Desayuna conmigo (miércoles, 16.12.20) ¡Feliz Navidad!

Zozobras y esperanzas

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Hoy es tiempo ya para desear “feliz Navidad” no solo a todos los seguidores de este blog, dejen o no huella en él, sino también a la dirección de Religión Digital y a cuantos, escribiendo o leyendo, hacen posible y dan vida a su publicación. También, lógicamente, a todos los hombres de buena voluntad. Es un deseo que me sale espontáneo del corazón, aunque pinten bastos sin que ni siquiera los empedernidos jugadores como yo podamos echar una partida de cartas en los bares habituales, con los que la política oportunista española está jugando al tira y afloja, y por mal que nos vengan dadas por el lado de la pandemia. Al mal tiempo hemos de ponerle la buena cara de una sonrisa abierta, que no sea mera mueca, pues, a pesar de todo, la Navidad llega con su impresionante presencia emotiva y con su enorme bagaje de esperanzas nuevas.

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Cuando todavía faltan unos días para alcanzar su epicentro, ya se ven afortunadamente algunas calles y plazas de pueblos y ciudades iluminadas y decoradas para engalanar este tiempo tan singular. No importa que la falta de concurrencia en la mayoría de ellas por prescripciones relativas a la contención del coronavirus les reste algo de calor y emoción. Viviremos este año una Navidad atípica y desangelada, sin duda, debido a que la infatigable covid-19 se lo está llevando todo por delante. De hecho, su impacto es tan descomunal y sus secuelas tan duras que nos vemos obligados a vivir el “año del no”, un año para olvidar y que ni siquiera merecería figurar en los calendarios por su no-trabajo, no-verano, no-fiestas, no-bares y, como remate, no-Navidad. La verdad es que la Navidad llega de tal guisa que muchos no la reconocerán o le harán ascos por hacerlo de forma tan amortiguada, hasta el punto de que no serán pocos los que vivan sus hitos festivos como vulgares días rutinarios. Pero, por muy amortiguada que nos llegue, confiemos en que no sea negra por sus secuelas.

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No son pocos los que reniegan de la invasión comercial navideña, de que sus sagrados acontecimientos se estiren como la plastilina para apropiarse de diciembre y fagocitar incluso parte de noviembre, frente a los muchos que acostumbramos disfrutar de su natural algarabía y de su alocado despilfarro durante dos largos meses. Claro que, para quien piense, como es mi caso, que la Navidad dura realmente todo el año, dos meses son algo, pero poco. Aunque muchos cristianos repudien una Navidad tan envuelta en un consumismo circunstancial salvaje, con desajustes económicos que adelgazan la cartera y engordan la tripa, lo cierto es que ese brutal consumo desahoga los comercios y reviste de humanidad el gran misterio que la sustenta.

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En el empeño obsesivo por cristianizar lo humano en que ando enzarzado, me atrevo a pensar que los largos desarreglos consumistas navideños forman parte de un ritual que reafirma el misterio litúrgico y demanda su gracia. Reconforta ver lo mucho que se come, se bebe, se saluda, se felicita, se abraza y se besa porque es Navidad, gestos todos ellos que logran que estos sean los días más hermosos y alegres del año. La razón profunda de tal apreciación estriba en que quien estructure su vida en clave cristiana jamás podrá volver a sentirse solo, pues el milagro navideño hace que Dios encuentre en la humanidad su mejor acomodo. Y a quien tiene a Dios en su casa nada le falta. Pero qué difícil es aceptar que Dios puede ser lo mismo un niño aterido de frío en un pesebre, que un desarrapado y maloliente vagabundo tumbado en un banco o que un tirano que se cree dueño de vidas y haciendas.

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El problema que hoy se nos plantea a los creyentes sobre la celebración navideña no está en que muchos, ignorando o desechando por completo sus contenidos litúrgicos, valoren estas fiestas tan especiales como una de las tantas que jalonan el calendario y aprovechen su tirón para hacer despilfarros incontrolados, basados en que alguna vez, incluso sin motivo, uno tiene derecho a pegarse un festín. Pero de suyo, salvo que haya de por medio desajustes mentales, consumir porque se está en Navidad no deja de ser una forma de celebrar su misterio y de vivirlo. El gran problema que se nos plantea es que muchos cristianos no terminan de creer ni se toman en serio la “encarnación” que se inicia con ella y que, de hecho, debe llenar todos los días del año y durar toda la vida. La encarnación fundamenta no solo la Navidad, sino también todo el acontecer cristianismo.

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Yendo a la raíz del misterio y al signo de los tiempos que vivimos, no basta montar hermosos belenes en los atrios de los templos, pues no habrá Navidad si no los montamos en nuestros corazones. Ahí nace el espíritu con el que deberíamos decir a alguien, aunque sea un desconocido, “¡feliz Navidad!”. Por muy formalista que sea tal deseo, lo cierto es que siempre es bien acogido por el destinario y de hecho provoca en él sonrisas y complacencias que gestan pensamientos de paz y bondad. Por mal que nos vengan dadas, como nos está ocurriendo este año, uno de los grandes méritos y aciertos de la celebración navideña es que rompe silencios y acorta distancias. De hecho, los días navideños cambian el chip de nuestra cabeza y nos fuerzan a hacer llamadas que no haríamos de otra manera. Además, de no estar enclaustrados por confinamientos perimetrales, a muchos los obligará a hacer largos desplazamientos, a pesar de las inclemencias del tiempo invernal, para pasar unos días con las personas queridas que tienen lejos.

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Por ello, en medio de la austeridad y de la  clausura que las circunstancias sanitarias nos imponen este año, os invito, queridos amigos, a regalar hermosas cestas navideñas a amigos, parientes y demás “allegados”, llenas a rebosar, pero no con cosas tan banales como jamones y embutidos ibéricos de bellota, sabrosos quesos manchegos, crujientes turrones alicantinos, excelentes cavas catalanes, olorosos vinos riojanos, dulces sidras asturianas y otras exquisiteces de similar calidad, sino con comprensión y tolerancia para todo aquello que, teniendo carta de naturaleza, no nos entra en la mollera; con una fraternidad cuya fuerza sanguínea rompa silencios y borre desprecios; con la compasión que obliga a sufrir al lado del enfermo y a pasar hambre al del hambriento; con la paz que diluye intereses bastardos y apaga guerras fratricidas; con el cumplimiento del único mandamiento que nos impone el niño que nace en Belén, y, finalmente, con la confianza inquebrantable en que pronto saldremos airosos del embrollo vírico en que nos vemos envueltos y del agujero económico en que hemos caído.

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La Navidad de este año es la misma que fue la del año pasado y la que volverá a ser, Dios lo quiera, el año próximo. Las circunstancias especiales de este año, con tantos inconvenientes para verse, reunirse, abrazarse y besarse, acciones todas ellas que llevan la impronta navideña, nos fuerzan a tirar de ingenio y a buscar otros cauces para expresar tan hermosos sentimientos. A la postre, de eso se trata. Seguro que algunos, tirando de perdón y solidaridad, lograrán darles incluso más esplendor. Estoy seguro de que todos lo lograremos, pues, poniendo buena cara al mal tiempo, nuestros sentimientos de paz y bondad confinarán nuestras peores inhibiciones. La Navidad es un tiempo especial para amar y compartir y eso, seguro, no hay virus que lo pueda impedir. En mi oración diaria de acción de gracias os tendré presentes a todos en conjunto y a cada uno en particular. ¡Feliz Navidad!

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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