A salto de mata – 38 ¿Dios versus riquezas?

 

"Alzar las manos limpias, sin ira ni divisiones"

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Capcioso interrogante el del título de hoy porque achica el horizonte y contamina sus términos, pues fuerza a hablar de Dios como si se tratara de alguien cuyo ser y designios se conocieran a fondo. Si hay un tema polémico y sorprendente en el Evangelio es el pretendido enfrentamiento entre Dios y las riquezas, términos contrapuestos y excluyentes solo cuando de “adoración” o “servicio señorial” se trata. No se puede servir a Dios y a las riquezas cuando a estas se las eleva al rango de lo absoluto, de ídolo, convirtiendo en fin lo que únicamente es medio. Si de algo podemos estar seguros tras la lectura reposada de los Evangelios es de que Dios es inmensamente “rico”, en grado inimaginable e incuantificable. En otras palabras: al adorar a Dios nos postramos ante el más rico, por más que la suya no sea una riqueza que se reserva para sí mismo, sino que la comparte con todas sus criaturas. Precisando un poco más, podríamos decir que, si estamos atentos a los matices de las consignas evangélicas, debemos advertir que en ellas se nos manda “compartir” cuanto tenemos, tiempo y dinero, y cuanto más lo hagamos, mejor. Si fuéramos pobres de solemnidad, ¿cómo podríamos llevar a efecto, si no, lo de dar de comer al hambriento, vestir al desnudo, acoger al peregrino, enseñar al que no sabe y consolar al triste?

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Desde que a mediados del siglo pasado una gran parte de la humanidad evolucionó a velocidad de vértigo hacia una forma de vida estructurada en torno a los valores biosíquicos y económicos, sometiendo a su imperio todos los demás (epistémicos, estéticos, éticos, lúdicos, sociopolíticos y religiosos), el nivel de vida ha aumentado considerablemente por las inauditas mejoras conseguidas en ambos campos. El dinero y la salud (“estar en forma”) son de suyo dos grandes valores o, más bien, dimensiones valorativas de la vida humana. De hecho, el hombre de nuestro tiempo es el que más provecho y longevidad ha extraído de la mina inagotable que son los medios cultural-histórico y natural-cósmico en que vive, que son dos de las cuatro grandes praderas en que pace, según el maestro Chávarri (las otras dos son la fuerza o virtualidad propia de cada cual y la metahistoria). ¿Qué haríamos hoy sin salud ni dinero, si tuviéramos que curarnos con remedios caseros y volver al trueque en las gigantescas operaciones comerciales que requiere la economía global de nuestro tiempo? Sin duda, convertir los seres en instrumento de salud y en mercancía transaccional es un gran paso que hemos dado en nuestra autonomía sobre los ecosistemas y en la búsqueda incesante de una mejor forma de vida, de más humanidad.

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Pero, verificando una vez más lo de corruptio optimi, pessima (cuando lo óptimo se corrompe deviene pésimo), el dinero en particular se ha convertido en esta avanzada sociedad nuestra en un “dios tirano” que exige adoración y nos esclaviza, pues, siendo él para la vida, vivimos para ganarlo. De nada sirve llegar al cementerio, momento en que el polvo vuelve al polvo, con un ataúd lleno de billetes, de cheques o de títulos de propiedad carentes de titular. De ahí que nunca mejor ni más crudamente pueda decirse lo de “dime el dinero que tienes y te diré lo que vales”. Como esclavos dóciles, nos hemos sometido gustosamente a las tiránicas leyes del mercado. Es curioso constatar que, con relación al Dios verdadero, el único y majestuoso que puebla los cielos, muchos ciudadanos, incluso conspicuos pensadores, se declaran “ateos”, mientras que ninguno de ellos se priva de adorar el dinero.

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Es posible que muchos cristianos sufran una gran desorientación a la hora de afrontar el tema de las riquezas sin llegar a entender que es Dios quien nos las da para hacerlas fructificar, como los “talentos” evangélicos que nos regala. La mejora de vida que siempre anhelamos no puede conseguirse. en última instancia, sin trabajar y producir; la pobreza es, de suyo, una maldición o un freno, cuya única virtud es ofrecernos la ocasión para redoblar esfuerzos a fin de eliminarla de nuestro entorno compartiendo con los pobres lo que honestamente hemos ganado con nuestro propio sudor. ¡Maldita sea, pues, la pobreza, signo, por lo general, de tremendos abusos e injusticias sociales! Cuando el “consagrado” hace “voto solemne de pobreza”, a lo que realmente se compromete es a “llevar una vida austera”, aunque lamentablemente a veces pretenda vivir o de hecho viva como un ricachón. Llevar una vida austera significa no derrochar lo que otros seres humanos necesitan para cubrir sus necesidades.

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Hace ya muchos siglos, como se ve en la primera lectura de la liturgia de este domingo, el profeta Amós denunciaba las atrocidades de un comercio rudimentariamente parecido al nuestro, pues ya entones se reducía el peso, se aumentaba el precio, se falseaba la balanza, se engañaba al pobre con bagatelas y a veces incluso se vendían desechos. ¿Dónde quedan hoy la piedad y el respeto por los que clama san Pablo en la liturgia de hoy? ¿Podemos realmente alzar al cielo unas “manos limpias, sin ira ni divisiones”? En el mundo en que vivimos hay demasiados especuladores, excesivos violentos y sobrados parásitos, que pretenden alzarse con el santo y la limosna y cuyas manos, demasiado ligeras, están asquerosamente sucias. Abundando en el tema, el hombre Cristo Jesús –dice san Pablo- es maestro en la fe y en la verdad. Ambas nos ordenan socorrer al pobre con manos limpias, sin ira y sin divisiones. Aunque se nos prohíba “servir a Dios y al dinero”, en palabras del mismo Jesús, debemos utilizar bien el dinero de que disponemos, aunque sea injusto, para granjearnos, conforme a la loable sagacidad del administrador infiel del evangelio de hoy, una vida mejor, la vida cristiana, que no solo nos enriquece a nosotros, sino también socorre al necesitado al obligarnos a compartir con él nuestro dinero (haberes y tiempo).

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El cristianismo es, pues, una religión rica, pero no para ricos, pues de su misma esencia forma parte el partir y compartir (eucaristía) a fin de que todos podamos vivir como hermanos. No es el bautismo lo que nos hace cristianos, como si de un sello que se estampa en un escrito se tratara, sino la conducta o la forma de vida que llevamos, algo vivo y operativo que, en cada instante, nos empuja  a conseguir, cada vez, más y mejores valores. De ahí que lo que realmente nos conforma como cristianos sea la Eucaristía, el partir o la cruz, y el compartir o la comunión fraterna. El dinero y el comercio son grandes valores cuando las acciones de nuestra dimensión vital económica son positivas, es decir, cuando están orientadas al aumento de la producción y al correcto uso de los bienes producidos para que todos podamos llevar una vida digna. De otro modo, se convierten en un contravalor, que es lo que está ocurriendo en nuestros días, cuando, por poner solo un ejemplo, el comercio internacional, poderosa arma bélica, dificulta la vida humana y empobrece a los pueblos.

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El lector entiende fácilmente que la Iglesia católica tenga que enfrentarse en nuestro tiempo  mucho más decididamente al gran reto de armonizar la propiedad privada, la libertad de comercio, el salario justo y el derecho de todo ser humano a llevar una vida digna. No es fácil lograrlo cuando para ello es preciso meter en vereda muchos comportamientos egoístas. Más incluso, pues no creo que pueda hacerse por la vía de una legislación impositiva que fuerce al rico a compartir lo que tiene con los pobres. Pero, afortunadamente, la Iglesia cuenta para ello con una fuerza mayor, la de la caridad y la fraternidad que predica. Por lo demás, llegar a acumular más o menos riquezas depende de coordenadas que no entran en una reflexión como esta, en la que únicamente se postula que todos los hombres tienen derecho a una vida digna, objetivo al que todos estamos obligados por nuestra condición de humanos y, mucho más, por la de cristianos.  De todos modos, cuando las cosas vienen mal dadas nos consuela saber que las condiciones de rico y de pobre tienen un corto recorrido, pues ambas se estrellan contra las tapias del cementerio. Deberían tenerlo muy presente sobre todo los dirigentes eclesiásticos que, a lo largo de toda la historia del cristianismo, tanto han gustado envolverse en riquezas y en lujos de todo tipo bajo la excusa de que debemos reservar para Dios lo mejor de lo mejor de nuestras posesiones. ¡Dichoso el cristiano que sabe que con los materiales corruptibles de la tierra puede construirse una morada incorruptible en los cielos!

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