Desayuna conmigo (miércoles, 17.3.20) Enclaustrados

¿De qué lado cae la cárcel?

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Es curioso que en estos días, en que se nos pide que nos quedemos en casa para no dar cancha al terrible virus que nos trae a mal traer, en los medios hayan aparecido consejos o recomendaciones de la sacrificadas monjas de clausura diciéndonos, por aquello de que el movimiento se demuestra andando, que se puede vivir sin salir a la calle e incluso sin los pasatiempos que son la radio y la tele. Recuerdo que, en los primeros años sesenta, un compañero y yo compramos una radio para que unas monjas de clausura salmantinas pudieran oír la voz del papa. La pagamos con los beneficios de la venta de rosarios de artesanía hechos por nosotros mismos. Pero, claro está, no es lo mismo una clausura impuesta que otra buscada como medio de santificación.

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Confieso que llevo cuatro días sin salir de casa, salvo unos minutos para comprar algo de fruta. Aun así, un policía me miró desconfiado desde su coche, pero no me dijo nada al ver el carrito de la compra del que tiraba. Ignoro por qué, pero estos días me recuerdan los lejanos tiempos del noviciado y del estudio de filosofía y teología. Supongo que la inevitable claustrofobia no será igual para quienes se asfixian en cuarenta metros cuadrados y para los afortunados que disponemos de espacios más amplios. En mi caso, las escaleras de casa, un amplio jardín y una pequeña huerta hacen que la clausura obligada sea muy relativa. Si a las tareas domésticas se añaden las ocupaciones intelectuales (ordenador y libros como herramientas de trabajo), además de los ratos de relax consumiendo radio y televisión, del gimnasio que son las escaleras y de la evasión de cuidar algo el jardín y la huerta, la verdad es que a uno le queda poco tiempo para el aburrimiento y menos para gestar un mal rollo en la cabeza. Pienso que sería muy entretenido ver cómo los españoles empleamos las largas horas de estos días de encierro.

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Claro que, por muchos paños calientes que le pongamos a la cosa, la verdad es que la cárcel doméstica resulta dura, pues te priva de la vida social, del alterne en los bares y hasta de aficiones como la de jugar a las cartas y, en mi caso, de largas caminatas al lado del río, embargado por la belleza de la naturaleza y mecido por la monotonía rítmica del río, tan necesarias para seguir sintiéndose joven. Son rutinas deliciosas a las que damos mucho más valor cuando nos faltan.

Cuando la alarma actual ya se estaba cocinando, me sorprendió que un conocido nos advirtiera en voz alta en un bar: “ya veréis cómo dentro de poco aumentan en España la natalidad, los divorcios y los suicidios”. Me pareció un terrible vaticinio, pues de cumplirse, nos abocaría a una situación todavía más terrible que la que estamos padeciendo y la que ya se vislumbra tras la pandemia. Pero la verdad es que parece poco realista, pues entiendo, por un lado, que el aumento de la natalidad depende de muchos más factores que del desfogue sexual propiciado por la encerrona circunstancial y, por otro, que tanto los divorcios como los suicidios son tan traumáticos que no imagino que los españoles seamos masoquistas hasta el punto de cargarnos con más desgracias de las que nos llegan por sí solas o a resultas de la desidia de algunos dirigentes.

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Sin duda, vivimos alarmados y angustiados y, por ello, sometidos a un descomunal reto colectivo que es preciso afrontar todos juntos y con coraje. Nuestra gran esperanza es saber que, cuanto más grande es la desgracia que se cierne sobre nosotros, tanto más los españoles nos transformamos en legionarios capaces de arrostrar cualquier peligro. Así se está comportando ya el enorme ejército de sanitarios y voluntarios que luchan en vanguardia contra el escurridizo enemigo invisible que nos agrede sin la más mínima compasión ni para chicos ni para grandes, ni para pobres ni para ricos, ni para parias ni para potentados. También luchamos a brazo partido contra él quienes nos resignamos a permanecer encerrados en casa, labor la nuestra de trincheras para cortarle el paso. Seguro que entre todos ganaremos esta guerra y, después, paz y gloria si es que hemos aprendido  lo que vale un peine.

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Cuando el virus nos haya dejado en paz, afrontar debidamente sus secuelas exigirá el mismo grado de heroísmo colectivo que hoy demostramos en el frente tratando de destruir el virus o en la retaguardia cortándole las alas. Esta alarma nos ha metido a todos en la UCI y de ella saldremos debilitados. La total erradicación del virus, tras expulsarlo de nuestras fronteras, requerirá largo tiempo de rehabilitación para contrarrestar los estragos que ya está causando en nuestras economías y en nuestras costumbres. Tanto los políticos como los ciudadanos necesitaremos seguir entrelazando nuestras manos y uniendo nuestras fuerzas no solo para recuperar el terreno perdido, sino también para alcanzar nuevas metas de convivencia y humanización. Las disidencias y las traiciones, tan saturadas de insolidaridad y fealdad como se aprecia mejor estos días, tendrán que seguir siendo repudiadas claramente y con determinación.

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De momento, a la inmensa mayoría de los españoles nos toca armarnos de paciencia para permanecer sosegados en nuestros más o menos confortables habitáculos. Una total armonía en este punto conseguirá que no se desperdicie ni una pizca de nuestra fuerza hasta alcanzar la victoria total. Ya llegará el momento de exigir responsabilidades por los fallos habidos y por vernos ahora obligados a pagar un precio demasiado elevado. Me descorazona imaginar que, de haberse controlado en su momento la entrada de cuantos venían del exterior, el precio a pagar por esta tragedia habría sido muchísimo menor. Es posible que ese control resultara algo farragoso, pero no habría sido difícil hacerlo. ¿Por qué no lo hicieron quienes tenían poder para ello y conocían de antemano la que se nos venía encima? ¿Miedo de emprender algo impopular? Me aterra pensarlo. Estoy completamente convencido de que, en su justicia insobornable, la vida es implacable y coloca a cada cual en su lugar.

Homenaje

Es duro seguir encerrado en casa, pero pienso que quienes están realmente en la cárcel son los responsables de que esta guerra esté resultando tan cruel. Los atrapados por la enfermedad, condenados a la soledad abisal que la presencia del virus impone, son víctimas propiciatorias de una sociedad desnortada. Y quienes, por profesión o vocación, luchan contra él hasta caer rendidos, corriendo graves peligros de contagio, son los grandes héroes anónimos del momento presente. Ahora toca apiadarse de los responsables, manifestar una inmensa ternura a los atrapados por el coronavirus y sentir un gran orgullo por la labor de cuantos batallan en primera línea. Nada me complacería más que poder convertir estas líneas en un aplauso de reconocimiento y de agradecimiento para todos ellos.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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