Desayuna conmigo (lunes, 20-4-20) España llora a sus muertos

El virus no seca las lágrimas

 

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Cuando en el verano de 1967 me tocó remplazar al capellán del hospital francés Cliniques Saint Eloy, de Montpellier, viví una de las experiencias más frustrantes y dolorosas de mi vida. El lector recordará que fue en ese hospital donde se había realizado muy poco antes el primer trasplante de corazón fuera de Sudáfrica, donde el doctor Christian Barnard había iniciado el proceso ese mismo año. Pues bien, durante el mes de agosto me tocó oficiar diez o doce funerales en su capilla. Los empleados de la funeraria transportaban el féretro en el coche fúnebre, lo colocaban sobre una carretilla y lo dejaban delante del altar. Tras ello, se ausentaban durante la ceremonia y volvían a recogerlo a su conclusión. Por lo general, un grupito muy reducido de personas acompañaba al difunto. Pero en dos o tres de aquellos funerales no hubo ningún acompañante.

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No sé lo que podría sentir el muerto en aquellos momentos, fuera cual fuera su estado en el otro mundo, pero la verdad es que a mí me recorría todo el cuerpo no un escalofrío, aunque la escena se prestase a ello, sino una tristeza abisal de desamparo y frustración. A quien pudiera observar desde fuera el evento, aquello más que un rito funerario le parecería un esperpento. Uno piensa qué habría pasado de ser preceptivo pronunciar unas palabras de consuelo en la homilía si se viera a un cura hablando en voz alta con un muerto. Las misas de un sacerdote sin fieles en una capilla siempre me han parecido una parodia de la cena del Señor. Lo peor de todo era pensar cómo era posible que el pobre hombre o mujer que tenía delante no hubiera merecido a lo largo de su vida el acompañamiento de nadie en su postrer trance y en sus honras fúnebres.

El recuerdo de semejante frustración hace que hoy me resulte particularmente doloroso saber que los atrapados por el coronavirus no solo no pueden recibir visitas en los hospitales, sino también que, en el caso de que mueran, lo harán en la más absoluta soledad, sin acompañamiento de amigos y familiares. Al obligarlos a tan cruel desamparo, el coronavirus los está sometiendo a una tortura psicológica extrema, a una desesperación abisal. Desolador dolor el de los muertos en absoluto aislamiento y tormento psicológico insoportable el de los vivos al no poder cumplir la más hermosa, por dolorosa, obligación de acompañar a sus seres queridos en su último adiós.

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De siempre he sentido una particular simpatía por todas las familias españolas que, a causa de una maldita guerra fratricida entre españoles, tienen enterrados por doquier, en cunetas y campos abiertos, a sus seres queridos. sin poder localizar sus restos siquiera para sepultarlos como Dios manda y tributarles el reconocimiento a que tenían derecho como seres humanos. Sé de sobra que la mejor sepultura para nuestros seres queridos son la memoria para recordarlos y el corazón para seguir amándolos, pero lo cortés no quita lo valiente. Lo mismo cabe decir de todas aquellas familias que, por causa de una catástrofe natural o a consecuencia de un asesinato, se ven privadas del consuelo de acompañar su cadáver y honrarlo como es debido. Nada más comprensible que en ambas situaciones los familiares remuevan Roma con Santiago para sacudirse el ahogo con que la soledad de su ausencia los atenaza. 

Si lo dicho es válido para quienes murieron hace ya más de ochenta años, la mayoría de cuyos familiares actuales ni siquiera los conocieron, para quienes hace solo un par de meses los tenían todavía delante, como ocurre con los atrapados por el virus, la frustración se agranda en su impotencia. Los distintos gobiernos no deberían escatimar esfuerzos ni medios para remediar de alguna manera tamaña desolación.

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Son muchas las muertes que se producen cada día en el mundo: partiendo de una media estadística de vida de 80 años y habida cuenta de número de habitantes de la Tierra, el resultado medio es de unos trecientos mil diarios. Esa es una trágica realidad que la humanidad tiene asumida como desarrollo normal de la vida. Pero la muerte circunstancial de, al día de hoy, más de ciento sesenta mil muertos por el coronavirus en todo el mundo, de los que más de veinte mil son españoles, solos en su cama como si de animales atrapados en su madriguera se tratara, sobrepasa nuestra capacidad racional de comprensión y seca los pozos de lágrimas que son nuestros corazones.

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Cada día, cargados de razones, aplaudimos con entusiasmo a médicos y enfermeras, a los demás empleados sanitarios y al personal de las fuerzas públicas y también a cuantos se han visto obligados a seguir en sus puestos de trabajo para responder a nuestras necesidades vitales. Pues bien, tras haber expuesto ya en este blog lo mucho que se merecen también esos aplausos los que realmente siguen confinados en sus casas y reclamado con urgencia un aplauso especial para nuestros sacrificados y obedientes niños, hoy nos falta todavía envolver en calurosos aplausos a cada uno de los más de veinte mil españoles muertos en soledad por el coronavirus. Ha de ser un cerrado aplauso cuyo eco llegue a arropar también a cuantos han muerto en el resto del mundo.

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En la medida de lo posible, deberíamos expresar nuestra frustración por no acompañarlos y nuestro dolor por su pérdida con signos externos de duelo, exhibiendo, por ejemplo, crespones negros o vistiendo corbatas de igual color e incluso izando banderas negras en nuestros pueblos o dejando a media asta las habituales. A falta de mejores símbolos, en la balaustrada de nuestro jardín, cara al ayuntamiento de Mieres, hemos atado bolsas de basura negras para darle carácter público al profundo sentimiento de condolencia que sienten muchos ciudadanos. Desde luego, ellos se merecen nuestras condolencias y son incluso más acreedores a nuestros aplausos que los ancianos enfermos que logran dar esquinazo al virus.

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Y, como no podía ser menos en un blog escrito para gentes que desean vivir a fondo su fe, tras confiar en que son ellos, los muertos, los que ahora están ayudando a sus seres queridos a soportar su horrible desolación, invitamos a sus lectores a elevar al cielo su mirada para cruzarlas con las de todos ellos en un gesto de oración en la que, por un lado, demos gracias a Dios por lo que la vida de cada uno de ellos ha significado para sus seres queridos, y, por otro, los convirtamos en nuestros valedores e intercesores para aliviar el horror presente. La Virgen de la Soledad, cuya imagen reproduciré al lado de este párrafo, es un océano de consuelo y sosiego para momentos de tan gran dolor como este.

Y en mi caso particular, aunque hasta ahora la peste del virus haya pasado de largo delante de mi puerta, deseo de corazón que nunca el oficiante de un funeral tenga que celebrarlo teniendo como único asistente al muerto. Si algo somos los seres humanos es comunidad y fraternidad, condición o cualidades que deben reflejarse adecuadamente en momentos tan importantes como el de la muerte y el de la última despedida.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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