Acción de gracias – 33 ¿Es Dios un compañero malvado, vitando por celoso y vengativo?

“¡Gustad qué bueno es el Señor!”

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Los cristianos podemos seguir discutiendo entre nosotros y con quienes nos miran con indiferencia o desprecio (en algo hay que entretenerse y, en última instancia, de algo hay que vivir) si son galgos o podencos; de personas y naturalezas; de símbolos y transubstanciaciones; de si los obispos, tal como he oído decir, son realmente “personificaciones” e incluso nuevas encarnaciones de Dios; de si todo lo que dice el papa va a misa y de si su exposición “ex cathedra” engorda el dogma; de si hay que ponerse de rodillas ante el Santísimo confinado en los sagrarios o, más bien, de si hay que salir a las afueras, a las periferias, donde hace estragos el imperio del hambre y del frío, donde se asienta un chabolismo superpoblado y donde hay pústulas infectas que requieren atención. En resumen, de si es preciso armonizar fe y razón, como si la primera, apuntando al norte, marcara el rumbo hacia Dios, y la segunda, haciéndolo en dirección contraria, tratara de adentrarnos en los dominios del Diablo.

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Frente a tan descomunal despropósito o diletante pérdida de tiempo, san Pablo nos sale al paso en la segunda lectura de hoy con el programa de vida cristiana que ofrece a sus seguidores de Éfeso: Desterrad de vosotros la amargura, la ira, los enfados e insultos y toda la maldad. Sed buenos, comprensivos, perdonándoos unos a otros como Dios os perdonó en Cristo. Sed imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivid en el amor como Cristo os amó”. Pablo emplaza a los efesios frente a un listado de contravalores, que es preciso achicar y desterrar, y otro de valores a cultivar. Aberración o fructificación. El cristianismo es valor, por más que lleve adosados los contravalores de la mediocridad y del desistimiento. Una bondad creciente, una comprensión abierta, un perdón magnánimo y un amor efectivo e incondicional son valores que agrandan nuestra entidad y nos abren caminos panorámicos de sorprendente belleza. De ahí que ni la amargura, ni la ira, ni el enfado, ni el insulto, ni la maldad, por muy presentes que estén en el decurso de nuestra vida, puedan caracterizar a los cristianos, pues para ellos solo son sombras a iluminar, retos a superar, invitación a desechar mediocridades y oportunidades para agrandar sus propios valores.

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Frente a tan trascendental reto, no cabe alegar fatiga y desesperanza, tal como le sucedió al profeta Elías, cansado de caminar por el desierto, según el relato del primer libro de los Reyes, recogido en la primera lectura de hoy. Un ángel, o más bien su propia conciencia, le sale al paso, lo despierta de su sueño y lo empuja, una y otra vez, a comer para recuperar fuerzas y ponerse de nuevo en camino hacia el monte de Dios. Los cristianos tenemos a nuestra disposición no solo el pan de vida y la bebida de salvación, que es Jesús, sino también la fuerza nutritiva que nos viene de los hermanos con los que formamos comunidad. Por muy débiles que nos sintamos, poderosas fuerzas sobrevenidas nos acompañan.

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El evangelista Juan pone en boca de Jesús, en el evangelio de hoy, palabras que no tienen vuelta de hoja: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre”. Jesús da en la diana al clavar su mensaje en la energía que nos procura la comida, y más en concreto en la del pan como símbolo del alimento global. Jesús hace del pan partido y compartido el meollo de su predicación, el cimiento de su misión. Y lo hace con tal brío y convicción que se ofrece a sí mismo como pan de vida y bebida de salvación, al tiempo que proyecta sobre nuestras conciencias atónitas la imagen de un Dios que, lejos de ser un mal compañero, un ogro o un tirano sediento de venganza, se ocupa minuciosa y esplendorosamente no solo de todas y cada una de sus criaturas, sino también de cuanto las rodea. ¡Qué bueno es el Señor!

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Frente a tal estampa, seguramente el mayor de los problemas de los creyentes de nuestro tiempo, tan desorientados y desbordados, es que no se toman en serio tan reconfortante verdad. Y no lo hacen porque, tras situarse en otras coordenadas, nada significan ni cuentan en su vida la alegría y la fuerza del Evangelio de Jesús. Tras reducir el valor del dinero y del placer a su legítima misión y siendo consecuentes, los cristianos deberíamos desterrar de nuestra mente todo temor irracional a un posible más allá de reprobación y tortura. La cosa es tan seria y determinante que no se puede situar en el infierno a un solo ser humano sin renegar del Dios en quien se dice creer. De encontrarme ante tan irracional dilema, el de Dios en su gloria con sus "elegidos" y el de un solo condenado a penas eternas en el Infierno, no dudaría ni un segundo en decantarme por el condenado y darle la espalda a un Dios inoperante, incapaz y derrotado. La verdad es que el Dios de mi fe es señor de principio a fin, de eternidad en eternidad. Que su señorío lo haga dueño de todo significa que está siempre presente en toda su creación con una presencia que expande en su derredor gloria y felicidad. El Infierno, concebido como ausencia radical de Dios, aunque así lo digan conspicuos teólogos católicos imaginativos, es entitativamente impensable, una vulgar tontería inconsistente, pues, de existir el Infierno, también Dios estaría en él.

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Con semejante carga ideológica, es decir, con semejante hatijo de verdades a la espalda, el cristiano no debería tener más preocupación que la de reajustar su conducta para comenzar a gozar del cielo en esta vida, es decir, para rescatar la vida humana del infierno en que nosotros mismos nos empecinamos en encerrarla en la práctica. ¿Acaso no viven ya en el cielo cuantos creen de verdad, quienes se entregan por completo a sus semejantes, los voluntarios que dan a los demás su tiempo y sus haberes, los religiosos que pronuncian y cumplen unos votos que los obligan a darse por completo a Dios y a sus semejantes? Ya sé que la mayoría de los seres humanos hacen del dinero y del placer un cielo que es puro artificio y, por lo tanto, pura apariencia de felicidad, un espejismo en el desierto que atravesamos. Más bien pronto que tarde, cuantos así obran terminarán despertándose a la cruda realidad de la más absoluta impotencia y desolación.

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A Elías no le está permitido echarse a dormir, por decepcionado y desesperado que esté. A San Pablo le urge la imitación de un Dios del que todos somos “hijos queridos” y que en Cristo se nos ha entregado como oblación y víctima. Y Jesús, por su parte, se nos entrega en el evangelio como pan de vida y nos promete nada menos que la resurrección, es decir, la supervivencia más allá de la muerte de nuestra personalidad. Frente a esto, que los prebostes eclesiales se entreguen a luchas intestinas, tratando de acaparar prebendas e influencias; que las cabezas pensantes especulen sobre la naturaleza divina; que no pocos de los clérigos visiten más los prostíbulos que las chabolas de la miseria o que se aprovechen de cuerpos imberbes en vez de curar las llagas de tantos espíritus heridos, y que otros muchos, capaces de discernir las cosas y las situaciones como es debido, se empleen a fondo para un quítate tú para ponerme yo son cosas que no tienen nada que ver en absoluto con la misión y la predicación del Jesús en el que creemos los cristianos y en cuyo comportamiento reconocemos el modelo de la forma de vida humana que debemos llevar. Quedémonos hoy con la orden imperiosa que recibe Elías: ¡despiértate, remolón, repón fuerzas y camina hacia el monte de Dios para gustar qué bueno es el Señor!

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