Desayuna conmigo (viernes, 14.2.20) Enamorados
Llorar las lágrimas de otro
Hoy es el día de los enamorados, colocados en lo que a religión se refiere al amparo de un santo “legendario”, retirado del santoral, pero que ejerce un patronazgo sobre lo más jugoso y bonito de la vida: los amores de pareja, los enamorados de alguien o de algo y, por extensión, los amigos. La tradición sitúa a san Valentín ejerciendo de casamentero de las parejas formadas por soldados y sus damas en las bodegas de las cárceles del Imperio en los tiempos en que el cristianismo fue prohibido por Claudio II (s. III). La leyenda borda el tema del amor imaginando al santo, además, enamorado de la hija ciega de uno de los carceleros a la que escribe una carta para que la lea cuando él vaya camino del martirio. Y, efectivamente, ella lo hace. ¡Milagro!
Puestos a escudriñar cuanto en la humanidad se ha escrito desde la invención de la escritura, sin la menor duda el amor, el enamoramiento y la amistad se llevan la palma. Sería muy iluso por mi parte pretender aportar siquiera una gota al enorme caudal del río del amor narrado, al inmenso océano del amor vivido.
Dos ideas me vienen a la mente al pensar en el amor que hoy se celebra. La primera tiene que ver con la sinceridad y la intensidad del amor celebrado. Hablando de la amistad, Rabindranath Tagore escribió que “no es amigo quien ríe mis risas, sino quien llora mis lágrimas”. Viene esto a cuento de la importancia que el papa Francisco, protagonista absoluto del acontecer religioso de nuestro tiempo, ha dado a las lágrimas al referirse a la bienaventuranza que promete consuelo a los que lloran. Llorar juntos es, sin duda, una forma exquisita de compartir sentimientos de pena, de dolor, de frustración, de fracaso y de humanidad, pues todo eso es muy humano. En el dolor y en el fracaso es donde el amor anuda y fortalece, donde demuestra su condición de sentimiento que sostiene a uno sobre los pies de otro. ¡Buen día este para que el quehacer casamentero de un santo creado al efecto produzca gozos que nada tienen que ver con la grata sorpresa de regalos circunstanciales! Y, si de regalos tuviera que tratarse, pensemos que el mejor regalo para la persona que amamos, tengamos la edad que tengamos, es “llorar sus lágrimas” y pagar el peaje de su vida.
La segunda idea tiene mucho que ver con el gran amor que ha hecho y hace vibrar la Tierra entera en cada instante: el amor que no solo nos da el ser, sino que nos mantiene en él tras pagar el mayor tributo imaginable. El cristiano sabe a qué amor me refiero, pues no hay mayor amor que dar la vida por la persona amada. Jesús de Nazaret, tras poner el listón muy alto, es el único que puede exigirnos con fundamento que nos amemos unos a otros como él nos ha amado.
Vivimos tiempos en los que la Iglesia institucional parece languidecer, tiempos en que muchos diagnostican que el laicismo está borrando a Dios del mapa humano y que todo lo concerniente a un más allá glorioso son fantasías de gente ilusa, capaz de sacrificar esta vida, tan real y rica, por otra solo imaginaria. La respuesta es difícil de entender, pues ese tinglado, supuestamente ilusorio, parece que solo se sostiene sobre una fe que ilumina el pensamiento y ahorma los comportamientos. Pero la verdad es que hay mucho más y más fuerte: el amor. El cristianismo incontaminado es amor, solo amor. El difícil camino por el que nos lleva rezuma amor. Ahora bien, donde hay amor, hay lozanía, fuerza y alegría. Por difícil que pueda ser la vida de un cristiano, incluso la de un perseguido y martirizado, toda ella es vida impregnada de amor, vida alegre, vida lograda, al margen del ciento por uno prometido.
Pero ¿dónde se vive la alegría cristiana? La verdad es que yo no sé si se hará entre los espesos y monumentales muros del Vaticano. Tampoco sé si encontrará cobijo en las magníficas catedrales que visitamos para admirar sus maravillas arquitectónicas y sus tesoros artísticos. Puede que a lo mejor su mejor nido sean los suntuosos palacios episcopales y nuestros cada vez más vacíos templos parroquiales. No lo sé, ni me importa en absoluto. Lo que sí sé es que se vive a fondo allí donde un ser humano ayuda a otro a vivir, donde unos seres humanos lloran las lágrimas de otros. Tengo la impresión de que eso solo ocurre en lugares tan insospechados como los que están perdidos en lo más profundo de las selvas amazónicas, en lo más remoto de un Oriente zarandeado por tantos vientos, en las tiendas de los beduinos que deambulan por los desiertos, en las pateras cargadas de esperanza y en las calles de nuestras villas y ciudades.
Estoy convencido de que el fantasmal san Valentín, santo inventado para celebrar una hermosa realidad humana, solo reparte sus abundantes dádivas entre los “bienaventurados” de que hablan los Evangelios. Enhorabuena a cuantos tengan motivos para celebrar una fiesta tan hermosa como la de hoy.
Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com