buena o mala nuestra comida, rápida o lentamente cocinada, hoy nos espera un sabroso y jugoso sándwich para desayunar.

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Así lo impone el hecho de que se celebre el “día mundial del sándwich”, celebración cuando menos curiosa. Estamos ante el nombre propio de un lugar, cuyo significado etimológico es “pueblo sobre arena”, sede de un condado inglés, pero que nada tiene que ver directamente con nuestro “sánduche” (RAE dixit), ya que este se debe a los “emparedados” que comía el IV Conde de Sándwich, John Montagu, para no mancharse las manos ni embadurnar de mierda las cartas de sus juegos.  Y es incluso más curioso aún que la españolización del nombre de una localidad inglesa tenga un plural, “sándwiches”, que más apunta a la glotonería y a la obesidad que al deleite gastronómico. El hecho no merece más comentario que reflejar, por un lado, la curiosidad del acontecer lingüístico, y, por otro, dar cuenta de la popularidad de una comida rápida y sabrosa, cuya ingesta resulta además muy fácil. ¡Que aproveche!

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Más complejo y trascendental fue, a la hora de hablar de montajes, lo ocurrido un día como hoy de 1883, cuando el joven Antoni Gaudí se hizo cargo de la edificación de la ya iniciada construcción del Templo Expiatorio de la Sagrada Familia de Barcelona, edificación a la que imprimió un ritmo lento y creativo, tanto que, a pesar de haberse iniciado en 1882, todavía no se ha concluido.  Bástenos recordar que se trata de “la obra maestra de Gaudí y del máximo exponente de la arquitectura modernista catalana; de uno de los monumentos más visitados de España, junto con el Museo del Prado y la Alhambra de Granada, y de la iglesia más visitada de Europa tras la basílica de San Pedro del Vaticano, iglesia que cuando esté terminada será la más alta del mundo”.

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Recordemos, igualmente, que desde que Gaudí se hizo cargo de esa obra en la fecha señalada, trabajó intensamente en ella los 43 años restantes de su vida y que los últimos 15 lo hizo de forma exclusiva. Además, durante los ocho meses que precedieron su muerte vivió en el taller del templo. Tan intensa dedicación se debió, además de a la magnitud de la obra, al hecho de que Gaudí iba definiendo muchos aspectos según avanzaba la construcción. De ahí la gran importancia que tenía su presencia al pie de una obra en la que realmente él iba plasmando su personalidad y, sobre todo, su propia espiritualidad, hasta el punto de que no son pocos los que ven en el esplendor de la Sagrada Familia el fulgor de la propia santidad de Gaudí.

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Pero, si Gaudí nos ha salido al paso hoy para obligarnos a mirar al cielo al contemplar su obra, otra personalidad de no menor trascendencia para el conjunto de la Iglesia católica nos obliga hoy a mirar al suelo en el que no solo se refleja cómo vivimos los humanos, sino también quiénes somos realmente. Hablo de limpieza y humildad. Si la limpieza (el pecado es una “mancha”) es de todo punto necesaria para el creyente, la única corona que este puede ceñir con honor sobre sus sienes es la humildad. Los cristianos tenemos los cielos como meta y los suelos como apoyo y resorte; las impresionantes torres de la Sagrada Familia de Gaudí y la aleccionadora escoba de fray Martín de Porres, el humilde “lego” o “hermano de obediencia” dominico y primer santo mulato de América, cuyo santo celebramos hoy.

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Confieso mi debilidad por este santo y su personalidad, debido seguramente, por un lado, a mi antigua condición de dominico, o dominico-ex que dicen ahora, y, por otro, sobre todo, a la condición de un personaje que había entendido a la perfección que su misión era “servir”, el eslogan que todos invocamos con suma facilidad a la hora de tomar posición y que, duplicado, es el frontispicio bajo el que camina nada menos que el “pontífice” de la iglesia universal, el “servus servorum Dei”. Cuando el papa Juan XXIII canonizó a fray Martín de Porres el 6 de mayo de 1962, un gran día de gozo en nuestro estudio de teología de Salamanca, dijo de él: “Martín excusaba las faltas de otro. Perdonó las más amargas injurias, convencido de que él merecía mayores castigos por sus pecados. Procuró de todo corazón animar a los acomplejados por las propias culpas, confortó a los enfermos, proveía de ropas, alimentos y medicinas a los pobres, ayudó a campesinos, a negros y mulatos, tenidos entonces como esclavos. La gente le llama Martín, el bueno”.  Desde luego, su personalidad carismática hizo que fuera buscado por personas de todos los estratos sociales, pues lo mismo acudían a él los altos dignatarios de la Iglesia y del Gobierno que la gente sencilla, los ricos que los pobres, pues todos encontraban en él alivio para sus propias necesidades espirituales y materiales.

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Ciertamente, en la iglesia católica ha habido y afortunadamente sigue habiendo muchos fray Escoba, humildes “legos” cuyas vidas barren escorias y limpian de pecados el mundo al procurar consuelo a los tristes, comida a los hambrientos y vestido a los harapientos. Realmente, aunque no los veamos y ni siquiera nos demos cuenta de su presencia entre nosotros, ellos son los nervios de acero que sostienen el templo de la Sagrada Familia, las máquinas impulsoras que, estando ocultas en las bodegas, llevan la gran nave que es la Iglesia católica a buen puerto. Si no hubiera sido por ellos, las cortes papales y episcopales hubieran dado pronto al traste con el invento de la sociedad feudal en que lamentablemente pronto se convirtió la comunidad de los seguidores de Jesús.

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¿Y si nosotros tuviéramos el atrevimiento de sospechar siquiera que la ingesta de un sándwich, sobre todo si se hace en un desayuno reflexivo como el nuestro de hoy o en una celebración festiva de amigos, se parece mucho más a la cena del Señor que la inmensa mayoría de las misas que hoy se celebran? Espero no meter en un compromiso a los directores de este periódico digital si me atrevo a decir lo que para algunos puede sonar a blasfemia, que yo no me limito a sospecharlo sino que lo afirmo debido a que, a mi parecer, se parte y se comparte mucho más en torno  a un sándwich que en torno a un altar. Puede que en el templo pretendamos que Dios salga a nuestro encuentro, vano intento para quien sabe que Dios está en todas partes y que es todo en todos, mientras que lo correcto sería que nosotros saliéramos al suyo, sabiendo que él no vive en nuestros templos sino en nuestros hermanos. Quede claro que una parte importante de nuestro “ser cristianos” se juega en qué, cómo y con quién comemos y en que no pretendamos entronizarnos en las torres de Gaudí, sino en que no aureolemos con la escoba de fray Martín, tan necesaria para limpiar de escoria el mundo en que nos toca vivir. Amén.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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