Desayuna conmigo (martes, 25.2.20) Disfraz de fumador

Alegría salutífera

Colorido del carnaval

Densos y optimistas son los sentimientos que me invaden esta mañana, sentimientos que me complace sobremanera compartir con los lectores de este blog. Por un lado, tenemos el carnaval lanzado a ocupar, en pleno desenfreno de belleza y humor, anfiteatros y calles; por otro, este es un día en que no puedo menos de evocar el hecho heroico, aunque de mérito ajeno, de ganar una guerra tras haber perdido mil batallas, estando malherido y debilitado.

Desfile de carnaval

Asomémonos, primero, un momento al carnaval que hoy desfila por las calles de tantas poblaciones, inundándolas de color, de ruidos festivos y de una alegría más contagiosa que el preocupante coronavirus que nos acorrala y expolia. Ante todo, hemos de advertir que el carnaval se gestó con el propósito de contrarrestar el rigor cuaresmal con el furor festivo, convertido incluso en bacanal de pasiones como si un exceso de sufrimiento se compensara con otro de placer, al igual que una doble negación se convierte en afirmación: el carnaval como freno de la cuaresma en pro de una vida humana equilibrada.

Pero hoy, mientras la fiesta del carnaval sigue viva y al alza, la cuaresma parece más bien batirse en retirada, pues, por un lado, su prístino rigor se ha degradado a caricatura y, por otro, ella misma se ha convertido en momia con valor meramente cultural e histórico.  Son muchos los factores psicológicos y sociales que hacen que el carnaval haya conectado tan bien con las vivencias de la sociedad oprimida en que vivimos, mientras la cuaresma se va situando poco a poco fuera del contexto de una vida que es de por si sobrada penitencia.

Si libramos el carnaval de los excesos de sexo y droga, placeres que están siempre al acecho de víctimas débiles para lanzarse sobre ellas como hacen los buitres sobre la carroña y los subversivos sobre cualquier manifestación pacífica, nos quedamos solo con un vendaval de explosivo colorido y de atinado humor que contrarresta, aunque solo sea durante unas horas, las muchas penas que arrastra consigo la vida. En ese sentido, podría decirse que el carnaval equilibra la religión y la hace justa al recordarle que ella debería ser un canto de alegría, no el lastimero llanto en que, por lo general, se ha convertido.

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Me viene a la memoria el carnaval espontáneo que las puericultoras montaron sobre la marcha el 20 de febrero de 1979 en la guardería infantil que el año anterior habíamos abierto mi mujer y yo en Mieres. La bonanza de un día casi primaveral las animó a disfrazar, como Dios les dio a entender, a todos los niños de la “guarde”. En nuestros armarios no quedó ese día ni vestimenta ni trapo que pudiera servir para algo. Kilos de merengue y grandes bolsas de caramelos animaron unos divertidos juegos que fueron llenando las horas del día hasta una gran chocolatada con churros por la tarde en el patio. A esa merienda, ocurrida casi a la hora de recogida, se sumaron muchos de los padres. Al hacer el patio esquina con la plaza del ayuntamiento, fueron muchos los mierenses que se pararon a ver tan bullicioso y alegre espectáculo.

Grabando

Una cámara de grabación de video de aquellas que convertían al fotógrafo en burro de carga, traída por un amigo emigrado a Alemania, grabó todo el acontecer festivo y luego nos lo pasó por televisión. ¡Qué maravilla! ¡Parecía auténtica magia ver en televisión lo que acababa de acontecer allí mismo! Las fotos de ese acto y las grabaciones de video sirvieron al año siguiente de soporte publicitario para que una asociación hostelera de Mieres se lanzara a recuperar el carnaval y organizara el primer desfile por las calles de Mieres. Otras muchas ciudades y villas españolas recuperaron, en el año 1980, un carnaval que había estado radicalmente prohibido por el franquismo. Ello demostraba fehacientemente que España recuperaba la normalidad de la vida y que la alegría festiva es patrimonio de la gente, no de las ideologías políticas.

Disfraz de fumador

En cuanto a mi guerra particular, la felizmente ganada in extremis, digamos que tengo motivos sobrados para disfrazarme en carnaval de fumador y revestirme, si es preciso, estando yo tan vivo, de esas cajetillas en las que puede leerse en letras grandes: fumar mata. Intentaré ayudar en lo posible, contándole sucintamente el trance, al lector que pudiera estar padeciendo ahora mi tormento de entonces.

Yo era realmente un fumador compulsivo, muy atrapado por la droga del tabaco. Fumaba unas tres cajetillas al día. Como remedio a una bronquitis crónica que padecí largo tiempo, el especialista me aconsejó que, si no podía dejarlo del todo, al menos disminuyera la dosis. Tras esforzarme cuanto entonces pude, logré contentarme con solo dos cajetillas. ¡Vaya proeza!

Sin embargo, tenía la fortuna de despreciarme a mí mismo como el más redomado imbécil, como una auténtica piltrafa humana. A veces, enrabietado conmigo mismo, tiré cajetillas y mecheros a la papelera, pero, tras la rabieta y estando tan colgado, era capaz de pedirle un pitillo al más acérrimo enemigo que se cruzara en mi camino. Imaginar la sola posibilidad de tener que vivir sin fumar reducía de tal manera mi horizonte vital que hasta me pasaban por la cabeza pensamientos de suicidio. Viví muchas situaciones cómicas y anécdotas hilarantes en relación al tabaco que no harían más que rubricar el supremo grado de imbecilidad que había alcanzado. No estoy siendo cruel sino justo conmigo mismo.

Así de claro

Pues bien, la noche de este mismo día de 1981 me tocó mucho más que el gordo de Navidad en una cafetería de Gijón al abrir mi cuarta cajetilla y ofrecer un pitillo a un amigo. Su gesto de rechazo y su explicación complaciente al decirme: ¡hombre, Hernández, llevo veinte días sin fumar y no veas lo bien que me encuentro! me chulearon de tal manera que, tras encender el pitillo que tenía en la mano y darle solo un par de caladas, a hurtadillas lo tiré enrabietado al suelo, jurando por lo más sagrado que dentro de veinte días yo diría lo mismo. A la mañana siguiente, un empresario me ofreció un pitillo al inicio de una entrevista (por aquel entonces, yo trabajaba en organización de empresas). Al decirle que no fumaba casi se me escapa la risa.  Y aquí sigo, vivo afortunadamente, justo hace hoy treinta y nueve años sin haber vuelto a encender ni siquiera un pitillo.

Sabiendo que la dependencia del tabaco era un partido que se jugaba en mi propio campo, en mi propio cerebro, nunca busqué sucedáneos para ayudarme a dejar de fumar, pues no habrían servido más que para recordarme una idea que me acosaba constantemente.  El callo que aquella bendita noche me pisó mi buen amigo gijonés encendió de tal manera mi orgullo y mi amor propio que me llevó, cuando menos me lo esperaba, a tomar la decisión más importante de mi vida y a salir de un salto de la pocilga en que estaba naufragando.

La recompensa de una autoestima creciente al haberme convertido de esclavo en señor del tabaco (tuve en mi bolso más de un mes aquella cuarta cajetilla, a la que solo le faltaba un pitillo, hasta que opté por regalarla por ser ya un estorbo) me recompensó con creces el mono de los primeros días, vividos sin ningún anclaje psicológico, como astronauta catapultado fuera de su nave.

Fumando en la calle

Hoy, cuando algún amigo me dice que quiere dejar de fumar, pero que no puede, me limito a relatarle mi dura experiencia y allá él. Sé de algunos que se han impresionado tanto que también ellos han dejado de fumar para su propio gozo y el de sus familias. Mi gran suerte ha sido el acierto de extirpar de mi cabeza el cáncer del tabaco. Hoy, cuando veo a amigos fumando, lejos de envidiarlos, los compadezco de corazón. Y cuando, caminando por la calle, veo una mujer con un pitillo en la mano, cosa que me ocurre desafortunadamente cada cuatro pasos, le dirijo una imperceptible mirada de ternura compasiva sabiendo que más bien pronto que tarde ella pagará cara su propia insensatez. Aunque muchas veces no seamos capaces de ver que todo pecado lleva implícita su penitencia, en el caso del tabaco esa es una verdad que deslumbra.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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