Lo que importa - 80 Dulce Navidad…
… en carne mortificada
Por ello, al puñadito de mis queridos seguidores les deseo desde la más afinada inteligencia y el más vibrante corazón una “feliz Navidad”, bien lograda en su instrumentación y mejor vivida en su humana dimensión. No es la primera vez que expreso aquí una felicitación como esta y hoy me complazco en volver a hacerlo. Pero las circunstancias cambian, aunque solo sea por el paso de un tiempo que nos hace mayores a velocidades de vértigo, al compás de dolorosas pérdidas de familiares y amigos. Mi deseo de felicidad va envuelto este año en un manto de añoranzas y transido de agudo dolor por pérdidas cuyo impacto me desuela el corazón. De ahí que nada tenga de particular que hoy me fije de forma especial en quienes, como yo, se hallen inmersos en duelos por seres queridos, cuya ausencia se hará notar mucho más al sentarse a la mesa en las cenas de Nochebuena y Nochevieja. Feliz Navidad también para vosotros, queridos amigos, expresado en el dolor mutuo que, en Navidad, impacta con mayor fuerza en nuestros corazones y suelta en catarata viva nuestros lagrimales.
Pero tengamos presente que la Navidad es un acontecimiento espiritual y social que va mucho más allá de las circunstancias concretas de cada cual. La Navidad cambia por completo la perspectiva del postrer otoño y del primer invierno de nuestro hemisferio norte, cubierto en buena parte de nieve, al lograr que lo gélido se vuelva cálido, que las espadas se transformen en arados y que los hombres, fieros lobos, nos comportemos como mansos corderos. ¿Cuál es la razón de un cambio tan radical? El milagro se debe a que la paz, tan deseada siempre y tan acorde con el nacimiento de un niño, nos da el coraje de concertar una tregua en el belicoso mundo en que vivimos y de embridar el despiadado depredador que acostumbramos ser. Vivimos en una sociedad alocada, víctima de una codicia sin límites, que se lanza sin freno a la rapiña, sin preocuparse por la sinrazón lacerante de que mueran de inanición millones de seres humanos en un mundo sobrado de alimentos.
¿Paz ficticia y cambio efímero? No lo parece. Para no perdernos en disquisiciones oportunistas ni desquiciarnos elucubrando sobre la ubicuidad o el sexo de los ángeles, reconozcamos que la única razón consistente de nuestra maravillosa Navidad radica en el convencimiento de que el arcano y puede que hasta iracundo Dios de los cielos sale a nuestro encuentro para morar en nuestra débil carne. Carne ciertamente débil y sacrificada, pero también depositaria de un inmenso arsenal de potencialidades contrapuestas, capaces lo mismo de elevarnos a las alturas sublimes de un amor heroico que de hundirnos en la más espantosa miseria de fieras salvajes que se despedazan unas a otras. Entre ambos extremos, ser ángeles o demonios, la Navidad celebra y ensalza la carne trémula de un niño en la que se acomoda el mismo Dios tomándola como cuerpo. Digamos que la Navidad celebra el hombre que somos y en el que Dios mismo se recrea encarnándose en él.
No le demos más vueltas y reconozcamos que el cristianismo ha ido insertando a lo largo del tiempo la bella realidad de la Navidad en una cultura que hace que los creyentes gocen razonablemente de un inefable acontecimiento. Hasta resulta candoroso que los no creyentes, al no poder desechar su embrujo, traten de buscarle absurdos sucedáneos oportunistas, a veces incluso grotescos. No hay vueltas de hoja, pues la Navidad nos sumerge en las profundades de una humanidad ávida de ser y sentido, que no se pliega al mecanicismo de una noria que gira incesantemente sin rumbo alguno. La Navidad canta a un Dios amoroso que se reviste de nuestra condición de mortales para achicar nuestros interrogantes y sembrar en el erial que somos la fundada esperanza de un destino gozoso.
Desde estos pensamientos, fraguados en el dolor de las pérdidas irreparables sufridas a lo largo del año que ya declina, mi mirada y mi corazón planean hoy por los cielos de una bellísima tierra, tan colorida en este otoño agonizante, y tachonada de noblezas y esfuerzos a lo largo y ancho de sus confines, para recrearse en ella como hogar de bienestar y cuna de ilusiones. No importa que muchos proyectos se hayan quedado en el tintero, pues la vida sigue adelante y de nuevo llega la Navidad, barriendo fealdades y logrando que los enclaves humanos, tan grises y opacos de suyo, recobren y vuelvan a llenarse de las ilusiones y de las nostalgias que anidan, sobre todo, en el corazón de los que nos vamos haciendo viejos.
Es Navidad, tiempo propicio para abrazarse y besarse, para rezar y emocionarse, para atiborrarse de dulces y turrones, incluso para chispearse un poco, que propicia tantos encuentros familiares y reuniones gastronómicas fraternales con los amigos y que incluso favorece que nos mostremos amables con los vecinos y deseemos sincera felicidad a todo el que se cruza con nosotros, incluidos los animales de compañía. Tiempo propicio incluso, como viene al caso, para derramar cálidas lágrimas, rebosantes de agridulces sentimientos. Brindemos por todo ello, acunemos en nuestro corazón a nuestros difuntos y gritemos a los cuatro vientos o susurremos por doquier, si hace al caso, “feliz Navidad” como un cálido hálito de bondad que brota suave del corazón y desea prender fuego a la tierra para inundar de paz y felicidad todos sus espacios.