Acción de gracias – 12 Deportación y repatriación

Fe y obras, luz y tinieblas

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La liturgia de este domingo, cuando ya se aproxima la Pascua, sigue insistiendo en el dualismo valor-contravalor sobre que reflexionamos el domingo pasado. La primera lectura, tomada de Crónicas, parece describir, refiriéndose a todo el pueblo elegido, la conducta disoluta de los malditos habitantes de Sodoma y Gomorra. Si el castigo de estos fue el fuego, el de aquellos se practicó con la espada y la deportación. En ambos casos, el Dios de los cielos más parece un hombre airado, cuyos incontenibles deseos de venganza lo cierran a toda posible compasión, que el Dios de la misericordia, tan propio de los cristianos. Pero, como no hay mal que cien años dure ni deseo de venganza que resista el paso del tiempo, por boca de Jeremías ese mismo Dios altivo rebobina y mueve el corazón de Ciro para que permita que su pueblo regrese a Jerusalén y le construya un tempo. La dualidad a que nos hemos referido se manifiesta aquí en forma de castigo y de perdón. Entre uno y otro media la conversión del infractor de la ley que regresa al redil, recorriendo un camino cuaresmal de arrepentimiento y penitencia.

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La catequesis de Pablo a los efesios es tan directa como positiva a la hora de pintar la verdadera imagen de Dios: rico en misericordia, perdonador, salvador. Obsérvese que Pablo no habla a los efesios en pasado ni hace una prospección de futuro, sino de lo que está aconteciendo, de su inmediatez, pues ellos, los efesios, están siendo salvados y resucitados en ese momento. Se trata de un acontecer de gracia que es obra exclusiva y benevolente de Dios, pues el hombre no se salva por ser quien es ni por sus obras, sino por una fe recibida gratuitamente, gratuidad que, en tratándose de Dios, abarca a todas sus criaturas. La salvación por fe o por obras dio pie a enconadas discusiones teológicas durante la Reforma, tema tan ajeno hoy a nuestras inquietudes religiosas que ni siquiera tiene cabida en el diálogo ecuménico. Lo entendieron muy bien los calvinistas al fijar que la salvación por la fe presupone una predestinación cuyo signo son precisamente las buenas obras. En otras palabras, según ellos, las buenas obras no nos salvan, pero demuestran que Dios nos ha predestinado a la salvación. Esa fue seguramente la idea matriz del capitalismo salvaje que se desencadenó en occidente y que se ha impuesto con tanta fuerza en el quehacer de nuestro tiempo, logrando que toda forma de vida humana pivote en torno a la economía.

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Luz y tinieblas son los términos duales en que discurre el evangelio de hoy a la hora de explayar la salvación que proviene de la muerte y resurrección de Jesús. Se trata de otra dualidad, expresada en términos que fundamentan el descarnado mercantilismo de la salvación del que tanto partido han sacado no solo Pablo, sino también una muy arraigada teología que hoy tanto nos escandaliza: por el pecado de un hombre, el Progenitor de la humanidad, entra la muerte en el mundo, y por el justiprecio de la muerte de otro, el Salvador, se restaura la vida, a resultas de lo cual la luz que emite el segundo disipa la tiniebla que extendió el primero. La verdad es que tinieblas-luz y muerte-vida, si los despojamos de cualquier resonancia comercial, son términos preciosos para entender la obra de salvación que lleva a cabo Jesús, imagen primigenia de la humanidad por la que nos esforzamos. Jesús ha venido al mundo para emplearse a fondo, con el sacrificio de su propia vida, en la inmensa tarea, todavía inconclusa, de trastocar nuestra inhumanidad de tinieblas y pecado en la humanidad de misericordia y amor que él predica. Todo lo demás, incluido el mundo del más allá sobre cuya estructura y desarrollo no sabemos nada ni tenemos ficha que mover, se nos dará por añadidura. Jesús no ha venido ni vendrá para emitir un juicio basado en la cantidad de tinieblas o de luz que, cual encausados, hayamos acumulado a lo largo de nuestra vida en el más acá, cuya sentencia  sea de bienaventuranza o reprobación en el más allá, sino para llevar a efecto una revolución penitencial que recorte contravalores y acrezca valores, para iluminar con su luz nuestras tinieblas.

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Que se me pegue la lengua al paladar, si no me acuerdo de ti, Jerusalén”, reza el salmo de la liturgia de hoy. Jerusalén es la tierra prometida a un pueblo deportado, tierra de salvación, justo como la vacuna por la que hoy suspiran todos los habitantes de la tierra contra la covid-19, insignificante virus cuyo jaque hace temblar al rey que nos da juego en el accidentado tablero en que nos movemos. Mundo complejo el nuestro, tejido de luces y tinieblas, con potencialidades sobradas para que sus casi ocho mil millones de pobladores llevemos una vida razonable y digna, pero que mata de hambre a muchos y que pone al borde de la desesperación a no pocos, hasta hundirlos en el abismo de una muerte deseada. Frente a tanta sinrazón y a tantos desmanes, debemos subrayar, por un lado, que la “humanidad” de la figura primigenia de Jesús de Nazaret, cuya bizarra voz proclama alto y claro, también en nuestro tiempo, el perdón y la misericordia de Dios, irradia una poderosa luz que alumbra nuestro camino, y, por otro, la enorme virtualidad del ser humano, capaz de explorar otros planetas y de convertir los desiertos en huertos.

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El papa Francisco, con sus recién cumplidos ocho años de pontificado, tan dignos de elogio, se ha convertido en centro del noticiario cristiano, del discernimiento evangélico y del quehacer pastoral. Sin embargo, por más que muchos afiancen en él sus esperanzas de mejora y otros descarguen sobre sus curvadas espaldas sus propias frustraciones, debidas a la precipitación con que desean mejoras que han de ser forzosamente lentas, él no deja de ser circunstancia efímera del acontecer de un cristianismo que es mucho más que Pedro y Pablo juntos. El calibre de la Iglesia  solo puede medirse en un momento concreto por la fuerza con que actúa en la humanidad la luz y la vida que provienen de Jesús de Nazaret. La ejemplar dedicación del papa a la Iglesia nos invita hoy a apoyarlo en su aleccionador esfuerzo de evangelización, y la liturgia cuaresmal de este domingo, hablándonos de deportación y repatriación, de fe y obras, de luz y tinieblas, nos describe el camino sembrado de obstáculos que debe recorrer una humanidad en continua peregrinación, aunque no hacia Santiago de Compostela, sino hacia la “tierra prometida”, tierra sin complejidades ni tinieblas que calmará nuestro clamor y consumará nuestra vida.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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